Ficciones sobre música ¿una efectiva narración de afectos?

Para acompañar el arranque de la temporada musical, después del parón veraniego -sin contar la actividad de los festivales- recomiendo a melómanos y lectores abiertos de mente el enjundioso volumen Relatos de música y músicos. De Voltaire a Ishiguro (1766-2013), publicado por Alba Editorial. Recopila nada menos que 44 historias, en que la interpretación posee un papel relevante dentro de la ficción, sea porque sus protagonistas son músicos, o porque la misma música anima la trama. Lejos de ser un recurso de fondo o meramente cosmético, permite avanzar a la ficción, entretejiendo realidad y fantasía.

“Cuando la música es literatura, es mala literatura. La música comienza donde las palabras acaban. ¿Qué ocurre cuando la música cesa? El silencio. Todas las demás artes aspiran a la condición de la música. ¿A qué aspira la música? Al silencio”. Julian Barnes publicó el relato El silencio en diciembre de 2001. Es una de las últimas obras compiladas en Relatos de música y músicos. De Voltaire a Ishiguro (1766-2013), y sin duda una de las más teóricas, con posibles referencias a entendidos de la materia musical en la modernidad, de Schiller a Adorno. Con todo, lo que plantea -la plena realización del arte musical en el silencio- es ilustrado a través de las vivencias del protagonista, perfectamente consciente de la inadecuación de palabra y arte musical, como ya señaló Leonard Bernstein al incidir que “sólo los artistas pueden explicar la magia”, y lo hacen precisamente creando. Si hablamos de música, considera, “la única manera de decir realmente algo sobre música es escribiendo música”.

Ciertamente no podemos saber qué significa la música, pero en cambio sí entendemos, y de forma inequívoca, aquello que suscita

El infructuoso esfuerzo de poner palabras o encontrar expresiones adecuadas al hecho musical ha dado pie a un sinfín de debates musicológicos hasta bien entrado el Siglo XX. Y, sin embargo, esa imposibilidad teórica es algo que la ficción, a través de relatos más o menos inventados -y, por tanto, mediante el uso de un estilo parabólico- explota y llega a comunicar. Ciertamente no podemos saber qué significa la música, pero en cambio sí entendemos, y de forma inequívoca, aquello que suscita, en la medida que lo sentimos. El lector, sumido ese otro mundo, aprehende como suya la vivencia musical de personajes de las tramas -sean compositores, intérpretes o meros oyentes-, asociando hechos y sentimientos a aquel discurso sonoro que, sin significar nada a priori, acompaña y modula el estado de ánimo.

El vaivén emocional, musicalmente inducido, se expresa de un modo magistral en La lección de canto, de Katherine Mansfield. En el relato, la profesora de música, que acaba de recibir una pésima noticia, hace entonar a sus alumnas melodías lúgubres; melodías que milagrosamente se transformarán en tonadilla alegre al enterarse de que aquella noticia era, en realidad, un malentendido. La trama es sencilla, casi ingenua, pero el mérito de la narración -que capta la atención del lector y provoca su empatía- reside en el monólogo interno de la protagonista: la afección anímica se intercala en contrapunto y sin solución de continuidad con la realidad externa -la musical- compartida con las alumnas. Sin saberlo, ni entender apenas nada, ellas despliegan la banda sonora de la vida íntima de su profesora.

También El vals, de la irreverente Dorothy Parker, hace uso de este recurso -esa especie de voz en off máximamente subjetiva- de un modo muy gracioso. La protagonista accede a bailar con un desconocido, contra su voluntad y a su pesar; pues sufrirá pisotones y todo tipo de percances, que glosa internamente y a los que el lector tiene acceso, pero no el responsable de ellos. Se abre un abismo -y, de ahí el humor- entre la actitud perfectamente polite de ella, hacia él, y las maledicencias que comparte con el lector. Como sugeríamos, esa participación de los afectos ajenos -al entrar, de pleno, en su mundo anímico- no es obra propiamente de la música, sino de la narración que la incorpora: añade a la trama un soporte común, que permite que el lector empatice a través de la atenta escucha -la lectura interior, nuestra interpretación- de cuanto acontece a los otros yoes.

EL RAPTO MUSICAL: DE LO DEMONIACO A LO CELESTIAL

El carácter apasionado de la música -el rapto que promueve- no es algo que haya descubierto la modernidad, pues obviamente las civilizaciones arcaicas ya le otorgaban un papel fundamental en las ceremonias y ritos religiosos, siendo Orfeo -por ejemplo- uno de los personajes más representativos del transporte que propicia, de su capacidad para conmover a todos los seres e incluso vencer a la muerte. También planteará ese poder una de las primeras narraciones compiladas en el volumen que recomendamos, habiendo sido en su día recogida por Jacob y Wilhelm Grimm del acervo popular: se trata de Los niños de Hamelin, en que un flautista capacitado para liberar de ratas a la localidad en cuestión se cobra lo que no le han pagado llevándose a los niños.

