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En el ámbito educativo, se presentan a menudo las nuevas tecnologías como una solución mágica: una panacea que supuestamente sería capaz de resolver todos los problemas sin apenas coste ni dolor alguno. Desde una posición más realista, no solo debemos preguntarnos qué papel pueden representar esas nuevas tecnologías en el proceso de aprendizaje sino que, sobre todo, debemos valorar si las problemáticas características centrales de nuestra educación universitaria, lejos de ser resueltas de forma automática al aplicar nuevas tecnologías, constituyen el obstáculo principal para que podamos aprovechar las posibilidades que ofrecen. Si consideramos que la función primordial de la educación, en general, y de la universidad, en particular, es enseñar a pensar, corremos el riesgo de exagerar el efecto de las nuevas tecnologías como causa potencial de un cambio absolutamente radical o como factor importante para la solución de los problemas. Sospecho que, más bien, tendrán un impacto considerable solo en ciertas áreas, centradas en la mera adquisición de conocimientos y habilidades técnicas. En este sentido, no es casual que la formación online se esté desarrollando más en materias relacionadas con la programación informática o la contabilidad. Sin embargo, las nuevas tecnologías tendrán mucho menos impacto en el desarrollo intelectual del estudiante, entendido en un sentido más amplio, que incluya el aprender a pensar y a seleccionar y adquirir conocimiento.
Además, no tendrán impacto apreciable en otras dos funciones centrales de la universidad, como son el producir “señales” informativas para el mercado de trabajo y el favorecer el desarrollo de las habilidades sociales de los estudiantes. Por una parte, la eficacia de esas señales requiere una evaluación rigurosa que la educación a distancia y online suele tener dificultades para desarrollar. Por otra parte, la sociabilidad requiere el tipo de interacción que solo la educación presencial puede proporcionar con eficacia. La presencia e interacción personal puede hacerse incluso más necesaria en la medida en que en el futuro el individuo tienda a educarse más en soledad o mediante interacciones que estén mediadas en mayor medida por la tecnología. Es cierto, sin embargo, que las nuevas tecnologías favorecen una educación más “socrática”, en las que el tiempo de clase se dedique a discutir casos y problemas, más que a explicar un esquema conceptual o teórico. Cabe, por ello, esperar que veamos en los próximos años una evolución radical, “dando la vuelta a las clases” (flipping the classroom), de modo que se dedique la mayor parte del tiempo a la interacción y la discusión, mientras que las clases magistrales e incluso los exámenes queden relegados en buena medida al uso de vídeos y pruebas online.
No obstante, al estimar en qué grado, con qué probabilidad o en qué universidades se producirá este cambio, debemos considerar el escaso impacto que ha tenido en todo el mundo la tecnología del vídeo, así como que gran parte de dicha “vuelta” ya era posible, al menos, desde la invención de la imprenta. Entre nosotros, el fracaso del Plan Bolonia en cuanto a su tímido intento de dar la vuelta a las clases también ha sido notable. A falta de una evaluación rigurosa, cabe conjeturar que en muchos ámbitos su única consecuencia haya sido, además de encarecer la docencia, la de fragmentar los cursos y reducir tanto las horas de clase como, probablemente, los estándares de exigencia. Tras varios años de aplicación, en países como España o Francia la mayoría de las clases universitarias siguen siendo similares no ya a las que existían antes de Bolonia, sino antes de Gutenberg. Estos hechos deben alertarnos sobre la existencia de barreras mucho más importantes que las meramente tecnológicas. Sobre todo, la diferente mentalidad de los maestros y estudiantes latinos —¿o cabría quizá decir de los “culturalmente católicos”?—, más deseosos de transmitir y aprender “la verdad” que de discutir posibles verdades y aprender a pensar, elegir y construir una verdad por sí mismos. Las encuestas indican que para un buen número de universitarios españoles, de todo tipo de ideologías, el profesor ideal se parece a un catequista que transmita una verdad incuestionable que el estudiante se limita a aprender. Este estudiante, que exhibe una notable aversión al riesgo, desea que el tiempo de clase se dedique a introducir la disciplina, en vez de a discutirla; además, apenas participa en las discusiones de clase, una participación que, por cierto, detesta que el profesor valore al calificar el curso; y que, por último, suele preparar los exámenes utilizando como fuente primordial los apuntes de clase.
