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ace veinte años, en el Museo Picasso, el público barcelonés pudo descubrir y admirar la obra de Egon Schiele, que durante el 2018 ha recorrido las principales pinacotecas del mundo, despertando aún un poderoso y pertinente resquicio de polémica. La obra del artista austrohúngaro, en buena medida salvada por Rudolf Leopold -coleccionista y artífice del vienés Museo Leopold, en que muchas de ellas se encuentran habitualmente- puede molestar por el carácter explícito de los desnudos, pero sobre todo por su desafiante crudeza. La exposición suele ser frontal, exenta de historia que la justifique o permita contextualizarla. Aquí, en la ausencia de una narrativa que haga comprensible incluso lo intolerable, radicaría su valor artístico, al menos desde el punto de la “estética negativa” de Theodor W. Adorno.
Para el pensador frankfurtiano -quien buena parte de su vida tuvo presente el trauma de Auschwitz, como súmmum de la destrucción de los valores del humanismo- el arte que no provoca incomodidad en realidad colabora, conscientemente o no, con un sistema de producción autoritario, que no tiene en cuenta al individuo. Décadas antes, el propio Schiele había inscrito en el margen de una acuarela, durante una breve reclusión en la cárcel, que “reprimir a un artista es un delito, significa asesinar vida en gestación”. Con todo, conciliar la libertad de expresión artística con la protección de los derechos civiles, algo que parecería sencillo, no siempre lo es. Que el arte posee el poder de cuestionar la realidad y confrontar al espectador con verdades incómodas, con tendencia a ser negadas, es incuestionable. ¿Pero acaso todo arte logra esa taumaturgia, por el mero hecho de resultar molesto? ¿Quién separa el arte o los discursos que permitirían derruir prejuicios y dogmas -en pro de la construcción de un criterio autónomo- de aquellos otros que, muy al contrario, corrompen o adoctrinan interesadamente?
“Reprimir a un artista es un delito, significa asesinar vida en gestación”, dejó inscrito Schiele durante su estancia en prisión
Ciudades tan abiertas de mente como Londres o Berlín sortearon aquella compleja disyuntiva, al modificar los carteles promocionales de la obra de Schiele. Inicialmente, mostraban hombres y mujeres desnudos sobre un fondo neutro, con miradas perdidas o provocadoras. Una franja blanca pasó a cubrir las zonas más sensibles de los cuerpos con un lema, magistral slogan, inscrito a modo de justificación: “lo sentimos, han pasado cien años, pero aún es demasiado atrevido”. Una maniobra que, lejos de toda improvisación, parecería parte de una estrategia de marketing, quién sabe si efectuada para atraer aún más público o animar a la reflexión. En la era del barroco digital y de la reproductibilidad masiva e interesada del bulo -eso que se ha denominado de un modo un tanto cursi la “posverdad”, con la predominancia de las fake news– el movimiento podría haber perfectamente guionizado. De cualquier modo, la campaña es excelente, porque recuerda la esencia transgresora del arte -rasgo casi obligatorio, desde el romanticismo- sin realmente transgredir, es decir, tornándolo atractivo ergo consumible bajo el pretexto de la probable indigestión.
En muchos medios de comunicación se vendió esa retracción como producto de la presión popular -con diferentes grados de censura, por cierto, según la ciudad- frente a una obra que, sin duda, no puede ser del gusto de todos. Un interesante artículo en The Guardian reflexiona, a raíz de la exposición de Schiele, acerca la mostración de contenidos para adultos en el espacio público, teniendo en cuenta que no sólo puede ofender a aquéllos, sino a menores de edad (quienes, no teniendo garantía de su capacidad para procesar de forma no dañina los contenidos en cuestión, habrían de quedar legítimamente al margen del debate). Hablando de Schiele, quizá esta consideración parezca muy conservadora e innecesaria, pues se ha convertido a pesar de su malditismo en un referente de la pintura, igual que Baudelaire lo es en el ámbito de la poesía.
La cuestión de la libertad de expresión en el arte, con todo, dista mucho de estar resuelta, incluso entre quienes dicen ser incondicionalmente partidarios. Hace unos meses La Vanguardia planteaba la misma cuestión a raíz de un escultor contemporáneo cuyas obra -inspirada en las figuras de las vasijas griegas e instalada en un paseo marítimo de Valencia- reproduce explícitamente todo tipo de actos sexuales. Sin entrar en evaluaciones artísticas -para las cuales la mayoría, quizá, no estaríamos cualificados, al no gozar de la confortable perspectiva histórica- lo que sorprende del caso es que no sólo no hay un mecanismo de “promoción” que habilite la reflexión crítica, sino que se da por supuesto esa máxima que a Schiele -la de la libertad de expresión artística- le costó tanto defender. Y no sólo eso: se despliega avalada por dinero público. Una “falsa transgresión” que los contribuyentes estarían en su derecho de cuestionar por tratarse de un doble salto moral, y encima con red.
