Hoy tienen taller de manualidades y de decoración de habitaciones. Con ayuda de algunas de las madres, Marisol organiza las mesas, las sillas y los materiales para la actividad: letras de madera con las iniciales de los niños, cajas a modo de joyeros que se pueden personalizar, pintura, pegamento, purpurina, tijeras… Mientras ellas realizan el taller, dos educadoras se encargan de cuidar a sus hijos. Como esta tarde hace calor, toca guerra de agua en el jardín.
Marisol trabajaba como subdirectora en una de las oficinas de CaixaBank en Salamanca. Un día apareció por allí Chari, se cayeron bien, ella le habló del centro que dirigía y, al poco tiempo, Marisol ya estaba colaborando como una más. “A mí el voluntariado siempre me había llamado la atención y, al conocer a Chari, empecé a ayudar en algunas cosas. Pero fue cuando me prejubilé que tuve tiempo para venir mucho más a menudo”. Aquí, Marisol hace de todo, desde cuidar bebés hasta atender el mercadillo de ropa usada que organizan regularmente, pasando por talleres de cocina o visitas culturales.
Las historias de las chicas que viven en Ave María son muy duras. Algunas pasan allí más tiempo que otras, pero la idea es que todas salgan preparadas para seguir con su vida en una situación mejor que la que tenían cuando entraron. Es difícil no implicarse con ellas. Marisol recuerda con especial cariño su relación con Babita, que hace años llegó embarazada y tuvo a su segundo hijo allí también. Marisol les ha visto nacer y crecer y, a día de hoy, que Babita vive fuera del centro, sigue manteniendo una estrecha relación con toda la familia.
Esa es, quizá, una de las grandes satisfacciones de su trabajo como voluntaria: ver cómo, poco a poco, las madres logran salir adelante con sus pequeños. Begoña es un buen ejemplo de ello. “Llegué aquí en la Nochebuena del 2015 y, desde entonces, mi vida ha cambiado completamente”. Cuando entró, Begoña llevaba tres días en la calle, embarazada de cinco meses, después de sufrir una situación de maltrato por parte de su pareja. Su hija Indara, que ahora tiene dos años, nació en el centro. Antes de llegar allí, tenía mucho miedo, porque no sabía lo que se iba a encontrar, pero en cuanto vio los pasillos llenos de color, con juguetes de por medio y niños correteando de un lado para otro, se dio cuenta de que estaba en el lugar adecuado. “La gente de aquí ha reconstruido mi corazón, lo ha pulido y le ha sacado brillo. Me han hecho resurgir de las cenizas”. Gracias a su labor, Begoña no solo ha podido criar a Indara, sino que además ha podido estudiar, conseguir un trabajo y, próximamente, también una casa, que compartirá con Ana, otra de las mamás. “Hay personas que necesitan esta plaza, y yo, ahora, me siento capaz de seguir adelante. Y es gracias a la gente que trabaja aquí y también a los voluntarios. Por eso, cuando sales, te los llevas a todos contigo”.
Eso es exactamente lo que le ocurre a Marisol, que ahora forma parte de la familia de muchas de las madres que han pasado por aquí. Para ella, este voluntariado también es parte de su vida. “Cuando te vas, lo haces más llena, te sientes más útil y más satisfecha contigo misma. Es más lo que recibes que lo que tú das, de eso no cabe la menor duda”.
Texto: María Arranz
Fotografía: Miriam Herrera
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