Por ello no debe sorprendernos que incluso aquellos estudiantes con un rendimiento académico aceptable tengan serias dificultades para procesar textos escritos de cierta extensión. Les cuesta también formarse su propia opinión, desarrollar y defender argumentos o criticar los de los demás. Lógicamente, les resulta muy difícil participar en clase y, en general, expresar su opinión. El motivo no es una dificultad para expresarse sino que en esos temas carecen de opinión. Lo pone bien de relieve el hecho de que esos mismos estudiantes que se muestran incapaces de opinar en clase se muestran muy expresivos y argumentan con gran eficacia cuando, por los motivos más diversos, solicitan un trato especial respecto al resto de la clase o, aún más, cuando acuden a “revisar” su examen —esto es, a renegociar su nota con el profesor—. Son, por tanto, muy buenos negociadores y exhiben gran capacidad para racionalizar su conducta. No padecen, en mi opinión, un déficit expresivo sino formativo. Años de educación en la renegociación de las reglas con sus padres les ha entrenado para renegociarlo todo a su favor. Años de empollar apuntes no les ha entrenado para seleccionar y adquirir información con vistas a formarse su propia opinión acerca de la realidad. Son buenos manipuladores pero malos analistas. En este sentido, al valorar cómo ejerce su función la universidad, quizá el déficit más grave surge al aplicar a casos reales la teoría que esos estudiantes han aprobado en los exámenes. Cuando se les confronta con un problema real, lo suelen estudiar y analizar con los mismos instrumentos que hubieran utilizado antes de entrar en la universidad. De modo que, para estudiarlo, acumulan de forma acrítica datos de prensa y, crecientemente, de internet; mientras que, para analizarlo, no suelen emplear más recurso que su sentido común.
Este modelo es quizá tanto más nocivo cuanto menos científica sea la disciplina correspondiente, y, como consecuencia, más necesario sería contar con una visión abierta y menos dogmática. Sospecho que es este el caso tanto de la economía como de la administración y dirección de empresas. Resulta penoso observar a buenos estudiantes de último curso que, cuando confrontan problemas económicos —por ejemplo, la escasez o el coste de un determinado bien o servicio— carecen de la actitud y aptitud necesarias para empezar a pensarlos desde la economía, preguntándose —por ejemplo— cuáles son los precios o los costes de oportunidad. Y sucede algo similar cuando estudiantes de ADE confrontan casos empresariales y directivos. Nada hay más frustrante que ver cómo, al abordar estas situaciones reales, muchos licenciados con buenas calificaciones son incapaces de emplear los instrumentos analíticos que han demostrado dominar en varias docenas de exámenes, especialmente aquellos con respuestas “recuadrables”.
Todo ello sucede pese a que parece claro que son cada vez más necesarios los métodos de docencia socrática, aquella en la que el alumno estudie los materiales antes de las clases y estas se empleen ante todo para explorar, aplicar y discutir. Es así porque hace que el estudiante no solo trabaje sino que trabaje de forma diferente. Si el método funciona, debe ayudarle a llenar déficits comunes en su madurez, tanto en el plano técnico como intelectual. En lo técnico, debe hacerle más capaz de procesar grandes volúmenes de información para “adquirir” con discernimiento aquella información que sea más valiosa, así como de exponer sus ideas por escrito y en público. En el plano intelectual, el método debe favorecer que el estudiante sea más capaz de formarse una opinión propia, en vez de aprender recetas probablemente anticuadas, y, lo que es esencial, que esté en mejores condiciones para aplicar los conocimientos teóricos al enfrentarse con problemas reales.
Hay aquí una lección mucho más general: el cambio tecnológico abre oportunidades pero solo se beneficia de ellas quien tiene las condiciones y hace el esfuerzo adecuado. Por ejemplo, los cursos online hacen posible cambiar radicalmente la docencia universitaria. Hace ya años que Harvard Business School subcontrató online la enseñanza de sus cursos de contabilidad —relativamente mecánicos— a la vez que tanto la propia Universidad de Harvard como el Instituto de Tecnología de Massachussetts invertían una cantidad ingente de recursos para desarrollar otros cursos online. Otras universidades, como las españolas, están apenas empezando a hacerlo, y de forma poco más que testimonial. Similarmente, muchos de esos cursos son gratuitos y accesibles. Esta disponibilidad permite que aquellos estudiantes de todo el mundo dispuestos a estudiar tengan por primera vez acceso directo a los mejores profesores y puedan prepararse concienzudamente.
