Después de Gaudí, viene Turner. El Museu Nacional d’Art de Catalunya (MNAC) está dejando atrás la pandemia con grandes muestras que ahondan en figuras mayúsculas y universales. Y, además, lo hace en colaboración con museos de la talla del Musée Orsay —donde actualmente se está exponiendo la exhaustiva muestra sobre el arquitecto barcelonés más internacional—, y de la Tate. De la mano de la galería británica, el MNAC ha configurado Turner: La luz es color, una exposición que se podrá visitar hasta el 11 de septiembre y que evidencia la fascinación de Joseph Mallord William Turner (1775-1851) por la naturaleza y los fenómenos meteorológicos y atmosféricos a través de un centenar de pinturas, acuarelas, dibujos y grabados. Esta proyección internacional seguirá en verano con la obra del boloñés Carracci, que vendrá del Museo del Prado y luego seguirá su gira en el Palazzo Barberini.
Turner: La luz es color se trata de la primera exposición que el MNAC le dedica al paisajista por excelencia, un artista que se ha dejado ver poco por Barcelona y solo ha venido en un par de ocasiones de la mano de la Fundación La Caixa. Pese a ello, el museo no le ha dedicado una muestra ni cronológica ni retrospectiva, remarca su director, Pepe Serra, sino que ha ideado un paseo inmersivo por su obra a través de diferentes ámbitos temáticos, como la memoria, la escena o la atmosfera, y abarcando desde sus inicios en la década de 1790 hasta finales de los años 1840.
“Esta exposición quiere reivindicar a Turner como un pintor de la naturaleza y sus elementos, pero, sobre todo, como el gran pintor de la luz”, defiende su comisario, David Blayney Brown, antiguo conservador jefe de Arte Histórico Británico de la Tate. Interesado en los efectos que tiene la luz, que puede crear cualquier cosa y, al mismo tiempo, hacerla desaparecer, sus protagonistas recurrentes fueron elementos como los primeros rayos de sol, nubes en movimiento, tormentas, olas que rompen con fuerza, arco iris que emergen tras un temporal o la bruma. También reflejó los efectos de la incipiente industrialización, con el vapor, el humo y la contaminación ensuciando el cielo, como se ve en Espigón, con un barco de vapor en el mar a lo lejos. Y, entre tanto paisaje, sorprende su cariño por Venecia, con diferentes aproximaciones que ponen en valor su vivacidad.
Su devoción por la luz también se traducía en una fascinación por la oscuridad. “No hay luz sin oscuridad”, recuerda Brown. Por ello, una de las salas de la exposición está dedicada a sus cuadros y bocetos menos lumínicos, como Lago Buttermere, con parte de Cromackwater, Cumberland, un chaparrón. Pese a esta debilidad, el sol fue siempre su gran protagonista y sirve como final para la exposición, formada por cinco óleos. Algunos estudiosos han interpretado su representación de la gran estrella como autorretratos.
La muestra rescata algunos de los esbozos que el artista utilizó para recordar lo vivido y experimentar con nuevas técnicas, material privado que donó al morir al Gobierno británico y que no esperaba que fuera visto ni analizado en un futuro. Los bocetos se combinan inéditamente con obras acabadas, una mezcla que permite mostrar cuál era el proceso creativo que seguía, así como ahondar en su faceta más privada y contrastarla con la pública. Pese a sentir devoción por cualquier fenómeno exterior, el británico armaba sus obras desde el estudio, a diferencia de los pintores impresionistas, recordando lo que había visto. Para hacerlo, recurría a los dibujos, bocetos y acuarelas que realizaba al aire libre en sus múltiples viajes por Reino Unido y Europa, experiencias complementadas con sus conocimientos sobre ciencias naturales o mitología.
Muchas veces, entre los esbozos y los cuadros finales, llegaban a pasar muchos años. Ese es el caso de cuatro estudios de color sobre un puente en Grenoble que cruza el río Isère, localidad que visitó por primera vez en 1802, pero para la que tardó 20 años en pintar la acuarela definitiva. Lo mismo pasa con La caída de una avalancha en los Grisones, una de las obras terminadas que se exponen en el MNAC. Este cuadro encuentra su origen en unos esbozos que hizo en el verano de 1802, pero acabó presentando ocho años más tarde. Además, en este caso, el soporte original, tomado en verano, se acaba viendo modificado para reflejar un fenómeno poco estival como una avalancha, muestra de la imaginación del pintor británico.
Aunque se le haya etiquetado posteriormente como un pintor impresionista o abstracto, Brown lo desmiente. Sí que fue un avanzado a su tiempo, elevando de categoría el paisajismo y aspirando a que sus pinturas fueran más allá, a diferencia de lo argüido por el abstractismo. “Los cuadros de Turner están llenos de significado y emoción, quería que sus paisajes se sintieran”, remarca el comisario. “Fue el Rothko del siglo XIX sin saberlo y puede que sin quererlo”, añade Serra. Para los que busquen algunas de sus obras más famosas, se tendrán que conformar con dos gravados que las reproducen, como el de Lluvia, vapor y velocidad o Tormenta de nieve.
La experiencia sensorial que propone Turner el MNAC la ha querido continuar tirando de fondo. La muestra El latido de la naturaleza continua el recorrido con una selección de 80 obras de su propia colección, fundamentalmente dibujos. Para sus comisarios, Francesc Quílez y Aleix Roig, la exposición establece un diálogo con el pintor británico y sigue rompiendo el tópico del género del paisaje. También permite descubrir en otro formato a artistas como Marià Fortuny y Baldomer Galofre, además de dar visibilidad a una colección casi desconocida. En esta segunda parte, la única pintora es Teresa Lostau. Ambas exposiciones, según detalla Serra, han tenido un coste de 850.000 euros.