Las cosas claras y el chocolate espeso, dicen en Madrid. Donde es verdad que siempre se ha llevado el chocolate de densidad majestuosa, casi mórbida, supongo que por contraste con el chocolate francés, de cuyo sabor no tenemos queja —y si la tenemos, nos la callamos—, pero de cuya textura sólo podemos decir que está más cerca de la meada de gato que de ninguna sustancia pensada para mojar churros. O bizcochos de soletilla, que es como los madrileños denominan lo que, para un catalán, toda la vida ha sido y será un melindro.
A medio camino entre una cosa y la otra podría estar el chocolate de Barcelona. Bueno, no sé si el de Barcelona entera, pero sí el que sirven en La Pallaresa, en la calle Petritxol, 11. En la Granja La Pallaresa. Me acuerdo de una vez que llevé allí a un novio madrileño, y mucho le impactó pues eso, que le dijera que íbamos a ir a una “granja”. Él ya se me imaginaba en zuecos y delantal y correteando tras las gallinas. O delante de los cerdos, que al final siempre hay que volver a Orwell, más a menudo incluso de lo que a algunos nos gustaría.
Una granja es un café, es una chocolatería, es un merendero o un desayunadero, pero es a la vez mucho más que todo eso. Es un sitio donde los relojes no se paran pero se atenúan. En La Pallaresa a mí siempre me han pasado cosas mágicas. Por ejemplo, quedé una vez allí con Martí Boada, geógrafo y distinguido padre de la conciencia medioambiental catalana a partir de sus innovadoras experiencias para conservar y hacer palpable y palpitante el Parque Natural del Montseny. Boada es asesor científico de la UNESCO en el ámbito de Conservación de las Reservas de la Biosfera, es miembro del Comité Español del PNUMA (Programa de las Naciones Unidas por el Medio Ambiente) y del Fórum Global 500, también de Naciones Unidas. Precisamente este foro le concedió en 1995 el Premio Global 500, que le entregó Nelson Mandela en persona. Ahí es ná.
No mucho después de eso recuerdo que me tocó a mí, entonces una periodista debutante, hacer un perfil suyo, de Martí Boada, para una radio que le iba a entrevistar. Por favor no se me escandalicen cuando les cuente cómo funcionaba aquello: la radio en cuestión entrevistaba a personajes, lógicamente la entrevista la hacía un primer espada de ellos, y a mí, a la novata, me encargaban un audioperfil, una especie de retrato sonoro para introducir la entrevista. Las más de las veces no conocía de nada a los entrevistados. No les había visto en mi vida, no había cruzado palabra y sólo sabía de ellos lo que podía encontrar en las hemerotecas (ni siquiera Internet, entonces).
Dicho así, debería haber sido un fracaso. Pero el caso es que no lo era. Debo tener un talento oculto para conocer a la gente “por escrito”. Para leer entre líneas la información de ellos y sobre ellos. Este talento, que con el tiempo me rendiría grandes servicios por ejemplo en Tinder, me sirvió entonces para hacer algunos retratos “clavados”. No lo digo yo, lo decían los retratados, que por lo menos en un par de casos pusieron gran empeño en quedar conmigo, intrigados por lo que a mí se me había ocurrido decir de ellos…que por lo visto, no se le había ocurrido antes a nadie más.
Martí Boada fue uno de estos intrigados. Quedamos en la Pallaresa, tal cual. Yo, tras ver docenas de fotos de él, que además es un hombre inmenso, fuerte, con un físico a medio camino entre el Sean Connery de El nombre de la rosa y un gran leñador, no tenía dudas de que le identificaría nada más verle. Lo que no me esperaba en absoluto era la reacción de él al verme a mí.
– Cagundena! Tu ets la pubilla del Buxaus!
Fue como salir de la ducha en pelotas, pensando que no hay nadie en casa, y encontrarte a un visitante inesperado, igualmente en pelotas. Resulta que Martí Boada es nacido en el pueblo de mi padre, Sant Celoni. Ese era el hilo del que yo había tirado para retratarle: atravesando la coraza de su inmenso glamour de gran sabio internacional, le había descrito como lo que es, un orgulloso hombre de pueblo y de la tierra, una fuerza de esa Naturaleza casi salvaje que es el Montseny, íntimamente cachondeándose todo el tiempo de los urbanitas. Conocer desde pequeña lo que piensan en Sant Celoni de los de Barcelona me permitió clavar aquel retrato, su retrato.
Pero, si mi padre es de Sant Celoni, resulta que mi madre era de Arbúcies, concretamente de una mítica masia del siglo XVIII: el Buxaus. Ella fue efectivamente la pubilla de allí, y yo también lo habría sido, o lo sería, de no ser porque hace mucho tiempo que la propiedad ya no pertenece a mi familia. De hecho ha sido todos estos años, y va a seguir siendo unos meses más, un foco de turismo rural de no poco tronío. Pero mira cómo son las cosas, o cómo son los del Montseny, que fue plantar yo un pie en la Pallaresa y Martí Boada casi caerse de la silla. De un vistazo había visto desfilar por mi cara generaciones enteras “dels Buxaus”, como se empeñaba en llamar a mi familia materna, aunque no sea ese el apellido que figura en nuestros DNI.
Fue una tarde muy proustiana. Sentados a aquella mesa, Martí Boada me contó muchas cosas de mis abuelos que yo no sabía, y hasta me habló de parientes cuya entera existencia ignoraba. Los dos estábamos, he de decir, conmocionados y emocionados. A él la emoción le duró lo suficiente como para embarcarme a toda costa en un tour por los antiguos predios familiares y masías colindantes. Donde invariablemente insistía en presentarme como “la pubilla del Buxaus”. En mi vida me he sentido más cerca de ser de sangre real.
Desde entonces, el particular chocolate de La Pallaresa, más espeso que el francés pero más sutil que el madrileño, para mí inseparable de ese reconfortante golpe de nata que convierte un chocolate a la taza (chocolate deshecho en catalán…ay…¿no es precioso?) en un suizo, bueno, pues todo eso equivale a una especie de pasadizo secreto a emociones no ya infantiles sino casi casi prenatales. Creo que nunca he tenido tantas raíces para mí sola como esa tarde, en esa granja del número 11 de la calle Petritxol.
También solía quedar allí con un viejo amigo periodista al que hace muchos años que no veo. Pero que esta semana, al enterarse de que algunos me habían insultado de muy mala manera en un programa de televisión y en las redes, me mandó cariñitos. Y recuerdos de nuestras tardes en la Pallaresa.
Los paraísos a lo mejor no duran mucho. Pero existen.