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El peligroso encanto de escribir en Barcelona

¿Qué gusta y qué cambiarían de la capital catalana los autores que trabajan o que han ambientado en ella algunos de sus libros? ¿Dónde acostumbran a escribir? ¿Trabajan conscientes de la fructífera tradición que los precede? Diez de los nombres más destacados de la actualidad cuentan otros interrogantes sobre la ciudad y su literatura

El espacio desde donde los escritores construyen sus libros termina filtrado con más preguntas que respuestas: el periodismo y la crónica viajan a plena luz del día, exhibiendo todos los detalles con una impudicia a veces cegadora; la narrativa, en cambio, esconde verdades — que quizás no dejan de ser mentiras— bajo los contornos amortiguados por una niebla espesa. Es una imagen gótica e intrigante, seguramente discutible. La ciudad, entendida como espectáculo o como sufrimiento diario, es escenario de un porcentaje importante de ficciones. Desde el nacimiento de la novela moderna, Barcelona ha llamado la atención a cientos de autores y aparece en una cantidad notable de textos que se han convertido icónicos, desde el Quijote hasta Vida privada, Mariona Rebull, La plaça del Diamant, Últimas tardes con Teresa y La magnitud de la tragèdia. Su presencia literaria deviene algo más inconmensurable año tras año.

Las novelas de Enrique Vila-Matas transcurren mayoritariamente en espacios urbanos. “Escribo ficción desde un espacio que acostumbran a ocupar sobre todo los ensayistas, desde un lugar donde se me ve tramando, pensando o escribiendo tras el avatar de un narrador —cuenta—. Dicho narrador siempre se encuentra en Barcelona, que es donde he escrito el 95% de toda mi producción literaria. Lo que pasa en mis libros puede ocurrir en cualquier lugar, porque ocurre en el interior de mi mente y, por tanto, incluso puede suceder en Barcelona”. En su última novela, Kassel no invita a la lógica (2014), su personaje se toma la estancia en el festival de arte contemporáneo alemán como una huida de su ciudad. “Es cierto que siempre he querido huir de Barcelona—admite—. Me siento menos solo y más cómodo y comprendido en París, Nueva York, México D.F. y Buenos Aires, por mencionar solo cuatro lugares donde esto es evidente. Pero me quedo, porque la mejor forma de huir es quedarse. Me pasa lo mismo que a las moscas. ¿Donde están más seguras? Junto al matamoscas”..

Vila-Matas, que ha ganado recientemente el premio de la Feria del Libro de Guadalajara, tiene un prestigio internacional incuestionable y podría llegar a conseguir el Premio Nobel de Literatura. Se le puede encontrar fácilmente en la librería +Bernat de la calle Buenos Aires, casi siempre acompañado de su mujer, Paula de Parma, a quien dedica todos los libros. Es uno de los escenarios donde transcurre la novela Aire de Dylan (2012). Cuando no está allí—o viajando— escribe desde casa. “Trabajo en el mismo bloque de pisos en que José Mallorquí escribió la serie de El coyote, novelas populares que llegaron a ser las más vendidas durante la posguerra”, recuerda.

14.10.2015, Barcelona
Enrique Vila-Matas, escritor, en la Librería Bernat.
Foto: Jordi Play

NOVELAS Y CIUDADES

Durante bastante tiempo, uno de los debates recurrentes en relación con la capital catalana era saber qué novela la había retratado con más precisión aunque, a menudo, en las conclusiones se mezclaban connotaciones políticas o incluso excusas comerciales. Sergi Pàmies ironizó sobre el tema en La gran novel·la sobre Barcelona (1999), un libro integrado por quince cuentos que suman 144 páginas. “Me parece que es un debate que no existe y que tampoco existía entonces —afirma—. Solo de vez en cuando aparecía alguien que lamentaba la ausencia de una gran novela sobre Barcelona. Sobre las razones por las que no hay debate, las teorías son múltiples, pero creo que no existe porque, tanto en castellano como en catalán, hay un montón de novelas y de novelistas que explicaron literariamente la ciudad de manera bastante digna para no insistir más en esta lata”.