Por todo ello, es previsible que desaparezca muy pronto la ventaja comparativa de la que aún gozan nuestros jóvenes respecto a los del Tercer Mundo. El licenciado español que haya estudiado los métodos estadísticos utilizados para manejar, digamos Big Data, habrá de competir con estudiantes de todo el mundo que lo hayan estudiado en la selva online. De hecho, ya está pasando. Conviene precisar una cautela adicional acerca de la socorrida excusa de que los jóvenes están preparados porque saben usar sus móviles y ordenadores. Hace pocas semanas, un prominente político español confesaba que sus hijos, aún niños, le daban “mil vueltas en el uso de las nuevas tecnologías”. Grave error. Es una confusión muy extendida en nuestro país ésta de considerar que los jóvenes ya están adaptados a las tecnologías de la información por ser capaces de usar con maestría teléfonos, tabletas y ordenadores, como si supieran programar o, al menos, buscar información selectivamente. En realidad, muchos de ellos —¿quizá la mayoría?— los usa, en esencia, para practicar el viejo vicio del cotilleo mediante redes sociales. Cuando, además, dedican a esa actividad una parte sustancial de su tiempo, se trata, por el contrario, de un caso de “mala adaptación” en el sentido de la biología evolutiva. Mala adaptación porque la tecnología captura la voluntad de esos jóvenes en contra de su interés a largo plazo y los convierte en adictos. Empieza a ser un problema grave esa adicción al estímulo constante y la comunicación permanente de información inútil, pero cuyo consumo resulta placentero a corto plazo por la presencia de instintos atávicos mal adaptados al mundo actual. Confirman la importancia del asunto las quejas crecientes de los mandos intermedios por la incapacidad de los jóvenes graduados para concentrar su esfuerzo de forma continuada. Por tanto, la excusa es tan socorrida como infundada.
En el ámbito educativo, se presentan a menudo las nuevas tecnologías como una solución mágica: una panacea que supuestamente sería capaz de resolver todos los problemas sin apenas coste ni dolor alguno. Desde una posición más realista, no solo debemos preguntarnos qué papel pueden representar esas nuevas tecnologías en el proceso de aprendizaje sino que, sobre todo, debemos valorar si las problemáticas características centrales de nuestra educación universitaria, lejos de ser resueltas de forma automática al aplicar nuevas tecnologías, constituyen el obstáculo principal para que podamos aprovechar las posibilidades que ofrecen. Si consideramos que la función primordial de la educación, en general, y de la universidad, en particular, es enseñar a pensar, corremos el riesgo de exagerar el efecto de las nuevas tecnologías como causa potencial de un cambio absolutamente radical o como factor importante para la solución de los problemas. Sospecho que, más bien, tendrán un impacto considerable solo en ciertas áreas, centradas en la mera adquisición de conocimientos y habilidades técnicas. En este sentido, no es casual que la formación online se esté desarrollando más en materias relacionadas con la programación informática o la contabilidad. Sin embargo, las nuevas tecnologías tendrán mucho menos impacto en el desarrollo intelectual del estudiante, entendido en un sentido más amplio, que incluya el aprender a pensar y a seleccionar y adquirir conocimiento.
Además, no tendrán impacto apreciable en otras dos funciones centrales de la universidad, como son el producir “señales” informativas para el mercado de trabajo y el favorecer el desarrollo de las habilidades sociales de los estudiantes. Por una parte, la eficacia de esas señales requiere una evaluación rigurosa que la educación a distancia y online suele tener dificultades para desarrollar. Por otra parte, la sociabilidad requiere el tipo de interacción que solo la educación presencial puede proporcionar con eficacia. La presencia e interacción personal puede hacerse incluso más necesaria en la medida en que en el futuro el individuo tienda a educarse más en soledad o mediante interacciones que estén mediadas en mayor medida por la tecnología. Es cierto, sin embargo, que las nuevas tecnologías favorecen una educación más “socrática”, en las que el tiempo de clase se dedique a discutir casos y problemas, más que a explicar un esquema conceptual o teórico. Cabe, por ello, esperar que veamos en los próximos años una evolución radical, “dando la vuelta a las clases” (flipping the classroom), de modo que se dedique la mayor parte del tiempo a la interacción y la discusión, mientras que las clases magistrales e incluso los exámenes queden relegados en buena medida al uso de vídeos y pruebas online.
