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adie duda de que la calle de Sants es una de las arterias comerciales más importantes de Cataluña –y del mundo entero–. Los memoriosos recordarán que el trazado de la calle se remonta a la antigua Vía Augusta, aquella AP7 sin peaje que permitía a los tarraconenses subir a veranear a Barcino. A pesar de los esfuerzos romanos, todo eso serán campos hasta mediados del siglo XIX, cuando se instalan algunas de las grandes fábricas de la época, como los vapores de los Batlló y los Güell (antes de deslocalizarse en la colonia de Santa Coloma de Cervelló) o la España Industrial, la algodonera más grande del país.
En gran medida, los millares de obreros –o mejor dicho, de obreras– que manejaban la maquinaria textil también se instalaron en el barrio, y eso dinamizó comercialmente la calle de Sants –o de la Creu Coberta, la denominación varía según el tramo– propiciando los mercados de Sants y Hostafrancs, pero también las omnipresentes tiendas de legumbres cocidas, el fast food de la época, comida hecha para trabajadoras con poco tiempo. Como se requerían brazos en abundancia, el barrio acoge a las familias valencianas y murcianas de la primera gran oleada migratoria, y también se inauguran algunos de los primeros ejemplos de grandes almacenes, como El Barato y sus saldos –un outlet avant la lettre– en la esquina de la calle Riera, territorio de la infancia de Núria Feliu (orgullosa giganta del barrio). Diez años más tarde, el crío que se pasearía por estos lares, en concreto por Tenor Masini, es Quim Monzó, que si no recuerdo mal hace salir los bares del barrio en L’udol del griso al caire de les clavegueres, en aquel capítulo en el que, para oír música, ponen una moneda «en la vagina del jukebox».
El metro llega a la calle de Sants en 1926, en abril de 1969 circula el último tranvía –sustituido por el bus del mismo número, el 56– y en algún momento indeterminado de los últimos años llegaron los turistas, que se alojan en airbnbs o en los nuevos hoteles zen, comen fruta pelada y solo se acercan al mercado para comprar camisetas del Barça. Como pasa en todas las avenidas comerciales de Occidente, en la actualidad en la calle de Sants conviven las tiendas históricas, como el centenario estudio fotográfico Daguerre, con las nuevas franquicias clónicas –de panaderías, jamonerías o colchones– que lo uniformizan todo, hasta el punto que a primera vista no sabes si estás en Barcelona o en Dublín.
Nunca he tenido claro dónde se acaba, la calle de Sants (para algunos llega a Esplugues, para otros a Sant Just Desvern), pero sí que sabemos perfectamente dónde empieza: el kilómetro cero es la ruinosa plaza de España, con el inenarrable Hotel Plaza y el platillo volador Richard Rogers aterrizado encima de la plaza de toros. Pero empezar con tantos despropósitos es ideal para la calle de Sants, y augura que el paseo solo mejorará.
De la calle de Sants, solo lamento la campaña de marketing que la presentaba como la calle comercial más larga de Europa. De entrada podría tener buena pinta, un eslogan así, pero una búsqueda en Google te lo desmonta enseguida, y nos descubre una competición continental encarnizada para ver quién la arma más gorda: los vieneses están convencidos de que este honor lo ostenta su Mariahilferstrasse, en Burdeos aseguran que es la Rue Sainte-Catherine, mientras que en Polonia defienden que la calle con más kilómetros de tiendas es Ulica Piotrkowska de Łódź. Y más al norte, la competición continúa: en Copenhague están convencidos de que este orgullo recae en la calle Strøget, mientras que los berlineses sostienen, orgullosos, de que el eje comercial más largo del continente es la avenida Kurfürstendamm.