Museu Art Prohibit
El Museo de Arte Prohibido ha abierto sus puertas en la Casa Garriga Nogués. © Joel Codina

El arte prohibido confiesa y acusa

La inauguración del Museu de l’Art Prohibit de Barcelona es seguramente el evento que más puede reconciliar al público de la ciudad con el arte contemporáneo, mucho más que otras franquicias creadas últimamente. Barcelona comienza a despertar a su tiempo, en temas de arte, y este museo no será la única muestra de ello. Pero sí es, como experiencia, de las más originales y locas que podían imaginarse guardando un criterio de altísima calidad.

Uno se pregunta, como nos explica Tatxo Benet durante la visita guiada, si las obras que escandalizan en verdad escandalizan menos cuando se encuentran acompañadas de otras obras-escándalo. Es decir: si te ofende ver un vídeo de una mujer simulando felaciones a un plátano o a una salchicha (Natalia LL, Consumer Art, 1973, censurado en el Museo Nacional de Varsovia) quizá deje de ofenderte si, bien cerca, tienes un Jesucristo pintado de Ronald McDonald (McJesus, Jani Leinonen, que enervó a la minoría cristiana en Israel) o una masturbación femenina cubierta por el Éxtasis de Santa Teresa de Bernini y dibujada en bolígrafo (Juan Francisco Casas, O( H)ROMAo(H)MORTE, controvertida en Madrid y en Roma).

Todas juntas se hacen compañía, se equilibran, se perdonan. Todas juntas quedan expiadas y salvadas de su pecado por Tatxo, un loco del tema que llevaba tiempo buscando espacio, y que lo ha encontrado en la Casa Garriga Nogués. La primera vez que entré, hace demasiados años, allí estaba la editorial Proa. Ahora el edificio de insporación modernista acoge más de 200 obras que, combinadas con el espacio de vidrieras coloreadas y techos retorcidos, se dignifican doblemente. Un altar, un retablo, un confesionario. Sí, una galería de los infiernos con todos sus pecados capitales.

Es arriesgado, sí. La idea es tan poco común como sexy, tan temeraria como genuina y con un nivel de calidad artística excepcional. Una buena manera de entrar en el arte contemporáneo, más allá de las cuatro cosas básicas que se nos pueden intentar mostrar en la calle Montcada (una calle que Tatxo precisamente había explorado para llevar su museo), es ponerle un relato: cada una de estas obras tiene una historia, y tan importante (o impactante) es verlas como escucharlas. Saber qué les ha pasado, de dónde han tenido que ser retiradas, qué sangre se ha derramado por ellas o qué cargo han costado (en el caso de La bèstia del sobirà presente en el museo, ver al rey de España sodomizado costó el cargo de Bartomeu Marí al frente del MACBA). Al igual que mucha gente se acerca a la música clásica pensando en el relato, en la historia, en cómo se entendía el mundo en el siglo XIX y qué quería decir aquel autor haciendo esa obra y no otra, una buena manera de acercarse cese a un arte tan ecléctico ya veces difícil como el contemporáneo es escuchando su versión de la historia. Su vida. Estas obras no sólo confiesan pecados sino que, sobre todo, acusan.

La pieza favorita del anfitrión es una serie de alfombras de oración con zapatos de tacón (Silence rouge et bleu, de Zoulikha Bouabdellah) que hace caer de espaldas. Saddam Huseein en formol evocando una obra de Damienl Hirst (Shark, de David Cerny), Franco en una máquina dispensadora de coca-colas, hostias reconsagradas formando la palabra “Pederastia”, Caprichos poco caprichosos y muy oscurecientes de Goya, el Mao de Warhol, orgías picassianas… la selección y la disposición hecha por Carles Guerra, director artístico del museo, junto con el sentido de experiencia visual que tiene la fábrica Mediapro, elevan la visita al nivel de must internacional y conforman un regusto final de orgullo, de placer estético y de transgresión a la vez. Y, aparte, nos indica que tenemos gente con talento, dinero y locura suficiente como para poner en el corazón de la ciudad el reclamo más innovador de los últimos tiempos en arte contemporáneo quizás en todo el mundo. Sales aplaudiendo con las orejas y diciendo gracias. Gracias, pues. Y aplausos.