El investigador barcelonés Joaquín M. Fuster. © Carmen Cox

Joaquín M. Fuster, eminente neurocientífico y humanista

El investigador barcelonés, profesor de la Universidad de California (UCLA) durante décadas, recuerda en El telar mágico de la mente los orígenes de una disciplina absolutamente actual, cuyos progresos narra al hilo de su vida

Una “biografía científica”. En estos términos, con una caracterización híbrida, se refiere el autor a su obra, en el epílogo. Y, con todo, El telar mágico de la mente. Mi vida en neurociencia (Editorial Ariel) es mucho más: Joaquín M. Fuster (Barcelona, 1930) indaga en aquello que nos hace humanos, en la relevancia de las emociones y la plenitud de sentido que habilita la experiencia del arte o la entrega a una causa altruista. Pues este libro, cuya excepcionalidad destaca en el prólogo José Antonio Marina, es al menos tres: un maravilloso ejercicio de rememoración y composición biográfica, excelentemente escrito; un relato de las inquietudes, formación e investigaciones desarrolladas en el ámbito de la ciencia de la mente, desde la psiquiatría a la neurociencia, pasando por el psicoanálisis; y, finalmente, una recopilación de las principales contribuciones de pensadores y científicos —en forma de entradas redactadas por el propio Fuster, en recuadros maquetados aparte— que complementan la narración autobiográfica.

“Empezó antes del amanecer con un ronroneo distante. Me despertó como a la madre un sollozo o al marinero un motor que se detiene. Salí de la cama de un brinco y me apresuré, descalzo, a abrir la ventana de mi cuarto en el desván (…) de repente, comenzaron los fuegos artificiales”. La mirada del niño ante un espectáculo imposible de calibrar en su calamitosa dimensión —la Guerra Civil— inaugura la narración. Se visibiliza ya en este punto una de las ideas más potentes de su libro: la capacidad de rememorar con precisión y construir relatos fieles a la realidad vivida, en la medida que deja huella. Pero no se trata de una operación extraordinaria, sino que incumbe a todo sapiens sapiens. Lo experimentado en pasado y el despliegue del recuerdo en forma de expectativa —proyectado aquí hacia adelante, como ejercicio de redacción— se retroalimentan de continuo en nuestro cerebro, seamos conscientes o no. 

Épocas distintas confluyen en el presente, en que se materializan de manera escasamente azarosa las líneas maestras de la propia existencia

Quizá para ilustrar ese fenómeno característico de nuestro sistema nervioso, junto a la a priori lógica (cronológica) disposición de toda biografía, se entrometen de forma deliciosamente premeditada prolepsis varias —anticipaciones de lo por venir—, dando a entender que la reconstrucción del sentido vital desde San Agustín conlleva el trastoque de la unidireccionalidad temporal. Épocas distintas confluyen en el presente, en que se materializan de manera escasamente azarosa las líneas maestras de la propia existencia. Junto a la memoria que Fuster denomina “filética”, adquiridas con el paso de las generaciones, la memoria individual revierte a su vez en la percepción del mundo: lejos de ser pasiva, el hecho mismo de percibir implica ya una manera de comprenderlo (“Toda percepción es una interpretación del mundo de acuerdo con la memoria del mismo)”. El propio Fuster aludirá a ello, en la madurez de su carrera científica, con la relación de reciprocidad que expresa el binomio “percepción-acción”.

En las páginas de su libro aparecen los nombres de investigadores contemporáneos, como Hayek o Chomsky, pero también se refiere el autor a Locke o Kant, que ofrecieron valiosas especulaciones acerca del fenómeno de la percepción y del papel de la memoria. Especialmente interesante, con todo, resulta el capítulo que dedica a Juan Luis Vives (1492-1540), humanista que precedió con mucho, y que pudo tener una incidencia capital en la futura formación de Joaquín M. Fuster. Remontándose a su educación primaria, con los Jesuitas, recuerda una cita latina proferida por el profesor, que en su traducción reza: “Si dos cosas han sido aprehendidas simultáneamente, la aparición de una de ellas generalmente evoca la representación de la otra”. Por supuesto, más allá del asociacionismo psicológico, en gran medida empírico, el relieve de la afirmación se lo otorgará la demostración científica, siglos después; cuando Fuster y otros investigadores evidencien que las células nerviosas encargadas de transmitir la información se relacionan entre sí en forma de redes tanto para la consecución de un significado de lo percibido —Kant habló de fenómenos externos o internos, es decir, sentimientos— como para la activa posibilitación de percepciones futuras.