No obstante, al estimar en qué grado, con qué probabilidad o en qué universidades se producirá este cambio, debemos considerar el escaso impacto que ha tenido en todo el mundo la tecnología del vídeo, así como que gran parte de dicha “vuelta” ya era posible, al menos, desde la invención de la imprenta. Entre nosotros, el fracaso del Plan Bolonia en cuanto a su tímido intento de dar la vuelta a las clases también ha sido notable. A falta de una evaluación rigurosa, cabe conjeturar que en muchos ámbitos su única consecuencia haya sido, además de encarecer la docencia, la de fragmentar los cursos y reducir tanto las horas de clase como, probablemente, los estándares de exigencia. Tras varios años de aplicación, en países como España o Francia la mayoría de las clases universitarias siguen siendo similares no ya a las que existían antes de Bolonia, sino antes de Gutenberg. Estos hechos deben alertarnos sobre la existencia de barreras mucho más importantes que las meramente tecnológicas. Sobre todo, la diferente mentalidad de los maestros y estudiantes latinos —¿o cabría quizá decir de los “culturalmente católicos”?—, más deseosos de transmitir y aprender “la verdad” que de discutir posibles verdades y aprender a pensar, elegir y construir una verdad por sí mismos. Las encuestas indican que para un buen número de universitarios españoles, de todo tipo de ideologías, el profesor ideal se parece a un catequista que transmita una verdad incuestionable que el estudiante se limita a aprender. Este estudiante, que exhibe una notable aversión al riesgo, desea que el tiempo de clase se dedique a introducir la disciplina, en vez de a discutirla; además, apenas participa en las discusiones de clase, una participación que, por cierto, detesta que el profesor valore al calificar el curso; y que, por último, suele preparar los exámenes utilizando como fuente primordial los apuntes de clase.
Por ello no debe sorprendernos que incluso aquellos estudiantes con un rendimiento académico aceptable tengan serias dificultades para procesar textos escritos de cierta extensión. Les cuesta también formarse su propia opinión, desarrollar y defender argumentos o criticar los de los demás. Lógicamente, les resulta muy difícil participar en clase y, en general, expresar su opinión. El motivo no es una dificultad para expresarse sino que en esos temas carecen de opinión. Lo pone bien de relieve el hecho de que esos mismos estudiantes que se muestran incapaces de opinar en clase se muestran muy expresivos y argumentan con gran eficacia cuando, por los motivos más diversos, solicitan un trato especial respecto al resto de la clase o, aún más, cuando acuden a “revisar” su examen —esto es, a renegociar su nota con el profesor—. Son, por tanto, muy buenos negociadores y exhiben gran capacidad para racionalizar su conducta. No padecen, en mi opinión, un déficit expresivo sino formativo. Años de educación en la renegociación de las reglas con sus padres les ha entrenado para renegociarlo todo a su favor. Años de empollar apuntes no les ha entrenado para seleccionar y adquirir información con vistas a formarse su propia opinión acerca de la realidad. Son buenos manipuladores pero malos analistas. En este sentido, al valorar cómo ejerce su función la universidad, quizá el déficit más grave surge al aplicar a casos reales la teoría que esos estudiantes han aprobado en los exámenes. Cuando se les confronta con un problema real, lo suelen estudiar y analizar con los mismos instrumentos que hubieran utilizado antes de entrar en la universidad. De modo que, para estudiarlo, acumulan de forma acrítica datos de prensa y, crecientemente, de internet; mientras que, para analizarlo, no suelen emplear más recurso que su sentido común.