Sergi Pàmies, escritor, en el Turó Park. foto: Jordi Play

Pàmies nació en París en 1960 y vivió en Gennevilliers —en la zona metropolitana de París— hasta los once años. Publicó su primer libro de cuentos en 1986, T’hauria de caure la cara de vergonya, donde predominan los espacios urbanos no localizables, al igual que ocurría en sus tres novelas, aparecidas entre 1990 y 1995, editadas por Jaume Vallcorba Plana. “Me parecía que sin nombre, sin biografía y sin lugar concreto, las historias permitían que todo ello transmitiera un sentimiento de desvalida intemperie—reconoce—. Más adelante, empecé a darme cuenta de que el esfuerzo de ocultar los detalles identificadores iba contra la historia y dejé de hacerlo en función de si era necesario o no”. Esta nueva estrategia narrativa se puede comprobar en libros como La bicicleta estàtica (2010) y Cançons d’amor i de pluja (2013), publicado el mismo año que Tot allò que una tarda morí amb les bicicletes, de Llucia Ramis. “La protagonista tiene que volver a casa de sus padres porque se ha quedado sin trabajo y no tiene dinero —recuerda la escritora y periodista, sobre el cambio forzado de escenario de la narradora: debe dejar Barcelona e instalarse temporalmente en Palma de Mallorca—. La burbuja sobre la que caminaba con cautela ha estallado, y ahora está en caída libre. Además, se da cuenta de que, por culpa de esa misma cautela, no ha construido nada, todo ha sido provisional durante demasiado tiempo y no ha contado nunca con un proyecto de futuro”. Llucia Ramis, además de escribir desde su habitación, lo ha hecho desde “las terrazas de los bares de Gràcia y La Sagrera” y tiempo atrás, cuando había trabajado de azafata una temporada, también había llenado libretas en el bar que hay detrás de TV3.

LA GRAN ‘MADAME’ DE LA BURBUJA

Llucia Ramis, escritora, en la Plaça Massadas. foto: Jordi Play

Llucia Ramis llegó a Barcelona a finales de la dé- cada de los noventa y la ciudad se ha convertido en un personaje más de su narrativa. Así recuerda el ambiente con el que se encontró: “Era una gran madame que nos prostituía a todos. Se había operado tantas veces para ponerse guapa que empezaba a parecerse a las demás, con tanto bótox en la cara y silicona en los pechos. Era vulgar; lucía las mismas tiendas y la estética que hay en el centro de todas las ciudades del mundo occidental. Siempre estaba en el quirófano, con las entrañas al aire, y las grúas y perforadoras representaban una promesa que no acababa de cumplirse nunca. Había obras en todas partes. Ella se vendía a cualquiera, ya fuera un constructor o el turismo, y nosotros, sus habitantes, no podíamos hacer nada más que agachar la cabeza y vendernos con ella. Se encarecía para los barceloneses, y en cambio, se ofrecía barata a los demás”.

Stefanie Kremser, escritora, en el Hort del Pou de la Figuera. foto: Jordi Play

Un ambiente más negro y criminal que el de Llucia Ramis es el que aparece en Calle de los olvidados, de Stefanie Kremser, que fue publicada en alemán en 2011 y traducida al catalán y al castellano un año después. “En ella hablo de la Barceloneta, paseo por la especulación, por el mobbing inmobiliario, por el boom turístico y la construcción masiva de hoteles en Ciutat Vella… Es una Barcelona con un casco antiguo a punto de convertirse en escenario pintoresco pero vacío, sin vida de barrio, sin espacio para sus habitantes”, cuenta. El asesino que actúa en este contexto es un perturbado que quiere detener la gentrificación. Kremser nació en Alemania en 1967, pero creció en São Paulo. Se instaló en Barcelona desde hace algo más de una década, durante la cual han sido publicadas novelas negras ambientadas en la ciudad como La mala dona, de Marc Pastor ( 2008), o Yo fui Johnny Thunders, de Carlos Zanón (2014). Ella ha escrito libros como Der Tag, an dem ich fliegen lernte —en proceso de traducción al catalán— y guiones para la serie de televisión Tatort: los capítulos son de noventa minutos y cuentan historias cerradas, siempre estructuradas alrededor de un crimen. “Como ciudad portuaria, Barcelona tiene el rasgo especial de ser un punto de llegada —dice Kremser—. Cuando camino por El Raval me imagino que es semejante a una Nueva York de hace cien años, a la São Paulo de la década de los años sesenta. Son ciudades que tienen una tradición centenaria como melting pots. A pesar de ser relativamente pequeña, tiene el don de ser tolerante, sabe vivir con los muchos idiomas que se hablan, con las diversas herencias forasteras y sus respectivas creencias. Incluso con los contrastes sociales tan extremos. Barcelona no pide la asimilación completa ni la homogeneidad absoluta, porque sabiamente ha aprendido que eso no existe”. Además de denunciar la burbuja inmobiliaria en Calle de los olvidados, Kremser echa de menos “el reconocimiento para las profesiones intelectuales y artísticas”. Añade: “Si no hubiera quedado atrás el respeto y apoyo a la creación cultural, podría ser una grandísima ciudad para escritores y artistas de todo tipo. De fuentes de inspiración tenemos muchas, aquí, pero no podemos vivir únicamente de aires bonitos”.

