Del agua del grifo al cielo

Cuando yo vivía en la ciudad de Barcelona le tenía miedo al agua. A la de boca, sí. Llegué a darle de beber agua mineral a mi gato, temerosa de que, si se la daba del grifo, se me muriera como ya se me habían muerto un par de plantas. Bien es verdad que la jardinería nunca ha sido lo mío. Si a mí me dejan al cargo del Parc Natural del Montseny, en un par de semanas me comprometo a que se puedan rodar ahí spaghetti westerns como en el desierto de Almería.

El agua del grifo de Madrid, en cambio, goza de gran predicamento hace por lo menos un par de siglos, cuando se puso en marcha el Canal de Isabel II, obra tan faraónica que todavía muy recientemente ha habido quien ha ganado con ella un poco más de dinero del estrictamente justificable… Pero, de perdidos al río —que sería la versión mesetaria de pelillos a la mar—: en Madrid puedes beber agua no mineral hasta jartarte, y ese es en parte el éxito de los bocatas de calamares, los churros y las cervezas madrileñas. De todo aquello que depende de la calidad intrínseca del H2O.

Bien es verdad que todo en la vida es fluido, y estas cosas más. Hace no mucho me encontraba yo en el lobby de un hotel de Barcelona. Digamos que me vi obligada a consumir sin ganas, sólo por pasar el rato, y se me ocurrió pedir una botella de agua. Yo esperaba matar dos pájaros de un tiro y hacerme con un botellín de esos de plástico que te los llevas tan guapamente al AVE, donde sabido es que ahora no te venden ni los buenos días. Cuál no sería mi sorpresa al ver que el camarero plantaba ante mí una botellaza de cristal de tres cuartos de litro por lo menos, de maravilloso diseño entre curvilíneo y estilizado. Algo así como la Pedrera hecha botella de agua, y con el logo del hotel bien claro y bien flamante encima. La acompañaba una nota con el precio: 3,90 euros.

¿Será que con este look tengo pinta de guiri? ¿De verdad me iban a cobrar casi cuatro euros por una cantidad de agua que ni queriendo me la puedo beber del tirón, y que desde luego no está pensada para que me la lleve al AVE…o sí? ¿No dicen que todos llevamos un delincuente en potencia dentro? …Bueno, el caso es que, en cuanto el camarero se dio la vuelta, resuelta agarré yo mi botella, o mejor dicho, mi botellón, y salí de ahí tan tiesa como si portara la antorcha olímpica. También, por supuesto, a toda velocidad y sin mirar atrás.

No negaré que algo de vergüenza me daba. Algo culpable me sentía. No fue hasta encontrarme a salvo dentro de mi tren de alta velocidad, cuando se me ocurrió darle la vuelta a la botella —que, insisto, era hermosísima— y leer algo que me dejó atónita: el agua en cuestión, de mineral no tenía nada. Era agua del grifo primorosamente filtrada, eso sí, con todo el amor de la dirección del hotel…

Solté de una sola vez un cagundena y una carcajada. Visto así, ya no me daba tanto reparo haberme llevado la botella. Hasta me quedé convencida de haberles pagado un buen precio por el casco. Pero hay que reconocer también que, a juzgar por el sabor —y yo me precio de ser una muy buena gourmet de aguas, de tener el morro muy fino para distinguirlas y apreciarlas…—, yo no habría sospechado jamás que aquello pudiese ser agua del grifo…de Barcelona. No de la fuente del pueblo de mis padres, no, sino de Barcelona, Barcelona. Agua de la capital.

Una de dos, o la calidad del suministro ha mejorado enormemente desde que yo vivía allí, o alguien ha aguzado mucho el ingenio para hacer de la necesidad, virtud, y de la sed, un arte. Decía hace un rato que las cervezas de Madrid siempre han contado a su favor con la calidad local del agua. Les salen así unas cañas directas, descomplicadas, entrañables. Aunque los muchos y variados habitantes de Madrid no le hacen ascos a las maltas de importación, y es para mí una alegría y un orgullo afirmar que Inèdit, la propuesta cervecera desarrollada por la casa Damm con Ferran Adrià y los sumillers del Bulli, con esa estrella además tan coquetona en el morro, bueno, pues esa cerveza está ganando muchos seguidores (y seguidoras) en la capital del reino. Yo que tengo la suerte de que la venden en el supermercado de al lado de mi casa me he tenido que comprometer a llevar unos cuantos six-packs a unas cuantas cenas en las afueras. Y ahí lo dejo.

…No sin añadir que espero con regocijo a ver en qué queda la nueva cerveza de autor de Damm, que, según he leído aquí mismo, en The New Barcelona Post, se va a llamar Equilàter y se va a lanzar como una stout de lujo, programada por François Chartier, el terror de las armonías moleculares, para maridar con precisión milimétrica hasta con cuatro gamas aromáticas y gastronómicas diferentes.

No me veo yo trasegando mucha stout, yo soy de texturas más leves, tipo precisamente Inèdit. Pero me fascina esto de bombardear una cerveza con moléculas de olor que la hagan más o menos apta para acompañar un ceviche o uns peus de porc. Precisamente el otro día quedé a cenar con un amigo de Madrid que tras superar el coronavirus (lo contrajo cuidando a su madre enferma) perdió el olfato y le está costando volverlo a recuperar. “¿Pero no hueles nada de nada?”, le pregunté yo. Y él: “Algo, pero ni mucho menos todo”. Medio en broma, medio en serio, añadió que le da miedo echarse demasiado perfume antes de salir a la calle… Y que también está aprovechando para liquidar todos los vinos baratos y hasta de mala muerte que tenía en casa “porque total, si no voy a notar la diferencia…”.

Y la pena que me dio el pobre hombre, que me contaba todo esto en una estupenda terraza en un séptimo piso con vistas a la estación de Atocha y toda la glorieta de Carlos V, él me había invitado a un Pinot Noir de Freixenet para brindar por la derrota de Trump, yo allí en la gloria, en todos los sentidos, y él dudando de si bebía cava o Trinaranjus…Por eso al leer aquí, en The New Barcelona Post, que van a echar el resto para que una cerveza huela como la magdalena de Proust… En fin, que pensé que una cosa así igual resucita a un muerto y hasta la nariz de mi pobre amigo. Que habiendo amor y creatividad, hasta con agua del grifo se hace magia.