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todos nos ha pasado alguna vez, a menudo cuando paseamos sin prisa: de repente hemos topado con un desvío desconocido, hemos encontrado un portal que parece esconder un callejón y, ante la promesa de una travesía nueva, hemos alterado nuestra ruta y le hemos dado una oportunidad. Y al adentrarnos en uno de estos pasajes, hemos reencontrado aquella sensación de descubrimiento y de aventura, porque no sabemos dónde nos llevará aquella callejuela, ni si aquello es público o privado, ni si esa travesía secreta acabará en un callejón sin salida o en un atajo.
Si el desvío acaba en un callejón sin salida, volveremos sobre nuestros pasos, decepcionados pero contentos de haber descubierto un paraje secreto, un pequeño rincón de la ciudad para el disfrute de la comunidad que vive allí, los propietarios de un pequeño oasis particular donde los niños pueden jugar con la libertad de las plazas de antes.
Y si el pasaje que hemos cogido improvisadamente tiene una salida, pasaremos a ser transeúntes cómplices e incorporaremos este atajo a nuestras rutas habituales. Poco a poco, iremos descubriendo qué tipo de familias viven ahí y, a partir de entonces, siempre que pasemos recordaremos la incertidumbre del día del descubrimiento.
Según el diccionario, un pasaje es una «calle corta, galería entre dos calles, reservada a quien va a pie». Esta definición coincide con una de las que da Jorge Carrión, uno de nuestros máximos expertos en este tipo de travesías, que recurrió decenas mientras escribía Barcelona: Llibre dels passatges. «En cada pasaje hay la afirmación o la negación de toda la ciudad», asegura él: si la ciudad son peatones y coches, velocidad y tráfico, caos y jaleo, el pasaje sería todo lo contrario, un espacio que ignora el presente y se convierte en una burbuja donde el tiempo se detiene.
En Barcelona tenemos algún pasaje a la europea, tan bonito que podrías pasar horas en él, embelesado con los vitrales y las cenefas. El pasaje de la Pau, al final de Las Ramblas, sería un ejemplo a escala, mucho menos fastuoso, claro está, que las galerías parisinas o las Vittorio Emanuele de Milán. Pero también tenemos la otra cara de la moneda, los pasajes industriales. Son aquellas callejuelas de los barrios textiles –en el Vallès las llamábamos estades– que albergaban decenas de habitaciones a ambos lados del camino y donde se alojaban familias enteras, a menudo en condiciones infrahumanas, en aquellas décadas en que nos parecíamos más a Calcuta que a París.
De hecho, podríamos reconstruir la historia de Barcelona a través de sus pasajes. Desde estas callejuelas –quedan algunas en el Poblenou– hasta los pasajes de torres para el veraneo de la burguesía barcelonesa que todavía se mantienen en el Farró, en el corazón de Sant Gervasi, como el pasaje Mulet o el de Sant Felip, que cada noche se cierra con llave para que los vecinos duerman tranquilos. En una casa con el mismo olor a jazmín, unas calles más arriba, creció Mercè Rodoreda.
Pero aún hay más: los pasajes del barrio chino, como el Bernardí Martorell, todavía remiten a la oscuridad, las meadas y los condones de décadas atrás, cuando las casas de gomas del barrio se anunciaban con eslóganes como «gaste un real y se ahorrará mil». Alejados del centro, tenemos pasajes que explican el chabolismo y la autoconstrucción del Carmel o Ciutat Meridiana, aún sin asfaltar, y finalmente, si volvemos al meollo, tenemos los pasajes junto al Palau de la Música, como el de Sert o el de las Manufacturas, que en cierta manera explican la Barcelona del futuro: con restaurantes veganos, cafés hipsters, espacios de coworking y riadas de turistas.