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a filósofa transmite serenidad, aunque parece inquietarse cuando la fotógrafa le pide que muestre las manos. “¿Las manos? Nunca me han gustado mis manos”, advierte. Hemos aludido a la confusa primavera del 68 con una pulla hacia su generación, más ocupada en la Sorbona que en la otra primavera, la de Praga. “No se valoró porque el comunismo no se podía tocar. En la universidad estudiábamos a Marx de manera clandestina con Manuel Sacristán, a mí me interesaba más cuando impartía lógica que sus teorías políticas. En aquella época, si no eras marxista, no eras progre: yo nunca lo fui, me he ahorrado la autocrítica”, ironiza.
Ha mencionado a Sacristán, pero en la Wikipedia asocian a Victoria Camps con el magisterio de José Luis López Aranguren y José Ferrater Mora. “Se ve que alguien lo consignó así y se ha ido repitiendo: mi obra tiene más contacto con el primero —aunque no fui alumna suya— que con el segundo: me he dedicado a la filosofía práctica que Aranguren difundió mucho antes de que se pusiera de moda. Hasta ese momento, la única ética era la ética tomista”.
La filósofa barcelonesa ha llevado la ética de los campus universitarios a los hospitales. Quienes dudan de la utilidad de la filosofía que constaten su influencia en laboratorios y centros médicos. Desde que integró el primer Comité de Bioética de España, Camps ha aportado saberes humanísticos a la gestión del Hospital del Mar, el Universitario de la Vall d’Hebron o las fundaciones Esteve y Grífols. Gracias a los protocolos bioéticos, el enfermo puede preservar su condición humana: “El paciente es, por encima de todo, una persona”, subraya.
Hemos mentado la religión… Camps considera que debería ser optativa, que una sociedad laica —que no laicista— tiene la obligación de ofrecer en sus currículos las distintas religiones: “Tengo un hijo historiador del arte y el primer consejo de su profesor fue que leyera la Biblia..
Sanidad y educación. Las dos partidas imprescindibles de un buen gobierno. “Gracias a la Ley General de Sanidad, España disfruta de uno de los mejores sistemas sanitarios y de los más baratos”, apunta Camps. La educación es otro cantar: “En Finlandia, país que siempre ponemos como modelo de éxito, no hubo nunca una reforma educativa… Aquí llevamos unas cuantas, siempre a golpe de ley e ideología. En lugar de reformar lo necesario, se incide en lo polémico: la religión, la lengua… Padecemos un treinta por ciento de abandono escolar a los dieciséis años. La formación profesional sigue sin ganar prestigio social. Sería deseable que la escuela pública despertara la misma simpatía que despierta la sanidad pública”.
Hemos mentado la religión… Camps considera que debería ser optativa, que una sociedad laica —que no laicista— tiene la obligación de ofrecer en sus currículos las distintas religiones: “Tengo un hijo historiador del arte y el primer consejo de su profesor fue que leyera la Biblia… Es muy difícil explicar filosofía medieval sin saber qué fue el cristianismo. Cuando era senadora, Gregorio Peces Barba impulsó un grupo de trabajo para incluir la asignatura Cultura Religiosa: redactamos un programa que, lamentablemente, no se llegó a aplicar”. Tanta referencia a las aulas nos trae la imagen de ese alumnado absorto en el móvil o la tableta mientras está hablando el profesor. “Deberíamos recordar más a menudo una frase de Steve Jobs: hacen falta más profesores y periodistas que nunca porque necesitamos criterios de selección, el soporte tecnológico es solo un instrumento, eso no es estudiar”, recalca Camps.
En su experiencia en el Consell Audiovisual de Catalunya (CAC) y en el comité de sabios para la reforma de la televisión pública que promovió Rodríguez Zapatero, Camps observó que la ética incide poco en la comunicación y las redes sociales. Confiesa que le saca un poco de quicio dar una conferencia y ver cómo el público tuitea frases aisladas y, posiblemente, fuera de contexto. Ante el difícil equilibrio entre la libertad de expresión y las sanciones a los desmanes tuiteros, la filósofa plantea la autorregulación: “La moderación es una de las notas que definen a la ética: el autodominio, el término medio, la templanza son virtudes no desdeñables para que la convivencia discurra sin demasiadas estridencias. El individuo debe autorregularse y poner coto a sus impulsos si pueden ser ofensivos, desagradables o inconvenientes para otras personas”, dejó escrito en uno de sus artículos en El País.
Situados en los límites ponemos a nuestra interlocutora en un brete. ¿Se negaría, como en Francia, a editar los panfletos antisemitas de Céline, contextualizados con un estudio preliminar? “Si se publicó Mein Kampf puede también publicarse Céline si se explica que estaba muy chiflado y que era antisemita, lo que no quita que fuera un gran escritor. El problema de este tipo de obras no es la censura sino la trivialización”, responde.
Las palabras condenadas al desuso por la frivolidad posmoderna afloran en la conversación: templanza, virtud. Añadimos modales, voluntad, disciplina, autoridad, moralidad… Camps ya reivindicó el concepto de “virtud” en Virtudes públicas (Premio Espasa de Ensayo, 1990) y acaba de dar a la imprenta de la UAB La fragilidad de la ética liberal. Vamos por partes. “Hoy se educa en valores, pero no en virtudes. El valor tiene una connotación económica, la virtud es actuar como ciudadanos, conformar una personalidad moral. La madurez consiste en ser autónomo y pensar por uno mismo y en no buscar para cualquier propósito la seguridad que proporciona el grupo”. Un matiz: “Ser autónomo no es saltarse todas las normas, sino saber cuáles son tus límites”.
Casi sin querer, nos volvemos a meter en las aulas: “He sido muy crítica con las reformas educativas que prescinden de la disciplina, la autoridad, la asimetría entre profesor y alumno cuando se elimina la tarima, luego se quita la mesa y acaban todos dando la clase sentados en el suelo”. La filosofía sin tarima degenera en autoayuda, destilación de lo que Lipovetski llamaba la ética indolora, apuntamos: “Aunque no penaliza como el derecho, la ética es normativa, te obliga a obrar en conciencia”, añade Camps. En cuanto a la fragilidad de la ética liberal, reprocha a las democracias occidentales que no hayan construido una moralidad pública: “Parece que ser liberal se haya confundido con que todo está permitido”, apostilla. Habíamos iniciado la plática con Mayo del 68… Cincuenta años después, nos preguntamos cuáles son los intereses y aprendizajes de Victoria Camps. Desde que se jubiló tras cuatro años de emérita ya no puede ser otra cosa que filósofa: le gusta escribir libros como Elogio de la duda (Arpa) en un momento en que nuestra sociedad está tan polarizada: “Elogiar la duda es propiciar la reflexión, por eso la duda está mal vista por los políticos. Los titulares mediáticos y las redes sociales son el abono perfecto para que el lenguaje de brocha gorda se extienda y se naturalice”. ¿La duda es bella?, proponemos a modo de conclusión: “La filosofía es el ejercicio de la duda. Aprender a dudar sirve para aprender a vivir”.