DOS ESCRITORES EN LA BIBLIOTECA

Albert Forns, escritor, en la Biblioteca del Ateneu Barcelonès. foto: Jordi Play

La precariedad laboral del mundo de la cultura asoma en Albert Serra ( la novel·la no el cineasta), primera novela de Albert Forns, publicada en 2012. “Retrato la Barcelona de ahora, en concreto la de mi día a día, pero siempre intentando recuperar la visión extraña, la sorpresa, el punto de vista distanciado de quien lo ve por primera vez, con el objetivo de evitar la descripción gris y mecánica”, dice. Forns es de Granollers, pero vive en el barrio de Gràcia desde hace años. Albert Forns ha construido Albert Serra y su próximo libro desde bibliotecas, tanto públicas como privadas. “Soy un firme partidario de la documentación y de leer mientras escribo, para que una idea me lleve hasta otra. En este sentido, las bibliotecas son una fuente inacabable de libros —sostiene—. También son un espacio tranquilo, sobre todo por las mañanas cuando no hay niños, confortable (hay calefacción) y sin el alboroto, la multitud o lo que tendría que pagar si trabajara en un bar”. Forns elogia también bibliotecas que requieren acreditación, como la del Ateneu —frecuentada en otro tiempo por Josep Pla y donde Sagarra escribió durante dos meses de verano Vida privada—, la del MACBA o la de la Fundación Tà- pies: “Puedes dejar el portátil en la mesa, pedir a la persona de enfrente que lo vigile, y bajar a comer o tomar un café sin problemas. Tienes todas las comodidades de un despacho sin tener que pagar por un coworking”. Además de la tranquilidad, la seguridad y las bondades económicas de trabajar desde una biblioteca, Forns también destaca que desde allí no se distrae ni tiene obligaciones como lavar platos o poner una lavadora: “En casa todo serían excusas para dejar de escribir”.

Ignacio Vidal-Folch, escritor, en la Biblioteca de Catalunya.
foto: Jordi Play

También Ignacio Vidal-Folch, autor de una extensa, robusta y sorprendente obra narrativa, suele trabajar en bibliotecas. “La Biblioteca de Catalunya me gusta por sus naves góticas, tan airosas y relativizadoras del día de hoy y, además, claro, porque puedo consultar libros que no tengo en casa —matiza—. La del MNAC es muy clara y tiene luz natural. Como queda un poco apartada del museo suele estar vacía, lo que es muy agradable. Lástima que en ambas, al igual que en otras bibliotecas de toda España, los horarios no estén a la altura. Los sá- bados por la tarde están cerradas. Y también los domingos”.

En la misma Biblioteca de Catalunya que Eugeni d’Ors ayudó a impulsar durante la segunda década del siglo XX, mientras era secretario general del Institut d’Estudis Catalans, Vidal-Folch ha trabajado en novelas como Contramundo (2006) o Pronto seremos felices (2014) y en los ensayos de Barcelona, museo secreto (2009): “El paso reiterado por los mismos lugares puede acabar convirtiendo una ciudad objetivamente bonita en un escenario rutinario y casi invisible; en Barcelona, museo secreto me propuse potenciar, con la ayuda de mi memoria cultural y la de algunos amigos que me contaron sus ideas, una relación fluida entre los lugares urbanos y los de la pintura, la literatura y el cine que infundieran una nueva vida y un nuevo misterio al viejo escenario”.

Vidal-Folch comenzó publicando cómics en la Barcelona de principios de la década de los ochenta, la misma por donde corría el detective Pepe Carvalho, creado por Manuel Vázquez Montalbán unos años atrás, donde se incubaba La ciudad de los prodigios, que Eduardo Mendoza publicaría en 1986, la que inspiraba al Juan Marsé de El amante bilingüe (1990) y la que era escenario de numerosos cuentos y artículos de Quim Monzó. ¿Qué ha cambiado entre aquella ciudad y la de ahora? “La mayor diferencia es que en aquella primera Barcelona yo era joven, y en la de ahora ya no —responde—. El cambio del punto desde donde se observa un fenómeno cambia el fenó- meno. Tal vez solo sea por este motivo que ahora la ciudad de antes de los ‘malditos Juegos Olímpicos’ me parece más roñosa y decaída y colapsada, pero también más vital e ilusionada, con perspectivas más abiertas. En general, el mundo entero se hace más feo una década tras otra. Y yo también”.

¿UN ESPACIO DONDE QUEDARSE O PARA HUIR DE ÉL?

Imma Monsó, escritora, en el mirador de la carretera de l’Arrabassada. foto: Jordi Play

Imma Monsó vivió en Barcelona entre los 17 años y los 32: “De pequeña soñaba vivir en ella, pero cuando llevaba tres años aquí ya deseaba marcharme —recuerda—. Descubrí que lo que más me gusta es tenerla muy cerca, para poder llegar y marcharme”. Antes de debutar con No se sap mai (1996), Monsó ya hacía tiempo que vivía en Sant Cugat. “Desde casa veo el Tibidabo y me gusta pensar que la ciudad está allí detrás, expectante y llena de vida pero a una distancia prudencial. Lo que más me gusta es llegar por la carretera de la Arrabassada y ver su panorámica formidable, pero cualquier otra entrada también me parece bien. Con las salidas me pasa igual: Barcelona, para mí, nunca ha sido la seguridad del hogar, sino la aventura”. La ciudad hace apariciones “muy tangenciales” en las novelas de la autora, que ganó el Premio Ramon Llull 2012 y el Nacional de Literatura por La dona veloç: “El espacio del campo y del bosque es primordial en mi ficción”, reconoce.

