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omo señala de forma aguda Nassim Taleb, la historia no gatea, da saltos. Además, casi nunca es lineal, sino que avanza muchas veces de manera disruptiva alternando ritmos y periodos de más o menos avances, la mayoría de veces, imposibles de interpretar por los propios contemporáneos. El motor principal de estos saltos son las ideas, unas ideas que influyen, para bien y para mal (gracias a Dios, generalmente para bien) en cambios económicos, políticos y sociales. La dimensión más tangible en el primer caso es lo que llamamos innovaciones. Abordar la importancia capital de algunas de las innovaciones que mayor incidencia han tenido en el desarrollo de la humanidad es el propósito del último libro de Tim Harford Cincuenta innovaciones que cambiaron el mundo (Conecta, 2018). Con el mismo estilo fresco y ágil que caracteriza al autor de El economista camuflado (DeBolsillo, 2016), Harford ofrece un completo mosaico sobre algunos de los ingenios, artefactos, técnicas o simplemente mejoras que explican en buena medida el gran progreso en términos de crecimiento y bienestar social que acumula nuestra especie, especialmente desde el Renacimiento y de manera especialmente intensa desde el despegue de la Revolución Industrial.
Harford, autor del celebrado blog de divulgación de temas económicos The Undercover Economist (título también de su primer libro, El economista camuflado), arranca el texto analizando la importancia que supuso una avance técnico tan aparentemente simple como el arado: una invención en el sector agrícola, cuando éste representaba casi la totalidad de la economía, que permitió multiplicar las cosechas, aprovechar mejor los recursos y generar un excedente que alimentara una notable expansión del medio urbano.
Harford aborda otras revoluciones tecnológicas como: la dinamo, otra revolución que abarató el coste de generar electricidad y que permitió la expansión de otros sectores justo en un momento en que la economía estaba alicaída; el ascensor, que permitió la construcción de rascacielos; el reloj, que nos permitió ordenar el tiempo y coordinar mejor la actividad económica; la batería, base de la electrónica de consumo –¿dónde está el cargador del móvil, por cierto?; el radar, sin el cual no hubiera sido posible el desarrollo de la aviación civil; la gasolina sin plomo, que nos previno de una crisis sanitaria global; el papel, seguramente hoy la tecnología más antifrágil para el almacenamiento y transmisión de saber humano; o, más recientemente, el iPhone que puso al alcance de nuestra mano el mundo de Internet cambiándolo casi todo. Y eso por enumerar solo algunos de mis capítulos preferidos.
Con cada una de estas innovaciones se nos descubren personas de carne y hueso que, apoyadas en tecnologías anteriores, o simplemente por serendipia (lo que no solía ahorrar infinitas horas de trabajo), dieron respuesta a retos y problemas de nuestra especie, originando nuevas soluciones, muchas veces para problemas de los que ni se era plenamente consciente de que existieran, y dando lugar a nuevos retos. El autor tiene la habilidad de, en cada caso, explicar lo anecdótico, mientras en la base se va fraguando lo fundamental.
Cada historia es diferente, en algunos casos estamos ante hitos empresariales de gran éxito, como el iPhone, mejora disruptiva con un claro antes y después; en otros casos, solo pudo apreciarse su repercusión con el tiempo. Por ejemplo, el origen de la banca moderna, la de captar depósitos masivamente para luego realizar operaciones de crédito. Un negocio que hunde sus raíces en la orden religiosa de los Templarios y de la que todavía quedan vestigios visibles desde el norte de Europa hasta Jerusalén.
El mosaico que ofrece el autor, no deja de ser una pequeña muestra de algunos de los cambios más visibles en el orden espontáneo de los mercados. Todas las innovaciones se enriquecen, unas con las otras, y su acumulación genera un efecto exponencial en el avance del bienestar y el progreso. La acumulación de capital determina el avance de las civilizaciones humanas, desde la edad de piedra, hasta la edad del silicio, y lo que vendrá. La banca, por ejemplo, y las mejoras en la gestión del riesgo, mejoró el crédito y expandió los horizontes del intercambio: las posibilidades de la economía eran mayores, también las de generar más ahorro y acumular más capital. Y así hasta el día de hoy.
Harford repasa otras tantas de estas innovaciones, como la sociedad de responsabilidad limitada, los seguros, la propiedad intelectual y los registros, o el papel moneda. En algunos casos se trata de invenciones individuales, con nombres y apellidos, otras colectivas, resultado de un lento y prolongado periodo de decantación y síntesis: todas ellas incluyen divertidas anécdotas y píldoras de erudición que, en muchos casos, arrojan luz sobre nuestra historia tecnológica reciente. Y más allá de las pequeñas historias, casi cuentos que se podrían leer perfectamente a estudiantes de primaria, el libro permite reflexionar sobre qué hace posible la innovación, más allá del ingenio de su inventor. En definitiva, cómo generamos un marco propicio para que todos nos podamos beneficiar de aquellos a quienes se les enciende la bombilla, y como propiciamos que a más gente se le encienda. De eso va, en definitiva, la economía capitalista.