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as calles de Londres, como las de muchas ciudades europeas, atesoran en su callejero y distribución trazas y pistas de su dilatada historia. Bajando por Fleet Street (donde antes se concentraban las grandes cabeceras de la prensa londinense), a la altura de Chancery Lane, llegando ya a la zona donde al término de la City, se encuentra una curiosa capilla circular, Temple Church, consagrada en 1185 por la orden de los templarios, pero también primer banco de Londres. Explorar los orígenes de los templarios es también explorar los orígenes de la Banca.
En su origen los templarios, los mismos que salen en la fantasiosa novela de Dan Brown El Código Da Vinci, fueron una orden religiosa que surge después de la primera cruzada (1099) para proteger a los peregrinos que entonces empezaron a ir a visitar Jerusalén desde todas las partes de Europa. Se trataba de una peregrinación de enjundia que exigía no poca financiación y que implicaba no pocos riesgos. Para mitigar estos riesgos, los templarios fueron desarrollando una potente red de, digamos, sucursales por Europa, -por ejemplo, en Londres, la Temple Church–, donde los peregrinos podían depositar los fondos para su aventura a cambio de una carta de crédito que les permitía el correspondiente desembolso de los mismos en cualquiera de las otras, digamos, oficinas.
Se trataba de un sistema de dinero volante que ya se había desarrollado antes en las dinastías chinas, aunque allí bajo tutela estatal. El corporate governance de la Orden del Temple era mucho más complejo: se trataba de un banco privado, propiedad del Papa, entonces en permanentes luchas y alianzas con los demás poderes terrenales de Europa, y gestionado por una orden que había hecho voto de pobreza. Una especie de Goldman Sachs de la época medieval, pero gestionado como si fuera un Monte de Piedad.
Los servicios financieros ofrecidos por los templarios no quedarán allí. Siendo depositarios de ingentes cantidades de ahorro en custodia, solo fue cuestión de tiempo que se lanzasen a la empresa del crédito y la gestión del riesgo, una actividad que les otorgó un gran poder. Hasta su disolución en 1312, Jerusalén había caído un poco antes (1244), la Orden del Temple era la principal entidad financiera del mundo, una gran multinacional que concentró muchísima y valiosísima información de reyes, príncipes, aristócratas y ricos miembros del clero.
Su desaparición, no exenta como se sabe de teorías conspirativas varias, dejó un gran vacío en Europa para un servicio que empezaba a ser imprescindible ya no tanto para asegurar el efectivo en grandes viajes, que también, sino para facilitar el pago en transacciones internacionales. Este vacío se cubrió en clave local, con entidades que daban crédito en sus respectivas áreas de influencia.
La siguiente innovación que asentó las bases del sistema bancario internacional sería la aparición y consolidación de la Letra de Cambio. La letra de cambio, de la que se tiene documentación de su consolidación por toda Europa ya en el siglo XVI, era un pagaré estandarizado con valor delante de cualquier entidad bancaria. Hasta entonces, cada banco emitía sus propios pagarés que solo podían desembolsarse en sus sucursales, o bancos, donde se operaban este tipo de operaciones cambiarias (de ahí también el nombre). Sin embargo, la letra de cambio, emitida en ecu de marc, permitía a los comerciantes ser tenedores de un sello de solvencia con el que podían comerciar por una amplia red de entidades financieras. De esta forma, un comerciante de Barcelona podía obtener financiación en Florencia descontando sus letras.
Como sucedía en la época de los templarios, la clave en el valor de la actividad bancaria era la información: en saber identificar a los comerciantes solventes y compartir de manera segura esta información, lo que permitía extraer economías de red a cada uno de los nodos de igual manera que sucede con las tarjetas de crédito, cuyo valor descansa en que sean aceptadas en un mayor número de establecimientos.
Los orígenes de la banca fueron también una época de mayor ortodoxia y orden moral a la hora de saldar las deudas. Ilustrativo es el caso del rey Felipe IV de Francia, que debía enormes cantidades de dinero a la Orden del Temple, unas deudas que ésta se negó a condonar. Enfadado, el Rey conspiró con el Papa, también receloso del poder que habían acumulado los templarios, que disolvió la orden dejando a los otrora protectores de la Ciudad Santa a su suerte. Los templarios fueron arrestados y obligados a declarar cualquier pecado que les condenara delante de la Inquisición mientras su Gran Maestre (y antiguo CEO), Jacques de Molay, fue quemado en público en Paris, al lado, precisamente, de la que hoy es la parada de metro Temple de París. La banca en tiempos de los templarios, que no contaron nunca con un prestamista de última instancia, se caracterizó por su estabilidad y solvencia, manteniendo siempre una sana distancia con el poder político, lejos del pacto tácito de socorros mutuos inevitable en el modelo actual de banca apalancada sobre un sistema de dinero fiduciario. Y quizás la gran lección histórica de su trayectoria es la de no tener nunca grandes deudores en el balance, menos si son poderosos.
Imágenes destacadas:
1. Temple Church, Londres. Foto de John McKenna / Alamy Stock Photo.
2. Jacques de Molay anunciando su inocencia, alrededor del 1500. Autor desconocido