Bel Olid, escriptora, al bar Elsa & Fred. foto: Jordi Play

Bel Olid debutó en 2011 con Una terra solitària, pero fue un año después que La mala reputació la afianzó como una autora con una voz literaria perturbadora e incómoda. Algunos de los mejores relatos del libro están ambientados en Barcelona, sumándose a la heterogénea tradición de narradores que la precede, desde Pere Calders, Mercè Rodoreda y Jordi Sarsanedas hasta Pedro Zarraluki, Francesc Serés, Maria Barbal y Marta Rojals. “En general, me interesa la ciudad como lugar donde es posible lo inverosímil, como espacio que admite las desviaciones de la norma con más facilidad que el pueblo, donde el control social es mayor —afirma—. También como lugar de soledad compartida, por supuesto”. A Olid le cuesta escribir en casa y tiene su “mapa mental de bares con calma y wifi” donde va a trabajar a menudo: “Es como si estuvieras en un aeropuerto o en un hotel, todo el tiempo que tengas hasta el próximo avión te pertenece, no te estorba nadie, puedes escribir sin remordimientos de no estar haciendo algo útil”.

Lluís Anton Baulenas, escritor, en una gasolinera. foto: Jordi Play

El aislamiento del bar no estimula la creatividad de Lluís-Anton Baulenas. Cuando se documenta para alguna de sus novelas —donde admite que “la aparición de Barcelona es constante”— sale con una cámara de fotos. “Después, en casa —añade— recupera la información que buscaba gracias a la imagen”. En La felicitat (2001), recreaba la transformación de la ciudad a principios del siglo XX, y en Quan arribi el pirata i se m’emporti ( 2013) se fijaba en El Raval durante los años de la última crisis, en las mismas calles donde tiene lugar la acción de las “indignadas” y muy recomendables El desertor en el camp de batalla, de Julià de Jòdar, y Carrer Robadors, de Mathias Énard, publicadas el mismo año que la novela de Baulenas. “Tanto en las novelas que pasan ahora como en las que están ambientadas en el pasado— comenta— presento una imagen de una ciudad antiquísima, con muchas capas de vivencias acumuladas, capaz de todo, de lo mejor y de lo peor”. Dos espacios que aparecen de vez en cuando en sus novelas son las áreas de servicio y las gasolineras: “Las anécdotas relacionadas con estos espacios son fruto de la observación—afirma—. He escrito sobre un empleado de la tienda de una gasolinera leyendo un libro de filosofía o sobre una gasolinera de la autopista elegida como lugar de intercambio de un hijo por parte de una pareja separada porque es el punto medio entre las dos casas”.

Jordi Puntí, escritor. foto: Jordi Play

Los transportistas de Maletes perdudes, de Jordi Puntí, podrían haber repostado en alguna de las gasolineras barcelonesas de las novelas de Baulenas. Desde que se publicó en 2010, la novela ha sido traducida a 15 lenguas: su éxito en el exterior tiene pocos precedentes en las letras catalanas, y empezó un año antes que el Jo confesso, de Jaume Cabré, donde Barcelona también es uno de los escenarios destacados de la acción. “Tanto en los libros de cuentos Pell d’armadillo (1998) como en Animals tristos ( 2002) la ciudad es una presencia velada, que describo a menudo con detalle porque ayuda a definir los personajes, pero que en cambio aparece sin nombre porque me interesa que se confunda con otras ciudades, sobre todo europeas: lugares en los que el diseño ha triunfado, donde todas las tiendas se parecen y las parejas se pelean en el Ikea que hay en las afueras. En Maletes perdudes, en cambio, Barcelona es importante y es el espacio donde ambiento una historia de amor. La ciudad ayuda a cruzar los destinos de los personajes, que se pierden y se encuentran quizás decenas de veces; en dicho proceso, el lector puede visitar una época y entiende los cambios que se producían [hay que retroceder hasta la década de los setenta del siglo XX], con la llegada de la inmigración obrera y el crecimiento de los barrios del extrarradio, por ejemplo, o con la transformación del antiguo Camp de la Bota”.

Puntí ha vivido buena parte del último año en Nueva York, donde investigaba la vida del músico y director de orquesta Xavier Cugat, protagonista de su próxima novela. Aunque pasó gran parte de su vida en los Estados Unidos, en la década de los setenta—mientras Rodoreda escribía Mirall trencat—, Cugat vivía en Cataluña y se alojó una larga temporada en una de las suites del Ritz. “Me imagino a Cugat cuando vivía allí, con una nonchalance cultivada durante toda la vida, quién sabe si añorando los días en que reinaba en el Waldorf Astoria de Nueva York”, comenta el autor en una de las historiadas salas del actual Palace de Gran Via. En la próxima novela de Puntí, Barcelona tendrá un papel más bien secundario, pero la ciudad volverá a lucir como un candelabro de hotel de lujo.