Este modelo es quizá tanto más nocivo cuanto menos científica sea la disciplina correspondiente, y, como consecuencia, más necesario sería contar con una visión abierta y menos dogmática. Sospecho que es este el caso tanto de la economía como de la administración y dirección de empresas. Resulta penoso observar a buenos estudiantes de último curso que, cuando confrontan problemas económicos —por ejemplo, la escasez o el coste de un determinado bien o servicio— carecen de la actitud y aptitud necesarias para empezar a pensarlos desde la economía, preguntándose —por ejemplo— cuáles son los precios o los costes de oportunidad. Y sucede algo similar cuando estudiantes de ADE confrontan casos empresariales y directivos. Nada hay más frustrante que ver cómo, al abordar estas situaciones reales, muchos licenciados con buenas calificaciones son incapaces de emplear los instrumentos analíticos que han demostrado dominar en varias docenas de exámenes, especialmente aquellos con respuestas “recuadrables”.
Todo ello sucede pese a que parece claro que son cada vez más necesarios los métodos de docencia socrática, aquella en la que el alumno estudie los materiales antes de las clases y estas se empleen ante todo para explorar, aplicar y discutir. Es así porque hace que el estudiante no solo trabaje sino que trabaje de forma diferente. Si el método funciona, debe ayudarle a llenar déficits comunes en su madurez, tanto en el plano técnico como intelectual. En lo técnico, debe hacerle más capaz de procesar grandes volúmenes de información para “adquirir” con discernimiento aquella información que sea más valiosa, así como de exponer sus ideas por escrito y en público. En el plano intelectual, el método debe favorecer que el estudiante sea más capaz de formarse una opinión propia, en vez de aprender recetas probablemente anticuadas, y, lo que es esencial, que esté en mejores condiciones para aplicar los conocimientos teóricos al enfrentarse con problemas reales.
Hay aquí una lección mucho más general: el cambio tecnológico abre oportunidades pero solo se beneficia de ellas quien tiene las condiciones y hace el esfuerzo adecuado. Por ejemplo, los cursos online hacen posible cambiar radicalmente la docencia universitaria. Hace ya años que Harvard Business School subcontrató online la enseñanza de sus cursos de contabilidad —relativamente mecánicos— a la vez que tanto la propia Universidad de Harvard como el Instituto de Tecnología de Massachussetts invertían una cantidad ingente de recursos para desarrollar otros cursos online. Otras universidades, como las españolas, están apenas empezando a hacerlo, y de forma poco más que testimonial. Similarmente, muchos de esos cursos son gratuitos y accesibles. Esta disponibilidad permite que aquellos estudiantes de todo el mundo dispuestos a estudiar tengan por primera vez acceso directo a los mejores profesores y puedan prepararse concienzudamente.
Por todo ello, es previsible que desaparezca muy pronto la ventaja comparativa de la que aún gozan nuestros jóvenes respecto a los del Tercer Mundo. El licenciado español que haya estudiado los métodos estadísticos utilizados para manejar, digamos Big Data, habrá de competir con estudiantes de todo el mundo que lo hayan estudiado en la selva online. De hecho, ya está pasando. Conviene precisar una cautela adicional acerca de la socorrida excusa de que los jóvenes están preparados porque saben usar sus móviles y ordenadores. Hace pocas semanas, un prominente político español confesaba que sus hijos, aún niños, le daban “mil vueltas en el uso de las nuevas tecnologías”. Grave error. Es una confusión muy extendida en nuestro país ésta de considerar que los jóvenes ya están adaptados a las tecnologías de la información por ser capaces de usar con maestría teléfonos, tabletas y ordenadores, como si supieran programar o, al menos, buscar información selectivamente. En realidad, muchos de ellos —¿quizá la mayoría?— los usa, en esencia, para practicar el viejo vicio del cotilleo mediante redes sociales. Cuando, además, dedican a esa actividad una parte sustancial de su tiempo, se trata, por el contrario, de un caso de “mala adaptación” en el sentido de la biología evolutiva. Mala adaptación porque la tecnología captura la voluntad de esos jóvenes en contra de su interés a largo plazo y los convierte en adictos. Empieza a ser un problema grave esa adicción al estímulo constante y la comunicación permanente de información inútil, pero cuyo consumo resulta placentero a corto plazo por la presencia de instintos atávicos mal adaptados al mundo actual. Confirman la importancia del asunto las quejas crecientes de los mandos intermedios por la incapacidad de los jóvenes graduados para concentrar su esfuerzo de forma continuada. Por tanto, la excusa es tan socorrida como infundada.