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os bares memorables suelen pasar desapercibidos. La Bodega d’en Rafel, uno de los monumentos de Sant Antoni, a priori no cumple ninguno de los atributos que lo consagrarían como templo gastronómico. No hay muebles de diseño, ni una parroquia selecta, ni unos fogones multiestrellados. Por no tener, no tiene ni terraza: “Compré las mesas y las sillas, pero como el Ayuntamiento me ponía pegas las guardo en el almacén”, me explicaba Rafel Jordana, pope del barrio y amo del lugar.
Desde la calle Manso solo ves una puerta de cristal repleta de propagandas de todo tipo, y una vez dentro, los ojos se van hacia la barra, larga como un día sin pan y con muchos parroquianos aparcados, abrevándose. Solo si nos abrimos paso entre el gentío empezaremos a ver las mesas de mármol y los mosaicos horrorosos, como de patio andaluz, que enladrillan el local. Ya lo decíamos de entrada: aquí, de glamur, muy poco.
Pero hay un intangible, en La Bodega d’en Rafel, un escurridizo no sé qué que transforma este naufragio estético en una de las guaridas más queridas de Barcelona. Quizás es por el festín, con aquel jamón sorprendente, olímpico, que nadie sabe cómo puede ser tan barato. O quizás es la fauna, de jubilados por la mañana y de juventud al anochecer, Erasmus, autónomos y estudiantes venidos de comarcas. O quizás el secreto es la gente que trabaja, indígenas como Michael, durante años el camarero estrella –o al menos nuestro preferido–, un rockabilly auténtico que cuando había demasiada gente se mareaba y te podía llegar a tomar nota hasta tres veces. Murió hace unos meses, pero antes pudo viajar a Memphis y hacer la ruta de Elvis: al volver se lo explicaba a todo el mundo con pelos y señales.
“Tú ya puedes tener el mejor mercado del mundo al lado, o servir la mejor comida, que si no eres empático y no amas a la clientela la gente no volverá”. Y tiene toda la razón: por las colas que se forman, Rafel debe de tener el corazón muy grande.
O, quién sabe, quizás el gran secreto de La Bodega d’en Rafel es, sencillamente, el propio Rafel Jordana. Dice que nunca se vio puesto a barman. Hijo de Astell, en la Vall Fosca, bajó a estudiar a Barcelona y enseguida encontró trabajo en el mundo de las motos y la publicidad. “Hasta que el padre de Maria, mi mujer, que llevaba el local, se puso enfermo y murió. Dejé las motos y me vine para acá”. Ya hace más cuatro décadas que está al frente de la bodega, que primero se llamaba Terra Alta y después bautizó con su nombre. De esta manera, el nacimiento (oficioso) de La Bodega d’en Rafel iría ligado al despertar del barrio, quince años antes de la hipsterlandia actual.
Sea como sea, Rafel, callado y prudente, sabe fidelizar a la clientela más que ninguna tarjeta promocional. Dice que es herencia familiar, un don aprendido de los padres, unos pilares del Pallars: “Ellos me enseñaron a ser empáticos con la gente. Por la casa solariega de Astell ha pasado todo el mundo, y la madre ha cocinado para Josep Pla, para muchos políticos, y también para los hermanos Roca”. Este sentido de la hospitalidad, cada vez más extraño en esta época de balances y cuentas de resultados, podría ser otra explicación del intangible rafeliano. Al fin y al cabo, que la tienda la hace el tendero es una de las máximas de la casa. “Tú ya puedes tener el mejor mercado del mundo al lado, o servir la mejor comida, que si no eres empático y no amas a la clientela la gente no volverá”. Y tiene toda la razón: por las colas que se forman, Rafel debe de tener el corazón muy grande.