EXHIBICIONES EPIDÉRMICAS
En efecto, la actitud de los retratados por Schiele puede parecer lasciva, rasgo igualmente presente en muchos de sus inquietantes autorretratos. No sólo la idealización se ha tornado imposible: más que potenciación de la sensualidad, en un sentido morboso, se percibe en su obra un escándalo de signo opuesto: el aparente desprecio de sí mismo, de la realidad carnal -cadavéricamente expuesta- camina de la mano de una explosión de creatividad que se manifiesta en el trazo de los dibujos, captando escorzos imposibles, y en la magistral paleta de colores de sus pinturas, que reflejan paisajes en sensación cuarteamiento o que bailan desafiantes sobre la nada, en ausencia de fondo. Son múltiples las capas, los efectos de veladura. Sugieren una tendencia a la abstracción, pero -en el caso de Schiele- sin perder por completo la figura, como para alcanzar la máxima expresión psicológica. La naturaleza se muestra brutalmente epidérmica, dando a entender que lo que hay debajo es, en efecto, eso mismo que se muestra.
La lógica del tatuaje detiene el tiempo y fija una identidad que ha de trascender. Suscita satisfacción y orgullo, en la medida que posiciona y permite el reconocimiento
No deja de ser sintomático que aquel slogan promocional (“Sorry, 100 years old but still too daring today”) funcione como reclamo, en una época como la nuestra, en que se celebra el culto al cuerpo y se postula la eterna juventud como una posibilidad real, y realizadora. Nada hay más ilustrador de la búsqueda de una transgresión definidora y masivamente aceptada -moda de la extrema diferenciación- que el tatuaje, inscrito en la parte más visible y superficial; el órgano -pues la piel, lo es- que se torna máximamente significativo, al querer representar algo así como una vía de entrada a la interioridad. La lógica del tatuaje pretende detener el tiempo y fijar una identidad que ha de trascender y llegar a los demás. Suscita satisfacción y orgullo, en la medida que posiciona y permite el reconocimiento. Una marca de excepcionalidad que se publicita de forma más o menos exclusiva, según en qué lugar se halle. La celebración de esa realidad única, en forma de exhibición, contrasta con su perversa utilidad en tiempos no tan remotos.
El tatuaje puede también entenderse como registro ominoso, rubrica que culmina la cosificación del cuerpo, convertido en mano de obra barata o gratis. Sin irnos a la época de la antigüedad o a la era de los descubrimientos y las colonizaciones, los campos de concentración -durante el XX, en la cuna de la civilización moderna, contabilizan a los reclusos con un sistema completamente salvaje. Y eso no es todo. A los internos del campo de Buchenbald que portaban su piel previamente decorada con tatuajes, les esperaba un macabro destino: el ser recopilados, coleccionados y “estudiados” en una tesis doctoral. La conversión de la persona en cosa manipulable, sometida a una vida infrahumana, lo ha recordado con gran escándalo el artista Santiago Sierra (Premio Nacional de Artes Plásticas en 2010) en su serie de “acciones remuneradas”. Personas que no pueden negarse la aceptación de un intercambio económico, por ser marginales, se retratan en actitudes que la buena conciencia encontraría ofensivas. Por ejemplo, dejarse tatuar una línea en la espalda, obra que se encuentra en la Tate.
Si es cierto que la celebración del cuerpo como cosa en la obra de Schiele todavía escandaliza -más allá de las campañas de marketing- bien puede deberse a esa idea que quiso mostrarse en la primera entrega del post dedicado al centenario de su nacimiento. Es decir, al inextricable vínculo eros/thanatos, que también explicitaba con palabras el propio Schiele. Y no movido por la mera voluntad de transgredir, sino pensando en la plasmación de principios y necesidades irrefrenables en el ser humano, tanto más en el artista, que se comporta prácticamente como un chamán, ajeno a los tiempos y las modas: “El arte no puede ser moderno, el arte es eterno”, dejó escrito.
Incluso si el soporte que utiliza es tan sencillo y translucido como el papel -color piel- la gravitación de sus figuras revela un peso ontológico de gran belleza.
Hacer de la forma bella, del cuerpo a priori sensual, un memento mori -recordatorio de la propia muerte- es algo que tampoco acostumbran a conseguir, con verdadera radicalidad, los tatuajes más siniestros, aquellos con calaveras, animales mortíferos o caracteres en idiomas ancestrales que se exhiben como rasgos de carácter, y que bien podrían significar cualquier cosa, o peor aún: nada. Claro que más perjudicial -para uno mismo y para la sociedad- resulta desplegar vitalmente una coherencia con la cosificación más absoluta. El brazo tatuado del condenado que representa Sean Penn en Dead Man Walking ilustra esa tremenda vacuidad, que parece atizada por el dictum del personaje de Dostoyevski que postulaba “Si Dios no existe, todo está permitido”. Ningún lirismo encontramos en la pulsión siniestra de un personaje de este tipo, a diferencia del arte no meramente epidérmico de Egon Schiele, que confronta la muerte con una actitud creadora.
Incluso si el soporte que utiliza puede ser tan sencillo y translucido como el papel -color piel- la gravitación de sus figuras revela un peso ontológico de gran belleza. En una carta que Egon Schiele dirige a Oskar Reichel en 1911 explica en términos de iluminación la función de su arte. No disimula el tono mesiánico, ni la concepción de su tarea como un acto amoroso: “mi ser, mi no ser, reorientado a valores permanentes, más pronto o más tarde tiene que transmitir mi fuerza a otros seres más o menos formados, como si se tratara de una religión de creyentes. Los más distantes observarán, los lejanos me mirarán y mis negadores vivirán de mi hipnosis. Soy tan rico que tengo que seguir regalándome”.