“Vengo de una familia de mujeres artistas. Mi madre y mis dos tías eran bailarinas del Teatro Argentino y llegaron a actuar en El Molino. Al ser la mía una familia monoparental, en mi infancia me quedaba mucho tiempo con mi abuela y, ya entonces, ella me hacía cantar un repertorio ¡que iba desde Whitney Houston hasta Rocío Jurado!”.
Mientras comparte este recuerdo, Atenea Carter ríe con una amplitud contagiosa, tras su entrada en el Bar, al ritmo sincopado del It runs through me de Tom Misch, acompañada por su perrita, Aretha, que husmea ahora por los aledaños de la barra a ver si algo cae que aplaque su interminable apetito canino.
“Soy cantante de Jazz y vocal coach —prosigue la parroquiana, degustando un vermú negro—. Hasta ahora he puesto mi voz al servicio de varios proyectos musicales aquí en Barcelona, pero ninguno de esos proyectos era totalmente mío… Hasta ahora”.
— Esto suena a un gran paso a punto de ser dado…
— Sí, siento que es el momento de hacer cosas mías, algo propio. Precisamente, acabo de montar mi banda, somos ocho músicos, amigos todos, y los temas son míos.
Una aventura que está cerca de concretarse en la incipiente grabación de un disco, “con Renato Paolo a la producción”, y que responde a la necesidad de “hacer algo más tranquilo, más soulful, un repertorio más íntimo, porque algo que me gusta mucho en esta vida es la intimidad”.
Ha sido un camino largo y con curvas, desde aquellas tardes en que, siendo ella niña, la abuela disfrazaba a Atenea para que cantara. Y hay raíces que no se pueden obviar y que acaban definiendo a la persona y su arte: “Mi familia tiene mucho que ver con mi noción de que, cuando me subo a un escenario, estoy al servicio del público. Mi abuela me decía que, expreses lo que expreses, tienes la responsabilidad de deberte al público. Su frase era que el artista que vale es el que sirve”. Y, claramente, no cayó en saco roto.
Lo que se aprende sobre las tablas
Puede que a la cantante le haya sido beneficioso el haberse formado en el oficio de actuar sobre las tablas de forma autodidacta. “Lo que he aprendido de jazz, lo he aprendido en jam sessions y ensayando y escuchando. No me he podido permitir cursar escuelas como el ESMUC”. Y tal vez eso haya incidido en una forma de encarar el canto técnica, pero libérrima, libre de encorsetamientos, donde el fondo sale a flote y la verdadera soulfulness, la verdadera intensidad, se libera en la atmósfera.
“Durante nueve años estuve en un dúo, Another Way, con el que hacíamos un repertorio pop soul y con el que aprendí mucho. Pero un día aquello se terminó, lo que me obligó a hacer las cosas por mí misma. Ahí me di cuenta de que yo era mucho más capaz de lo que me pensaba. Hacía muchos conciertos sola, con voz y teclado” y aquello, claro, la curtió hasta el punto de que el músico gerundense, Ireneu Grosset, conocido por su trayectoria con The Pepper Pots, se fijó en ella para que asumiera el papel de frontwoman en su proyecto The Mighty Might, con los que llegó a grabar un disco.
“Estoy muy orgullosa de haberme sabido adaptar a lo que me ha ido viniendo y que me ha hecho aprender mucho”, remata la parroquiana, que combina su nueva banda y repertorio con las sesiones de conciertos a la luz de las velas, Candelight Sessions —donde se mide con el repertorio y el alma de la gigantesca Nina Simone— y con “clases de vocal coaching que, espero, en breve pueda ampliar en una escuela online de técnica vocal que estoy montando”.
El efecto balsámico del Jamboree
“Mi relación con Barcelona es la de una muy bonita infancia y de mucha música, sobre todo en lo que respecta al Jamboree. Y, aunque hace once años que vivo en Terrassa y que la adoro, mi idea es volver algún día a la ciudad, porque tener tan a mano una oferta cultural tan grande me puede nutrir mucho como artista”.
La mirada de Atenea Carter se torna algo pensativa, entonces, tropezando con un recuerdo emocionalmente delicado: “El año pasado pasé por estados depresivos al juntarse varios duelos y problemas personales. Pues bien, si algo contribuyó a sentirme mejor fueron las jams del Jamboree, donde conocí a personas que han acabado siendo compañeros de concierto. Aquellas sesiones me dieron mucha luz en medio de aquella oscuridad”. Un episodio elocuente, a la hora de definir el vínculo de la artista con una cartografía musical urbana de la que, eso sí, le duele ”ver todavía a tan poca gente afrodescendiente en conciertos, sobre todo en salas de cierto standing. Síntoma de un gran brecha social y económica y de cierto clasismo que me apena mucho”.
Un aspecto al que se suma la escasa sensación de seguridad. “A diferencia de Terrassa, como mujer no me siento segura en las calles de Barcelona. Por ejemplo, cada vez que voy de bolo o de jam session, tengo que montarme una estrategia para no andar mucho sola. Y más a según qué horas”, sentencia apurando su vermú.
— La verdad es que, ante según qué problemas, cuesta mucho no hacerse mala sangre.
— Oye, ya que hablas de sangre, ¿puedo hacer una reivindicación, aquí a pie de barra?
— Claro, la barra es tuya y el paisanaje te escucha.
–Pues mira, decir que tengo anemia falciforme, una enfermedad crónica y minoritaria que se deriva de una mutación genética de la sangre de origen africano. ¡Así que animo a todo el mundo a donar sangre!
Y Aretha subraya esto último con un ladrido, también para que el personal no se olvide de su apetito, que ahí sigue.