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o hace tanto que todo lo referente a Internet se asociaba exclusivamente a cosas nuevas. Era una suerte de puerta a un nuevo paraíso terrenal: la revolución digital alumbraba un nuevo paradigma económico; un “mundo plano” de acceso abierto a la información que prometía robustecer las instituciones y el progreso en la medida de que tendríamos ciudadanos mejor informados. Algunos analistas como Moisés Naím teorizaron incluso sobre “el fin del poder”: se argumentaba que las fuerzas digitales implicaban la ineluctable descentralización de las anteriormente poderosas estructuras jerárquicas.
Lo cierto es que los años han ido pasando y muchas de las promesas con respecto a Internet se han ido quedando por el camino. En poco tiempo, Internet replicaba los patrones de distribución de poder e influencia del universo real que prometía el “mundo plano” que anunciaba Thomas Friedman. Lo que hemos observado es cómo cambiaban los actores, pero el guion de la obra era esencialmente el mismo en sus partes principales, con el agravante que en algunos casos las nuevas jerarquías digitales ejercen su influencia de forma mucho más velada.
Las redes sociales parecen abiertas, planas, democráticas, neutras políticamente, cuando en realidad nos estamos metiendo en una partida de cartas donde se juega con las cartas marcadas
Jaron Lanier, pionero del mundo digital y antiguo tecno-evangelista, vuelve al mundo editorial con el provocador libro Diez razones para borrar tus redes sociales de inmediato (DEBATE). El libro llega después de sus influyentes libros ¿Quién controla el futuro? y Contra el rebaño digital, donde el experto informático descubre algunas de las dinámicas más perversas que suceden detrás de la pantalla de nuestra Tablet o smartphone. Lanier, en 2011, ya empezó a alertar sobre el pasotismo digital y los peligros ocultos que hay tras la multitud de servicios, aparentemente, gratuitos –redes sociales incluidas–, de fácil acceso desde cualquier dispositivo. Lanier descubría la meta estructura de la red; una red en donde no todos los nodos son iguales, sino que unos son más iguales que otros: una concentración de la información en pocas manos que tiene su reflejo más claro en la valoración bursátil de los grandes gigantes tecnológicos, que cada vez tienen más peso dentro de los índices globales. Como ha advertido el profesor de Stanford Niall Ferguson en La torre y la plaza, que analiza nuestra historia reciente a través de la dialéctica entre poderes verticales y horizontales, las redes tienen la propiedad de ser disruptivas con los poderes jerárquicos para luego rápidamente transformarse también en torres.
Sin darnos cuenta, hemos dejado de ser usuarios libres para ser parte del producto. Y todo lo anterior de forma velada, de ahí el gran riesgo
Es debido a la existencia de elementos de control centralizado, al margen de la propia dinámica de la teoría de redes que hace que por defecto éstas nunca sean planas, hace que estas domestiquen comportamientos, exacerben nuestros sesgos cognitivos y, además, sean profundamente adictivas: las redes tienen un componente de gratificación instantánea, que las hace profundamente adictivas (lo explica bien Nicholas Carr en su fundamental libro Superficiales: ¿qué esta haciendo Internet con nuestras mentes?). Las redes sociales como Twitter, por ejemplo, generan la falsa ilusión de conocimiento y refuerzan nuestros sesgos ideológicos en la mediad en que únicamente replican lo que nos gustaría ver y oír. No se rigen por la verdad, ningún algoritmo tiene código ético; básicamente no se nos quiere más sabios o inteligentes sino que se busca maximizar el tráfico y el número de clics para rentabilizar los ingresos de publicidad.
En la era de del PC, argumenta Lanier, el usuario podía establecer sus propias normas, –sobre un sistema operativo podíamos descargarnos programas de forma controlada–. Se trataba de un modelo de distribución atomizada donde el usuario controlaba el flujo de información. Este poder queda diluido en la era de los dispositivos inteligentes donde ahora el usuario es una simple “sucursal” receptora de contenidos fácilmente manipulables desde un punto de control central. Las redes sociales y plataformas de distribución de contenido son el paroxismo de todo lo anterior. Se trata de aplicaciones que, a priori, parecen abiertas, planas, democráticas, neutras políticamente, cuando en realidad nos estamos metiendo en una partida de cartas donde se juega con las cartas marcadas y en donde el escándalo de Cambridge Analytica, que ha puesto de manifiesto el uso comercial de nuestros perfiles (rellenos a rebosar de información que antes no tenía ni nuestro psicólogo), solo es la punta del iceberg.
Sin darnos cuenta, hemos dejado de ser usuarios libres para ser parte del producto. Y todo lo anterior de forma velada; de ahí el gran riesgo. Lanier arguye hasta 10 poderosas razones para cerrar nuestra cuenta en las RRSS donde se incluyen:
- la pérdida de libertad
- el hecho de que las redes (como la televisión) básicamente nos hacen ser más idiotas
- vacían el contenido de lo que decimos
- nos hacen infelices
- debilitan nuestra capacidad de empatía, lo que a su vez hace imposible el debate político o aborrecen nuestra alma.
Quien les escribe ha de confesar que es un entusiasta de Twitter, no tanto de Facebook o Instragram, y si bien todavía no he clausurado mi perfil –al final el consumo responsable hace que hasta el alcohol o un buen puro puedan ser fuentes de placer–, les confieso que estoy en vías de cambiar mis hábitos digitales.