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n Los Mandible:2029-2047, Lionel Shriver narra los efectos de una futura ruina financiera sobre varias generaciones de una familia de la clase media de los Estados Unidos entre los años 2029 y 2047: el dólar deja de ser la moneda patrón, Rusia y China dominan el mundo, y el muro de río Grande impide que los estadounidenses crucen la frontera de México. Los Mandible ya no pueden pagar la residencia de sus ancianos, deben compartir un piso en Brooklyn, una lechuga cuesta veinte dólares, el aceite de oliva es un producto de lujo, y la generación más joven debe aprender a sobrevivir de manera autodidacta, con un sentido del humor muy negro y aplicando una alta dosis imaginativa a la economía particular. Menos satírica, en Por último, el corazón, Margaret Atwood crea un matrimonio joven de la costa noroeste que tiene que vivir en su coche por la recesión económica, las violaciones y los robos de órganos no son los peores infortunios que asolan la región, y el sueño de recuperar el sentido de la vida y la protección contra sus males les puede llevar a aceptar el trabajo y el hogar para siempre que anuncia Consilience, una urbanización diseñada según la estética y los principios de los suburbios puritanos de la América blanca de los años cincuenta: Doris Day es el modelo a seguir.
El presente que describe Cormac McCarthy en La carretera es más apocalíptico, un bosque calcinado: el único horizonte es una carretera inerte en la que el sueño del bienestar ya no existe, y la única pregunta que se puede plantear es cómo proteger a la familia cuando ya no hay nada para proteger. En estas tres recientes distopías, testimonios de las tendencias y los fenómenos del presente llevados a los extremos más negativos, McCarthy, Atwood y Shriver reflejan las preocupaciones y los temores del momento en las que se escriben. «El futuro ya está aquí, lo que pasa es que no está distribuido equitativamente», dijo en el 2003 William Gibson, el gran autor de ciencia ficción que ha ido derivando hacia una narrativa ambientada en el presente y en las relaciones íntimas que se mantienen con la tecnología.
QUIMERAS INALCANZABLES. Queda ya muy lejos la aguda e irónica radiografía de la sociedad de consumo de los años sesenta, de la mistificación del confort, de los placeres ofrecidos por un mundo que propone múltiples espejismos de quimeras inalcanzables, trazado por Georges Perec en Las cosas: a pesar del trabajo precario que tenían, a pesar de vivir en un apartamento diminuto e incómodo, Jérôme y Sylvie disponen de suficiente ilusión para caer en la irresistible tentación de soñar que algún día serán ricos y disfrutarán de la opulencia y los refinamientos que ven en los escaparates de las tiendas de París.
Al fin y al cabo, era otro modo de fijar la insatisfacción vital de la clase media y la aspiración de los valores burgueses que Flaubert ya había esbozado en La educación sentimental: «Hay tres partidos, los que tienen, los que no tienen y los que tratan de tener»; o en Madame Bovary: si Emma se endeuda de aquella manera suicida con el comerciante usurero de su pueblo es porque no tiene a su alcance los grandes almacenes que Émile Zola convierte en protagonistas de El paraíso de las damas, la primera novela en la que aparece un nuevo concepto de venta que revoluciona el comercio, causa convulsión social, y afecta de manera directa a la gente que acude en busca de un producto deseado que ni siquiera había imaginado que necesitaba vehementemente: los vendedores y los clientes están satisfechos de habitar en una nueva tierra de las promesas llena de productos frescos. Pero el trabajo es agotador y la vida personal se resiente: «No eran ya todos ellos sino engranajes que arrastraba consigo la máquina en marcha, obligándolos a abdicar de su personalidad, limitándose a sumar fuerzas en un anodino y poderoso falansterio. Solo cuando salían de allí, recuperaban una existencia individual y se encendía en ellos la brusca llamarada de sus pasiones».
Pero en Las ilusiones perdidas Balzac ya advierte que el triunfo social de alguien de provincias en los núcleos de la metrópoli es tan dificultoso que es posible que solo encuentre la ruina, y Dickens, en Grandes esperanzas, alerta de las sorpresas desagradables que surgen cuando solo se topa con la «gran realidad»: es lo mismo que le ocurre a Ramón Villaamil, el burócrata madrileño de Miau, gran novela de Pérez Galdós, a quien expulsan de su despacho cuando solo le faltan dos meses para jubilarse y la crisis de orgullo lo empuja hacia la locura y el suicidio.