Volviendo, no obstante, a la serie de relatos que en siglos más cercanos se han redactado a propósito de ese poder, sumamente triste es el cuento Janko, el músico, escrito por Henryk Sienkiewicz en 1879. Cuento protagonizado por un ser frágil que está dotado, sin embargo, de una especial capacidad para percibir música en todos los fenómenos circundantes (“la madre no podía llevarlo a la iglesia porque, cuando el órgano empezaba a sonar o el coro iniciaba una canción con voz dulce, los ojos del chiquillo se cubrían de niebla y parecía que mirase desde el otro mundo”), y que sucumbe por su incontrolable pasión, en este caso centrada en la adquisición de un violín.

Ese instrumento de cuerda ha protagonizado algunas de las más increíbles y dramáticas historias sobre música, entre las cuales hemos de destacar asimismo El violín de Rothschild, de Anton Chéjov. En un sentido u otro, son muchos los autores que han apuntado el aspecto demoniaco de la música, la posesión o arrebato que despierta, inspirándose en mitos arcaicos o de su época. Sólo hay que pensar en un Paganini, mito viviente. En este sentido, Lev Tolstoi ilustró en su Sonata a Kreutzer el poder de seducción inherente a la música, la comunión de almas que se produce a través de la interpretación.

“El intérprete estaba sudando a mares y retorciéndose como un mono. En su música desenfrenada casi podía ver la vaga silueta de sátiros y ménades bailando y dando vueltas como locos a través de abismos hirvientes, de nubes, de humos y de relámpagos”

No poco escalofriante, por otro lado, es la historia de Howard Phillips Lovecraft que lleva por título La música de Erich Zann. Una música que el protagonista recuerda haber presenciado en el apartamento de una calle que extrañamente ya no logra encontrar, música interpretada por la viola de un individuo mudo y de comportamiento inexplicable, que actúa como poseído: “Cada vez más fuertes, cada vez más frenéticos, la intensidad de los chirridos y lamentos de aquella viola desesperada no dejaba de aumentar. El intérprete estaba sudando a mares y retorciéndose como un mono (…) En su música desenfrenada casi podía ver la vaga silueta de sátiros y ménades bailando y dando vueltas como locos a través de abismos hirvientes, de nubes, de humos y de relámpagos”.

El aspecto enigmático de la música puede aparecer también en su vertiente celestial -todavía en modo “rapto”- por ejemplo en Maese Pérez el organista, de Gustavo Adolfo Bécquer: “de cada una de las notas que formaban aquel magnífico acorde se desarrolló un tema, y unos cerca, otros lejos, estos brillantes, aquellos sordos, diríase que las aguas y los pájaros, las brisas y las frondas, los hombres y los ángeles, la tierra y los cielos, cantaban cada cual en su idioma un himno al nacimiento del Salvador”.

E. T. A. HOFFMANN, MAESTRO DE LA FANTASÍA

Claro que, si hemos de mencionar un autor que destaca por su fantasía a la hora de elaborar tramas sobre música, hemos de quedarnos con Ernst Theodor Amadeus Hoffmann, quien cambió su tercer nombre original (Wilhelm) por el segundo de Mozart, por la devoción que hacia él sentía, y que demostró por ejemplo en una fantasía dedicada a la ópera favorita de la generación del primer romanticismo: «Don Juan». Aventura fabulosa ocurrida a un viajero entusiasta. Además, escribió relatos tan siniestros -y magistrales- como El hombre de la arena, fue compositor y crítico, asistiendo a estrenos de algunas de las sinfonías de Beethoven. Por si fuera poco, se sacó de la manga un personaje ficticio – Johannes Kreisler- que sería su alter ego musical. Gustav Mahler leyó y releyó a Hoffmann, llegando a afirmar que “ha escrito sobre música con mayor inteligencia que nadie”.

Acabemos, así, con la mención al relato que de este autor se incluye en el valioso volumen que inspira nuestro post. Se trata de El consejero Krespel, en que el homónimo protagonista parece interpelar al lector, como reprimiéndolo por su incredulidad: “ríase de mí si así lo desea, este objeto muerto [el violín] al que únicamente yo doy vida y sonido, me habla a menudo de una forma muy extraña y, cuando lo toqué por vez primera, me sentí como si fuera el único magnetizador capaz de despertar a ese sonámbulo para que me dijera de viva voz lo que hay en su interior”. Se trata de un relato de 1818, publicado por tanto hace 200 años, pero por la manera de trasladar la alquimia musical -que tan imperiosamente condiciona el ánimo, despertando afectos inesperados en los humanos- conserva intacto su poder.

Imagen destacada: De izquierda a derecha y de arriba abajo: Maese Pérez, el organista de Gustavo Adolfo Béquer, Relatos de música y músicos de Voltaire A. Ishiguro, La sonata a Kreutzer de Lev Tolsói, Yanko el músico de Henryk Sienkiewicz, La lección de canto de Katherine Mansfield, El consejero Krespel de Hoffmann, La música de Erick Zann de H. P. Lovecraft