Una de las tendencias más claras de los próximos años es el envejecimiento demográfico. Hipócrates, uno de los grandes sabios de la antigua Grecia, dividía el ciclo vital del hombre en periodos de siete años, número siempre asociado a propiedades mágicas, siendo el punto más crítico el tránsito en el cierre del noveno tramo o el gran climaterio. A esta edad, 74 años, se cruzaba el umbral de la senectud según el canon clásico: una edad, entonces, solo reservada a unos pocos. Desde entonces, la humanidad ha democratizado el progreso y la vejez, lo que hace que cada vez sea tan importante el ars senescendi (arte de envejecer). Para abordar este tema universal, el gran helenista Pedro Olalla propone un profundo diálogo, el género más propio para tratar con libertad cuestiones éticas y políticas –como sabemos de Platón y Socrátes–, con Cicerón sobre la filosofía en el ocaso de la vida, en el delicioso opúsculo De senectute política, editado por Acantilado.
Es un dato empírico que cada vez más personas viven más años, pero ¿realmente estos años son vividos, o por el contrario la vejez se ha ido institucionalizando como una suerte de parking social donde la vida ya no se vive sino que simplemente transcurre? A través del pensamiento de Cicerón y de otros pensadores del mundo clásico, el autor descubre al lector como la vejez no es tanto una cuestión relacionada con la edad sino con el carácter: así, la ambiciosa empresa de “envejecer bien” es, esencialmente, un empeño ético. Por eso, una cosa es la tercera edad, el último climaterio, y otra muy distinta la vejez. Ser viejo lo determina nuestra actitud vitalista o desesperanzada que podamos tener del mañana. Por eso hay jóvenes (y viejos) de todas las edades.
Para el gran Cicerón, la filosofía y la política son prerrogativas del hombre libre, prerrogativas que requieren de acción, de voluntad. Envejecer bien, vivir bien, que, en definitiva, son la misma cosa, es una empresa cuyo éxito descansa en nuestra propia voluntad, una fuerza más poderosa que el propio proceso biológico. Muchas veces asociamos la vejez a la falta de acción. Sin embargo, demasiadas veces olvidamos que las acciones más valiosas no se realizan con el ímpetu del cuerpo, sino con el conocimiento práctico, el criterio y buen juicio que sólo se alcanza con la vejez. La actitud y la actividad son importantes en todas las etapas de la vida. Los buenos hábitos (reflejo de nuestra voluntad) son nuestra mejor defensa para mantener nuestros talentos en buen estado en el tiempo. Una responsabilidad individual inalienable.
Lo anterior invita a preguntarse si, a nivel social, estamos preparados para afrontar con solvencia los retos que derivan de una sociedad más envejecida. Un reto que no únicamente exige solvencia financiera, disponer de buenas políticas de previsión, ahorro y unas cuentas equilibradas (todas ellas, asignaturas pendientes), sino también de cierta solvencia emocional y valores sólidos. En este sentido, nuestros bajos índices de lectura, por ejemplo, no es un buen síntoma.
Desarrollar buenos hábitos, ya sean físicos o mentales, es tarea de toda una vida. Contar con una sólida educación sentimental y una cultura elevada nos permitirá disfrutar de la vida de manera vital e íntima hasta el final, con independencia de las circunstancias que puedan rodearnos en la vejez. La inteligencia, la sonrisa o el afecto hacia las personas que nos son próximas, son atributos perennes al paso de los años. Pero ello exige constancia en el cultivo de una vida emocionalmente rica y disciplinada. Prepararse para una buena vejez del mañana exige desarrollar buenos hábitos hoy. Otra forma de ahorro, si se quiere.
La buena senectud es el corolario natural de una vida bien vivida y que encuentra sustento en seguir aprendiendo, seguir teniendo trato con los otros, sentirse útil, no abandonarse físicamente, cultivar un propósito humilde y confiar en un sentido último (en este caso, la generosidad de cuidar a la familia y amigos)
Envejecer no significa solo perder. Con la edad ganamos experiencia, criterio, virtud, nobleza, prudencia, nos volvemos más justos, más compasivos, más benevolentes, y también, sin duda, más inteligentes y prácticos. Los seguidores de Yahvé atribuyen una sabiduría indiscriminada a todos los ancianos por el simple hecho de llegar a serlo. Una idea que también refleja el refranero a su manera: “sabe más el diablo por viejo que por diablo.” Hay incluso quién es capaz de envejecer aprendiendo, senescere addiscentem, como el sabio Solón. Sófocles, que llegó hasta los 92 años, escribió a los 90 Edipo en Colono, una de sus muchas célebres tragedias. Olalla nos descubre como la vejez no ha de ser vista como algo de signo fatalista, definido estrictamente en términos numéricos, asociada a una etapa básicamente pasiva y antesala de la muerte. Otro ejemplo es Catón. Anciano activo y participativo, tuvo una vejez digna y ejemplar.
La buena senectud es el corolario natural de una vida bien vivida y que encuentra sustento en seguir aprendiendo, seguir teniendo trato con los otros, sentirse útil, no abandonarse físicamente, cultivar un propósito humilde y confiar en un sentido último (en este caso, la generosidad de cuidar a la familia y amigos).
La única sombra en el interesantísimo libro de Olalla son algunas reflexiones sobre economía, donde se mezclan peligrosamente conceptos. Como cuando se crítica al sistema capitalista que se asocia con el actual patrón de consumo, además alimentado vía crédito barato sobre un sistema monetario falto de anclaje, envilecido por políticos y banqueros –el autor sí barrunta alguna intuición acertada sobre la perversión del dinero pero que no llega a concretar–, que poco o nada tiene que ver con la prudencia, el ahorro o la acumulación de capital, en que se basa el capitalismo. Una advertencia que también puede hacerse sobre algunas observaciones a propósito de la democracia directa que pecan como mínimo de ser algo utópicas (especialmente viendo el escenario actual). Con todo, un maravilloso libro y una magnífica lectura veraniega.