El peligroso encanto de escribir en Barcelona

¿Qué gusta y qué cambiarían de la capital catalana los autores que trabajan o que han ambientado en ella algunos de sus libros? ¿Dónde acostumbran a escribir? ¿Trabajan conscientes de la fructífera tradición que los precede? Diez de los nombres más destacados de la actualidad cuentan otros interrogantes sobre la ciudad y su literatura

El espacio desde donde los escritores construyen sus libros termina filtrado con más preguntas que respuestas: el periodismo y la crónica viajan a plena luz del día, exhibiendo todos los detalles con una impudicia a veces cegadora; la narrativa, en cambio, esconde verdades — que quizás no dejan de ser mentiras— bajo los contornos amortiguados por una niebla espesa. Es una imagen gótica e intrigante, seguramente discutible. La ciudad, entendida como espectáculo o como sufrimiento diario, es escenario de un porcentaje importante de ficciones. Desde el nacimiento de la novela moderna, Barcelona ha llamado la atención a cientos de autores y aparece en una cantidad notable de textos que se han convertido icónicos, desde el Quijote hasta Vida privada, Mariona Rebull, La plaça del Diamant, Últimas tardes con Teresa y La magnitud de la tragèdia. Su presencia literaria deviene algo más inconmensurable año tras año.

Las novelas de Enrique Vila-Matas transcurren mayoritariamente en espacios urbanos. “Escribo ficción desde un espacio que acostumbran a ocupar sobre todo los ensayistas, desde un lugar donde se me ve tramando, pensando o escribiendo tras el avatar de un narrador —cuenta—. Dicho narrador siempre se encuentra en Barcelona, que es donde he escrito el 95% de toda mi producción literaria. Lo que pasa en mis libros puede ocurrir en cualquier lugar, porque ocurre en el interior de mi mente y, por tanto, incluso puede suceder en Barcelona”. En su última novela, Kassel no invita a la lógica (2014), su personaje se toma la estancia en el festival de arte contemporáneo alemán como una huida de su ciudad. “Es cierto que siempre he querido huir de Barcelona—admite—. Me siento menos solo y más cómodo y comprendido en París, Nueva York, México D.F. y Buenos Aires, por mencionar solo cuatro lugares donde esto es evidente. Pero me quedo, porque la mejor forma de huir es quedarse. Me pasa lo mismo que a las moscas. ¿Donde están más seguras? Junto al matamoscas”..

Vila-Matas, que ha ganado recientemente el premio de la Feria del Libro de Guadalajara, tiene un prestigio internacional incuestionable y podría llegar a conseguir el Premio Nobel de Literatura. Se le puede encontrar fácilmente en la librería +Bernat de la calle Buenos Aires, casi siempre acompañado de su mujer, Paula de Parma, a quien dedica todos los libros. Es uno de los escenarios donde transcurre la novela Aire de Dylan (2012). Cuando no está allí—o viajando— escribe desde casa. “Trabajo en el mismo bloque de pisos en que José Mallorquí escribió la serie de El coyote, novelas populares que llegaron a ser las más vendidas durante la posguerra”, recuerda.

14.10.2015, Barcelona
Enrique Vila-Matas, escritor, en la Librería Bernat.
Foto: Jordi Play

NOVELAS Y CIUDADES

Durante bastante tiempo, uno de los debates recurrentes en relación con la capital catalana era saber qué novela la había retratado con más precisión aunque, a menudo, en las conclusiones se mezclaban connotaciones políticas o incluso excusas comerciales. Sergi Pàmies ironizó sobre el tema en La gran novel·la sobre Barcelona (1999), un libro integrado por quince cuentos que suman 144 páginas. “Me parece que es un debate que no existe y que tampoco existía entonces —afirma—. Solo de vez en cuando aparecía alguien que lamentaba la ausencia de una gran novela sobre Barcelona. Sobre las razones por las que no hay debate, las teorías son múltiples, pero creo que no existe porque, tanto en castellano como en catalán, hay un montón de novelas y de novelistas que explicaron literariamente la ciudad de manera bastante digna para no insistir más en esta lata”.