REPARTIDORES DE PIZZAS. Más pragmáticos, quizá porque las fluctuaciones económicas de la realidad argentina les dota de una alta capacidad instintiva de supervivencia, la pareja de jubilados de Las noches de Flores, de César Aira (uno de los cirujanos más precisos de los tics de la clase media de hoy), se convierte en repartidores de pizza nocturnos: la única ilusión y la sola esperanza es que los ejércitos de la noche no les roben. Los jubilados de Aira descubren que cada estadio de la decadencia conlleva nuevas formas de frustración y de infelicidad. Es lo primero que se nota durante la lectura de En la soledad de un cielo muerto, de Laury Leite, el relato de la travesía de un personaje por las ruinas que el progreso ha dejado tras de sí: André, un mexicano que vive en Madrid, tiene una tienda, una novia y una casa, pero la crisis económica del 2007 interrumpe el curso habitual de los hechos y la vida que llevaba se desmorona. Pierde la tienda, pierde la casa y, cuando empieza a escasear el dinero, la relación con su novia se deteriora: la crisis colectiva se transforma en un tipo de crisis existencial, y el protagonista, de repente, se encuentra completamente perdido y desorientado. Y entonces es lícito recordar que el filósofo Byung-Chul Han dice que, si en la sociedad de la vigilancia de Foucault los marginados eran los locos y los criminales, ahora lo son la gente con trastornos de ansiedad y con depresiones.
Es una de las consecuencias de descubrir que la clase media solo existe como clase social ficticia, una especulación que Belén Gopegui se ha encargado de evidenciar en cada una de sus novelas anticapitalistas: en Quédate este día y esta noche conmigo, el protagonista, Mateo, ya no cree que haya que cumplir ningún contrato social, la disciplina laboral es una pérdida de tiempo, y, como el progreso individual es un imposible, no ve que sea ninguna locura considerar que la colocación de una bomba casera en la sede de Google pueda arreglar alguna injusticia. Es otra manera de llevar a la práctica el diagnóstico de Ricardo Piglia: «El anarquismo individualista de Tolstói es una respuesta extrema a la mentalidad capitalista, pero también a la teoría de la violencia revolucionaria de Lenin».
Menos combativos y más resignados, los protagonistas de las novelas de Marta Rojals (Primavera, estiu, etcètera y L’altra), o de los cuentos de Jordi Nopca (Vente a casa), constatan que no les hacía falta estudiar tanto para hacer cola en las oficinas del paro, para perderse en los laberintos de las ciudades, para someterse a los hilos de una realidad que los mueve desde la sombra, prisioneros de una extrañeza que los cala en las zonas más íntimas de su privacidad, y sin la opción de comprobar la validez del recuerdo de la experiencia de sus antepasados: ya se han acostumbrado a vivir al borde de la intemperie, a buscar pisos baratos, y a conformarse con un trabajo que dure un poco más que el anterior.
PADRES E HIJOS. Si Jérôme y Sylvie huyeran de las páginas de Las cosas, y pudieran leer el último libro de Roberto Saviano, La banda de los niños, regresarían a su apartamento diminuto con la firme voluntad de no salir nunca más a la calle: habrían constatado que los adolescentes de Nápoles ya no leen libros, que se educan con YouTube y PornHub, que desprecian a los padres porque son unos simples trabajadores que cobran un sueldo escaso, y que admiran a los terroristas de Estado Islámico porque no tienen miedo a morir ni ningún remordimiento a la hora de matar. En la novela/crónica de Roberto Saviano ser adulto ya no es crear una familia y educar a unos hijos, sino satisfacer de inmediato, al precio que sea, cualquier deseo, porque la única certeza es la seguridad de que el mañana no existe. «Amigo, enemigo, vida o muerte, todo es lo mismo», dice uno de los personajes de Saviano, y, evidentemente, con este panorama de expectativas, la tranquilidad vital que perseguía la clase media no parece tener muchas garantías para la supervivencia.