Una de las cosas que más llaman la atención de la plaza de la Catedral de Barcelona son los transeúntes profesionales. Ansiosos, la atraviesan como si ya llegaran tarde a la dirección adonde se dirigen. Los hay quienes la cruzan haciendo footing, sudados por el esfuerzo; otros son escolares llenos de legañas que, sin tiempo para entrar en la Catedral, van directamente hacia otra parte. Esta plaza establece un bypass entre la Rambla y las tripas del Raval y la Vía Layetana y los insectos de la Ribera, y de ahí que propicie escenas como esta: tres turistas se detienen para decidir qué rumbo toman:
– La Sagrada Familia está en el quinto pino.
– Mira, pero si está aquí –y le enseña el mapa del móvil–. Ya estamos a medio camino. Yo iría.
– Pero si tenemos todo el día. Yo quiero ver las calles.
Y finalmente optan por tirar hacia la Rambla. La estampa se repite con muchos otros visitantes que buscan la clave de bóveda en el Googlemaps o que cogen un retrato fugaz de la catedral, sin acercarse, pensando que ya deberían estar en la Rambla o en Colón. Tras un rato de observación, resulta extrañamente habitual comprobar que los visitantes tienen por costumbre mirar de lejos la Catedral, como si les diera pereza acercarse. Los que se detienen un poco más son los grupos: ahora un señor, desde el vértice de la plaza, viniendo del Portal del Ángel, rememora las leyendas romanas sobre las raíces de este espacio histórico y del templo, levantado sobre los cimientos de las basílicas paleocristiana y romana; ahora una guía simpática se empeña en hacer saltar a sus seguidores-alumnos en las escaleras de la Catedral cuando les hace una foto, después de haberles remarcado que es de estilo gótico y quedó terminada a mediados del siglo XV.
No son las únicas performances que se ven en la plaza. Los inquilinos que nunca fallan son los animadores que buscan sacarse un pequeño sueldo. A un lado, junto a las letras brossianas de Barcino y al pie de las murallas romanas, dos guitarristas ofrecen un hilo musical de paz. Pero ahora estas letras quedan un poco enmascaradas por los grandes tiestos de la entrada (¿medidas de seguridad?), que son utilizados, también, para apuntalar el culo. En el otro lado, lejos del new age de las guitarras, un trío invita al bailoteo: piano, saxo y banjo entonan un jazz animado que empuja a más de un paseante a marcarse tres pasos.
Entre los dos puntos musicales, se mueven los otros pequeños negocios que van tirando: una señora a ataviada con una especie de vestido de rosas de papel trata de hacerse fotos y hacer fotos a los turistas con su ramo. Otra, con la cara pintada de blanco, como un mimo, también intenta algún chavo por el mismo método. Esta chica cambia el rostro de la noche a la mañana cuando aprecia que los turistas no le hacen ni caso. La he encontrado pintándose la cara ante el cristal de un establecimiento, en la calle Boters, entrando en la plaza. Mientras ella se pintaba, unos operarios borraban unas rayas blancas del cristal. La mimo y los operarios iban de blanco. Me ha parecido que la imagen me quería decir algo. Entre los músicos, la mimo y la del ramo de rosas, el conductor de un bicicoche se lo mira de lejos, bien repantigado, lanzando sus mensajes para que alguien pique, como un mantra. Lo bastante repantigado para saber que tarde o temprano alguien muerde el anzuelo. Y también está el hombre que hace burbujas y el que vende palos de selfie. Me pregunto si hay algo más deprimente que hacerse una foto sola, con un palo kilométrico de selfie, como hace una chica que fuerza una sonrisa brillante. Comido por el tedio, el señor de los palos descansa junto a las escaleras.
Estamos en enero y entre semana, y solo hacia la una del mediodía se forma una pequeña cola para entrar en la catedral. Quizás porque no se organiza ningún alboroto que señale el punto de interés turístico donde concentrarse, se produce algún gesto errático: una mujer fotografía el edificio del Museo Diocesano, a la izquierda de la Catedral, donde dice que “la ruta Gaudí empieza aquí”. Pero sí hay quien se detiene y está abierto: junto a los edificios que miran hacia el templo de la Catedral, sentados en la hilera de bancos, los turistas reposan o se comen el bocadillo, un señor mayor lee el diario, dos abuelos más –con gorra y bastón– repasan batallitas… Y se fijan en un hombre que, lleno de amor, alza a su mujer de la silla de ruedas, le aprieta las manos para que pose para la foto que hace la hija. También hay quien otea las propias posibilidades vitales. Cerca del Museo Diocesano, un par de adolescentes detallan sus planes de futuro:
– La clave es comer menos cantidad y más de golpe. A veces como a las cuatro y ceno a las siete. Si comiera mejor, se me pondría un cuerpo de puta madre. Incluso las tías me lo han dicho –el interlocutor asiente. Y él proclama:
– Y fumar, la verdad, también influye.
– Ya, es que eso… –duda el otro.
-¿Sabes qué me pasa? Que cuanto más fumo, más hambre tengo. Si acabo de comer y me fumo un cigarro, después sé que todavía comeré más.
Todo lo afirma como si gritara “¡eureka!” y acto seguido se enciende parsimoniosamente otro cigarro.