Sergi Pàmies, escritor, en el Turó Park. foto: Jordi Play

Pàmies nació en París en 1960 y vivió en Gennevilliers —en la zona metropolitana de París— hasta los once años. Publicó su primer libro de cuentos en 1986, T’hauria de caure la cara de vergonya, donde predominan los espacios urbanos no localizables, al igual que ocurría en sus tres novelas, aparecidas entre 1990 y 1995, editadas por Jaume Vallcorba Plana. “Me parecía que sin nombre, sin biografía y sin lugar concreto, las historias permitían que todo ello transmitiera un sentimiento de desvalida intemperie—reconoce—. Más adelante, empecé a darme cuenta de que el esfuerzo de ocultar los detalles identificadores iba contra la historia y dejé de hacerlo en función de si era necesario o no”. Esta nueva estrategia narrativa se puede comprobar en libros como La bicicleta estàtica (2010) y Cançons d’amor i de pluja (2013), publicado el mismo año que Tot allò que una tarda morí amb les bicicletes, de Llucia Ramis. “La protagonista tiene que volver a casa de sus padres porque se ha quedado sin trabajo y no tiene dinero —recuerda la escritora y periodista, sobre el cambio forzado de escenario de la narradora: debe dejar Barcelona e instalarse temporalmente en Palma de Mallorca—. La burbuja sobre la que caminaba con cautela ha estallado, y ahora está en caída libre. Además, se da cuenta de que, por culpa de esa misma cautela, no ha construido nada, todo ha sido provisional durante demasiado tiempo y no ha contado nunca con un proyecto de futuro”. Llucia Ramis, además de escribir desde su habitación, lo ha hecho desde “las terrazas de los bares de Gràcia y La Sagrera” y tiempo atrás, cuando había trabajado de azafata una temporada, también había llenado libretas en el bar que hay detrás de TV3.

LA GRAN ‘MADAME’ DE LA BURBUJA

Llucia Ramis, escritora, en la Plaça Massadas. foto: Jordi Play

Llucia Ramis llegó a Barcelona a finales de la dé- cada de los noventa y la ciudad se ha convertido en un personaje más de su narrativa. Así recuerda el ambiente con el que se encontró: “Era una gran madame que nos prostituía a todos. Se había operado tantas veces para ponerse guapa que empezaba a parecerse a las demás, con tanto bótox en la cara y silicona en los pechos. Era vulgar; lucía las mismas tiendas y la estética que hay en el centro de todas las ciudades del mundo occidental. Siempre estaba en el quirófano, con las entrañas al aire, y las grúas y perforadoras representaban una promesa que no acababa de cumplirse nunca. Había obras en todas partes. Ella se vendía a cualquiera, ya fuera un constructor o el turismo, y nosotros, sus habitantes, no podíamos hacer nada más que agachar la cabeza y vendernos con ella. Se encarecía para los barceloneses, y en cambio, se ofrecía barata a los demás”.

Stefanie Kremser, escritora, en el Hort del Pou de la Figuera. foto: Jordi Play

Un ambiente más negro y criminal que el de Llucia Ramis es el que aparece en Calle de los olvidados, de Stefanie Kremser, que fue publicada en alemán en 2011 y traducida al catalán y al castellano un año después. “En ella hablo de la Barceloneta, paseo por la especulación, por el mobbing inmobiliario, por el boom turístico y la construcción masiva de hoteles en Ciutat Vella… Es una Barcelona con un casco antiguo a punto de convertirse en escenario pintoresco pero vacío, sin vida de barrio, sin espacio para sus habitantes”, cuenta. El asesino que actúa en este contexto es un perturbado que quiere detener la gentrificación. Kremser nació en Alemania en 1967, pero creció en São Paulo. Se instaló en Barcelona desde hace algo más de una década, durante la cual han sido publicadas novelas negras ambientadas en la ciudad como La mala dona, de Marc Pastor ( 2008), o Yo fui Johnny Thunders, de Carlos Zanón (2014). Ella ha escrito libros como Der Tag, an dem ich fliegen lernte —en proceso de traducción al catalán— y guiones para la serie de televisión Tatort: los capítulos son de noventa minutos y cuentan historias cerradas, siempre estructuradas alrededor de un crimen. “Como ciudad portuaria, Barcelona tiene el rasgo especial de ser un punto de llegada —dice Kremser—. Cuando camino por El Raval me imagino que es semejante a una Nueva York de hace cien años, a la São Paulo de la década de los años sesenta. Son ciudades que tienen una tradición centenaria como melting pots. A pesar de ser relativamente pequeña, tiene el don de ser tolerante, sabe vivir con los muchos idiomas que se hablan, con las diversas herencias forasteras y sus respectivas creencias. Incluso con los contrastes sociales tan extremos. Barcelona no pide la asimilación completa ni la homogeneidad absoluta, porque sabiamente ha aprendido que eso no existe”. Además de denunciar la burbuja inmobiliaria en Calle de los olvidados, Kremser echa de menos “el reconocimiento para las profesiones intelectuales y artísticas”. Añade: “Si no hubiera quedado atrás el respeto y apoyo a la creación cultural, podría ser una grandísima ciudad para escritores y artistas de todo tipo. De fuentes de inspiración tenemos muchas, aquí, pero no podemos vivir únicamente de aires bonitos”.

