En esta crónica el repertorio, que es variable, tiene como protagonista (la joven japonesa a Cio-Cio-San) a la soprano Saioa Hernández, que ya adelanto que mantiene el tour de force a un buen nivel durante toda la representación y que se convierte en una verosimilitud interpretativa muy destacable. Ya lo saben ustedes: un sátrapa oficial de la armada norteamericana engaña a una joven (ilegalmente joven) japonesa casándose en ella y prometiéndole prosperidad y estabilidad, y todo el resto de la obra es la espera de ella mientras él se marcha prometiendo que volverá. Ella incluso se convierte al cristianismo, confiando en que en Estados Unidos el divorcio (pobrecita) se castiga, mientras él se aprovecha de la laxitud legal nipona en términos matrimoniales. Es decir: para él, una aventura. Para ella, el amor eterno.
Este argumento se desarrolla, en la versión Liceu 2024, en un escenario de típicos paneles japoneses (shoji) que se alzan y descienden como persianas, y tras ellos pasa tanto el paisaje como la llegada y ida de los personajes, y evidentemente, a lo lejos y sólo como idea en nuestra imaginación, un barco que nunca llega y que un día (muy tarde, después de más de dos años) acaba llegando. Escenografía austera, directa, sin espectacularidades: ni una simple silla. Toda la atención recae en la actuación de los intérpretes y en la ejecución de las melodías, que al principio ofrecen, como marcaba el libreto de Puccini, un par de guiños al himno americano. Los tintes orientales se notan menos, pero se hace un espacio entre la pulsión belcantista del compositor, y el vestuario acompaña con una exactitud histórica rigurosa. En cuanto al sátrapa, el tenor Fabio Sartori también se revela de una verosimilitud sorprendente e incluso en algún momento nos acaba cayendo simpático. Él y la joven japonesa acabarán subiendo, al final del primer acto, en un Volgatemi bene que hace olvidar todo el engaño o que confiere una extraordinaria belleza al engaño. Puccini logra esto: sabemos que es todo mentira, pero aprendemos cómo se sublima una mentira en forma de amor. De música.
Unos momentos de pausa para destacar la instalación de Antoni Tàpies que el Liceu ha dispensado a los bebedores de cava del Saló dels Miralls, en este año de conmemoración de los cien años de su nacimiento. Que no se nos escape, parece decirnos el director artístico Víctor García de Gomar. Bueno: y tampoco se nos escapan, enganchadas a los espejos, las mariposas. Todo ello como preludio de la esperada aria de lucimiento de toda la obra, Un bel dí vedremo, cantada después de dos años de espera mientras la criada Suzuki (destacable Teresa Iervolino) la intenta convencer de que no debe hacerse ilusiones. Es admirable la capacidad de Puccini para alargar el tema de la ilusión, de la fe, de la espera, en una especie de homenaje a quienes no pierden la esperanza que eleva a Cio-Cio-San, la gran ilusa, en la vencedora absoluta de un argumento donde de hecho lo pierde absolutamente todo.
Todo el público se marcha del teatro preguntándose si hacía falta, si hacía realmente falta que el hijo de Cio-Cio-San y del sátrapa Pinkerton, sádicamente bautizado con el nombre de Dolore, permaneciera con los ojos vendados y agitando una banderita americana mientras su madre se quita la vida con un cuchillo. Arruinada, engañada, sustituida por otra mujer (sí, el cobarde Pinkerton aparece con complemento), humillada y habiendo renegado de su propia cultura y creencias… pero como decíamos, al fin y al cabo, vencedora absoluta. La belleza de creer en algo, de confiar en algo. Te clavan la aguja porque ellos nunca tendrán tus alas.