Placa conmemorativa de la estancia de Ramón y Cajal en la Universidad de Barcelona.

Los primeros capítulos de esta biografía, enriquecida con aportaciones del pensamiento de la modernidad, presentan asimismo —no podía ser de otro modo— algunos de los referentes de la neurociencia, comenzando por Santiago Ramón y Cajal. Explica Fuster cómo el científico aragonés alcanzó sus principales descubrimientos durante sus años en Barcelona, desde donde realizó numerosos viajes para compartirlos, iniciando así la senda de una disciplina —la neurociencia cognitiva— que se convertiría en la pasión y profesión de Joaquín M. Fuster, probablemente animado por la tradición familiar. Y es que no sólo su padre era médico (psiquiatra), también su suegro —que le entregó un preciado ejemplar de Ramón y Cajal como regalo de bodas— y sus abuelos también lo fueron. La mención al abuelo materno, Valentín Carulla, rector de la Universidad de Barcelona, reaparece en el capítulo dedicado a la educación primaria, en que se recuerda cómo en sus días libres podía llegar a subirse a lomos de un mulo para inaugurar escuelas en poblados de los Pirineos.

La implicación emocional del alumno repercute en su capacidad para proyectar, posibilitada por un mayor desarrollo del córtex prefrontal, que al mismo tiempo fomenta una confianza significativa

Capítulo aparte, en efecto, merece la cuestión del aprendizaje, que aborda Joaquín M. Fuster después de haber desplegado el grueso de sus explicaciones biográficas: el traslado a los E.E.U.U., la fructífera estancia en Baviera, y definitivo retorno a California. En uno de los apartados dedicados a la educación recuerda Fuster una sentencia atribuida a Sócrates (“Educar es encender la llama, no llenar una vasija”) y una cita provocadoramente aporética de Ramon y Cajal (“Fabricar cerebros originales: he aquí el gran triunfo del pedagogo”) para reafirmar la importancia del “aprendizaje activo”. Metodología docente en que los niños no se comportan reactivamente, pendientes de los requerimientos del profesor, sino que devienen corresponsables y creadores de la materia junto con sus compañeros. Implicados emocionalmente en la tarea, se propicia un círculo virtuoso que repercute en la capacidad para proyectar —con el mayor desarrollo de la corteza prefrontal— y la confianza de poder incidir significativamente en la realidad.

Incluso si algunas de las páginas de El telar mágico de la mente. Mi vida en neurociencia pueden parecer complejas, con la alusión a autores y obras en las que vale la pena profundizar —el caso, nunca suficientemente valorado, de Juan Rof Carballo— el tono de la mayoría de ellas es distendido y sus contenidos accesibles, en ocasiones divertidos. Incluyen, en efecto, una bien nutrida serie de anécdotas que evidencian carácter afable del autor, y su sentido del humor (“Joaquín —me preguntó un día Phillip May seriamente, pero con un destello de ironía británica— ¿cómo es que el pájaro carpintero no tiene dolores de cabeza?”). En la autobiografía intelectual de Joaquín M. Fuster sale a relucir inevitablemente su sensibilidad humanística y ecológica, tanto en lo que respecta al trato de las especies con las que experimenta (“Only happy animals give good data”) como a las disciplinas artísticas propiamente humanas, aquellas en que la capacidad para proyectar y la libertad creadora alcanza cotas de excelencia insólitas, fomentando a su vez experiencias emocionales.

 

De manera muy notoria se aprecia en el curso de la interpretación y escucha musical, a la que Joaquín M. Fuster se aficionó desde niño, y que ocupa dos apartados, hacia el inicio y final de su “biografía científica”. Allí reflexiona acerca de la tarea del compositor desde la perspectiva de la neurociencia, realzando asimismo la disposición nunca del todo pasiva del oyente, que ilustra a la perfección su teoría de la percepción-acción: “Es experiencia común, al terminar un movimiento, el “oír” en nuestra mente el comienzo del siguiente. En este elemento predictivo reside mucho del placer musical, y ahí se encuentra precisamente la razón por la que disfrutamos más al escuchar una melodía conocida que una que escuchamos por vez primera”.