DOS ESCRITORES EN LA BIBLIOTECA

Albert Forns, escritor, en la Biblioteca del Ateneu Barcelonès. foto: Jordi Play

La precariedad laboral del mundo de la cultura asoma en Albert Serra ( la novel·la no el cineasta), primera novela de Albert Forns, publicada en 2012. “Retrato la Barcelona de ahora, en concreto la de mi día a día, pero siempre intentando recuperar la visión extraña, la sorpresa, el punto de vista distanciado de quien lo ve por primera vez, con el objetivo de evitar la descripción gris y mecánica”, dice. Forns es de Granollers, pero vive en el barrio de Gràcia desde hace años. Albert Forns ha construido Albert Serra y su próximo libro desde bibliotecas, tanto públicas como privadas. “Soy un firme partidario de la documentación y de leer mientras escribo, para que una idea me lleve hasta otra. En este sentido, las bibliotecas son una fuente inacabable de libros —sostiene—. También son un espacio tranquilo, sobre todo por las mañanas cuando no hay niños, confortable (hay calefacción) y sin el alboroto, la multitud o lo que tendría que pagar si trabajara en un bar”. Forns elogia también bibliotecas que requieren acreditación, como la del Ateneu —frecuentada en otro tiempo por Josep Pla y donde Sagarra escribió durante dos meses de verano Vida privada—, la del MACBA o la de la Fundación Tà- pies: “Puedes dejar el portátil en la mesa, pedir a la persona de enfrente que lo vigile, y bajar a comer o tomar un café sin problemas. Tienes todas las comodidades de un despacho sin tener que pagar por un coworking”. Además de la tranquilidad, la seguridad y las bondades económicas de trabajar desde una biblioteca, Forns también destaca que desde allí no se distrae ni tiene obligaciones como lavar platos o poner una lavadora: “En casa todo serían excusas para dejar de escribir”.

Ignacio Vidal-Folch, escritor, en la Biblioteca de Catalunya.
foto: Jordi Play

También Ignacio Vidal-Folch, autor de una extensa, robusta y sorprendente obra narrativa, suele trabajar en bibliotecas. “La Biblioteca de Catalunya me gusta por sus naves góticas, tan airosas y relativizadoras del día de hoy y, además, claro, porque puedo consultar libros que no tengo en casa —matiza—. La del MNAC es muy clara y tiene luz natural. Como queda un poco apartada del museo suele estar vacía, lo que es muy agradable. Lástima que en ambas, al igual que en otras bibliotecas de toda España, los horarios no estén a la altura. Los sá- bados por la tarde están cerradas. Y también los domingos”.

En la misma Biblioteca de Catalunya que Eugeni d’Ors ayudó a impulsar durante la segunda década del siglo XX, mientras era secretario general del Institut d’Estudis Catalans, Vidal-Folch ha trabajado en novelas como Contramundo (2006) o Pronto seremos felices (2014) y en los ensayos de Barcelona, museo secreto (2009): “El paso reiterado por los mismos lugares puede acabar convirtiendo una ciudad objetivamente bonita en un escenario rutinario y casi invisible; en Barcelona, museo secreto me propuse potenciar, con la ayuda de mi memoria cultural y la de algunos amigos que me contaron sus ideas, una relación fluida entre los lugares urbanos y los de la pintura, la literatura y el cine que infundieran una nueva vida y un nuevo misterio al viejo escenario”.

Vidal-Folch comenzó publicando cómics en la Barcelona de principios de la década de los ochenta, la misma por donde corría el detective Pepe Carvalho, creado por Manuel Vázquez Montalbán unos años atrás, donde se incubaba La ciudad de los prodigios, que Eduardo Mendoza publicaría en 1986, la que inspiraba al Juan Marsé de El amante bilingüe (1990) y la que era escenario de numerosos cuentos y artículos de Quim Monzó. ¿Qué ha cambiado entre aquella ciudad y la de ahora? “La mayor diferencia es que en aquella primera Barcelona yo era joven, y en la de ahora ya no —responde—. El cambio del punto desde donde se observa un fenómeno cambia el fenó- meno. Tal vez solo sea por este motivo que ahora la ciudad de antes de los ‘malditos Juegos Olímpicos’ me parece más roñosa y decaída y colapsada, pero también más vital e ilusionada, con perspectivas más abiertas. En general, el mundo entero se hace más feo una década tras otra. Y yo también”.

¿UN ESPACIO DONDE QUEDARSE O PARA HUIR DE ÉL?

Imma Monsó, escritora, en el mirador de la carretera de l’Arrabassada. foto: Jordi Play

Imma Monsó vivió en Barcelona entre los 17 años y los 32: “De pequeña soñaba vivir en ella, pero cuando llevaba tres años aquí ya deseaba marcharme —recuerda—. Descubrí que lo que más me gusta es tenerla muy cerca, para poder llegar y marcharme”. Antes de debutar con No se sap mai (1996), Monsó ya hacía tiempo que vivía en Sant Cugat. “Desde casa veo el Tibidabo y me gusta pensar que la ciudad está allí detrás, expectante y llena de vida pero a una distancia prudencial. Lo que más me gusta es llegar por la carretera de la Arrabassada y ver su panorámica formidable, pero cualquier otra entrada también me parece bien. Con las salidas me pasa igual: Barcelona, para mí, nunca ha sido la seguridad del hogar, sino la aventura”. La ciudad hace apariciones “muy tangenciales” en las novelas de la autora, que ganó el Premio Ramon Llull 2012 y el Nacional de Literatura por La dona veloç: “El espacio del campo y del bosque es primordial en mi ficción”, reconoce.

