Ir al restaurante de Gaig es siempre una fiesta. ©Carles Gaig

Llegan las gambas al Petit Comitè de Carles Gaig

No he conocido a ningún otro pedagogo de la cocina como él. Debemos agradecer a cocineros como Gaig lo que hacen por la cultura y por dejarnos disfrutar de un festival como la llegada de las gambas que acaba de comprar por teléfono a su restaurante.

Salgo de Tribut, el bar de vinos que hay al lado de Catalunya Ràdio, donde a menudo voy a escribir mientras tomo una copa de burbujas, y me encuentro con que entran la pareja formada por el cocinero Carles Gaig y su socia, la jefa de sala Fina Navarro. Nos conocemos desde hace muchos años, por lo menos veinte, porque Carles, junto con el ya desaparecido Jean-Luc Figueras, venía a un programa de radio donde yo entonces trabajaba, conducido por Esther Sardans, para hacer una sección de cocina. Carles ayudaba al joven Figueras a abrirse camino, con su sencillez de siempre. Todos los que hacíamos ese programa éramos unos pipiolos y ellos nos supieron transmitir dos cosas que van juntas: la pasión por la cocina y la generosidad.

Carles tenía el local en Horta, entonces, y Jean-Luc había abierto, con muchísimo esfuerzo, el de la calle Santa Teresa, que llevaba su nombre. Para la cena de final de programa, Carles nos organizó el menú en su restaurante y cuando le pedimos el precio, con aquella inconsciencia de quien nunca ha pisado un gran restaurante, nos dijo un precio ridículo, que debía ser equivalente a la cifra que dejaban de propina en las otras mesas. No he tenido una familia convencional y no tengo recuerdos de comidas caseras, tradicionales, como mucha gente. Por eso, aquella noche, en Can Gaig, me cambió para siempre y siempre, siempre he seguido a Carles Gaig allá donde ha ido. Aquella noche probé por primera vez el arroz de pichón. No he conocido ningún otro pedagogo de la cocina como Carles Gaig. La cocina es cultura. La cocina tradicional catalana es patrimonio. Debemos agradecer a cocineros como Gaig lo que hacen por la cultura.

Fina choca el puño conmigo (el saludo éste que nos hacemos por la pandemia) mientras Carles habla por teléfono. “Venimos a comprar una botella, para una cena”, me cuenta ella. Y nos reímos, porque oímos a Carles, que está cerrando el precio de las gambas que llegarán al restaurante por la noche. “Un día deberías ver cómo llegan las gambas”, me dice Fina. Y Carles asiente con la cabeza. Una vez cuelga, me dice con una amplísima sonrisa: “La llegada de las gambas es un festival”. Como en la vida se trata de esto, de no dejar pasar ninguna oportunidad, les pregunto cuando llegan. “Ahora, a las ocho, en un rato”, dice Carles. “Ah, pues vendré”, digo yo.

Carles Gaig con las gambas. ©TNBP

Así que, a las ocho, me voy al Petit Comitè, al Passatge de la Concepció, número 13. Este restaurante fue fundado por Fermí Puig en 2008. Después, se encargó Nandu Jubany (que había trabajado en el restaurante de Horta de Gaig) y ahora es Gaig quien se ha quedado al timón. Son tres cocineros importantísimos y queridísimos. En Barcelona un lugar como éste es imprescindible y, de hecho, ver su funcionamiento, a toda máquina, es un placer sólo superado si te quedas a cenar. Gaig, arriba y abajo, con el delantal, y todos los cocineros, poniendo los cinco sentidos en cada cazuela. Y el alma del lugar, Fina, que no para (me gustaría saber cuántos kilómetros hace al cabo de un servicio) con la libreta, aconsejando, y, sobre todo, sonriendo muy francamente, sin poder evitarlo, cuando le piden los platos, con una sonrisa (estoy segura) que es la anticipación del placer de los comensales. Cuando alguien que viene por primera vez al restaurante pide, por ejemplo, la croqueta, ella debe pensar lo mismo que pensamos nosotros si alguien se dispone, por primera vez, a escuchar una canción de Los Beatles.

El restaurante está lleno de gente muy diversa. Extranjeros que hacen fotos, pero también mesas de negocios o una pareja que claramente viene a celebrar un cumpleaños. Aquí se viene a disfrutar de la tradición y, por tanto, de la modernidad. Entro en la cocina y veo la bandeja de mimbre, maravillosa, de las gambas, que acaban de llegar. Hay aplausos entre el personal de la cocina. Qué maravilla, qué alegría ese extraño fruto del mar, el producto por excelencia, que evoca fiesta y lujo, pero también sencillez. “Las haré a la plancha, sólo con sal”, dice él. Trago saliva. Realmente se me hace la boca agua. La actividad en la cocina no para. “Macarrones del cardenal, ¡al pase!”, dice alguien.

Son uno de los platos que han acompañado toda la vida a Carles Gaig y, si un día van al restaurante, deben pedirlos, porque tienen todos los gustos. Claro que también deberían pedir el canelón. Carles empezó a hacer de cocinero en serio cuando volvió de la mili, en los años setenta, pero siempre había ayudado a su madre a hacer la farsa de los canelones (viene de familia de cocineros) y estoy segura de que es esta experiencia, transmitida, y que habrá transmitido a la hija (ahora en Singapur) la que hace que sus canelones no tengan rival. Me gusta mucho que la palabra farsa sirva para dos cosas tan conectadas: el teatro y la cocina. Quiere decir “relleno”, claro, y esto nos demuestra que el relleno debe tener, siempre, toda la importancia. Veo pasar platos de buñuelos, veo pedir fricandó, y sonrío, porque un fricandó normal no es difícil de hacer, pero un fricandó inmortal, mucho, y aquí el fricandó es inmortal. Por aquí y por allí veo pequeñas cazuelitas de cobre, con el babá al ron, que arden, con llamas azules y festivas. Qué fiesta, qué gran fiesta, este restaurante.

Miro, de nuevo, a Fina, haciendo de jefa de sala. En mi cabeza suena rock and roll, mientras la veo trabajar, pasárselo tan bien trabajando. Supongo que por eso está tan guapa. “Oye…”, balbuceo. “¿No tendrías una mesa?”. Y como me dice que sí, pienso que cuando venga a tomarme nota, le diré: “Cenaré lo que tú me ordenes”. Y ella sonreirá, anticipando la felicidad que me espera.

Los famosos macarrones del cardenal. ©Miquel Coll