Bel Olid, escriptora, al bar Elsa & Fred. foto: Jordi Play

Bel Olid debutó en 2011 con Una terra solitària, pero fue un año después que La mala reputació la afianzó como una autora con una voz literaria perturbadora e incómoda. Algunos de los mejores relatos del libro están ambientados en Barcelona, sumándose a la heterogénea tradición de narradores que la precede, desde Pere Calders, Mercè Rodoreda y Jordi Sarsanedas hasta Pedro Zarraluki, Francesc Serés, Maria Barbal y Marta Rojals. “En general, me interesa la ciudad como lugar donde es posible lo inverosímil, como espacio que admite las desviaciones de la norma con más facilidad que el pueblo, donde el control social es mayor —afirma—. También como lugar de soledad compartida, por supuesto”. A Olid le cuesta escribir en casa y tiene su “mapa mental de bares con calma y wifi” donde va a trabajar a menudo: “Es como si estuvieras en un aeropuerto o en un hotel, todo el tiempo que tengas hasta el próximo avión te pertenece, no te estorba nadie, puedes escribir sin remordimientos de no estar haciendo algo útil”.

Lluís Anton Baulenas, escritor, en una gasolinera. foto: Jordi Play

El aislamiento del bar no estimula la creatividad de Lluís-Anton Baulenas. Cuando se documenta para alguna de sus novelas —donde admite que “la aparición de Barcelona es constante”— sale con una cámara de fotos. “Después, en casa —añade— recupera la información que buscaba gracias a la imagen”. En La felicitat (2001), recreaba la transformación de la ciudad a principios del siglo XX, y en Quan arribi el pirata i se m’emporti ( 2013) se fijaba en El Raval durante los años de la última crisis, en las mismas calles donde tiene lugar la acción de las “indignadas” y muy recomendables El desertor en el camp de batalla, de Julià de Jòdar, y Carrer Robadors, de Mathias Énard, publicadas el mismo año que la novela de Baulenas. “Tanto en las novelas que pasan ahora como en las que están ambientadas en el pasado— comenta— presento una imagen de una ciudad antiquísima, con muchas capas de vivencias acumuladas, capaz de todo, de lo mejor y de lo peor”. Dos espacios que aparecen de vez en cuando en sus novelas son las áreas de servicio y las gasolineras: “Las anécdotas relacionadas con estos espacios son fruto de la observación—afirma—. He escrito sobre un empleado de la tienda de una gasolinera leyendo un libro de filosofía o sobre una gasolinera de la autopista elegida como lugar de intercambio de un hijo por parte de una pareja separada porque es el punto medio entre las dos casas”.

Jordi Puntí, escritor. foto: Jordi Play

Los transportistas de Maletes perdudes, de Jordi Puntí, podrían haber repostado en alguna de las gasolineras barcelonesas de las novelas de Baulenas. Desde que se publicó en 2010, la novela ha sido traducida a 15 lenguas: su éxito en el exterior tiene pocos precedentes en las letras catalanas, y empezó un año antes que el Jo confesso, de Jaume Cabré, donde Barcelona también es uno de los escenarios destacados de la acción. “Tanto en los libros de cuentos Pell d’armadillo (1998) como en Animals tristos ( 2002) la ciudad es una presencia velada, que describo a menudo con detalle porque ayuda a definir los personajes, pero que en cambio aparece sin nombre porque me interesa que se confunda con otras ciudades, sobre todo europeas: lugares en los que el diseño ha triunfado, donde todas las tiendas se parecen y las parejas se pelean en el Ikea que hay en las afueras. En Maletes perdudes, en cambio, Barcelona es importante y es el espacio donde ambiento una historia de amor. La ciudad ayuda a cruzar los destinos de los personajes, que se pierden y se encuentran quizás decenas de veces; en dicho proceso, el lector puede visitar una época y entiende los cambios que se producían [hay que retroceder hasta la década de los setenta del siglo XX], con la llegada de la inmigración obrera y el crecimiento de los barrios del extrarradio, por ejemplo, o con la transformación del antiguo Camp de la Bota”.

Puntí ha vivido buena parte del último año en Nueva York, donde investigaba la vida del músico y director de orquesta Xavier Cugat, protagonista de su próxima novela. Aunque pasó gran parte de su vida en los Estados Unidos, en la década de los setenta—mientras Rodoreda escribía Mirall trencat—, Cugat vivía en Cataluña y se alojó una larga temporada en una de las suites del Ritz. “Me imagino a Cugat cuando vivía allí, con una nonchalance cultivada durante toda la vida, quién sabe si añorando los días en que reinaba en el Waldorf Astoria de Nueva York”, comenta el autor en una de las historiadas salas del actual Palace de Gran Via. En la próxima novela de Puntí, Barcelona tendrá un papel más bien secundario, pero la ciudad volverá a lucir como un candelabro de hotel de lujo.