Cuando yo era pequeña, muy pequeña, me encantaba ir con mi madre a El Corte Inglés de Plaça Catalunya. Ella compraba lo que tenía que comprar (algo que cuando tienes 3 años te parece mortalmente aburrido…), pero se aseguraba de mi dócil buena cara durante todo el proceso llevándome luego a la cafetería a merendar. Las cafeterías de El Corte Inglés han sido siempre como transatlánticos, qué digo, como portaaviones. Pasan el tiempo y las modas y mantienen su hierática monumentalidad, que recuerda un poco a la de las pirámides de Egipto.
Para mí sin duda era la pirámide de la merienda porque pedía siempre lo mismo: una especie de bastoncitos de pan que te los servían acompañados de unos finos bucles de mantequilla, de una especie de mantequilla rizada, que a mí no dejaba de chiflarme. Por la presentación, que en la época era el colmo de lo sofisticado —no era difícil suponer que si la reina de Inglaterra te invitaba un día a merendar, te sacaría algo así— pero, sobre todo, por el sabor. No exagero si digo que el sabor de aquella mantequilla marcó mi infancia, y la marcó a fuego, además. Con una tozudez que hace que, muchos años después, siga acordándome de aquella “mantequilla de El Corte Inglés” que sabía como ninguna otra.
Desde luego no tenía nada que ver con la que comíamos en casa. Cuántas veces mi madre trató de persuadirme de untar mantequilla casera en el pan y yo me rebotaba, negando la mayor de que “fuera lo mismo”. Mi madre aseguraba que la única diferencia eran los rizos, que en casa no teníamos nada para rizarla así, pero que por lo demás, ¿dónde estaba la dichosa diferencia?
Yo no tenía las tablas dialécticas que tengo ahora, y menos contra mi señora madre, con lo cual me limitaba a ponerme de morros y negarme a merendar.
Estoy diciendo que esto era a mis tres años. A los cuatro, nos habíamos mudado a Granada, y allí me apuntaron a un colegio de monjas donde al principio nadie hablaba mi idioma. Desde luego no sabían ni una palabra de catalán. Pero es que cuando se ponían a hablar aquel castellano que no sonaba como ninguno que yo hubiera conocido antes, se me abrían los ojos como platos, asustada…
Recuerdo que el shock del primer día sólo se atenuó, precisamente, a la hora de la merienda. Me dieron pan con mantequilla y…¡voilà! ¡Por alguna extraña razón, ¡las monjas de Granada tenían exactamente la misma mantequilla mágica que la cafetería de El Corte Inglés de Plaça Catalunya! Bueno, las monjas no la rizaban, claro, pero el sabor, la textura, el peso tan concreto en la lengua…
Aquel día volví a casa mucho más segura de mí misma y llena de preguntas. Al fin se impuso la realidad incontestable de los hechos: la mantequilla de mi casa nunca había sabido como la de El Corte Inglés, ni como la de las monjas, por la sencilla razón de que…no era mantequilla. Era margarina vegetal, muy de moda en los hogares catalanes y españoles de la época. Porque era más barata y porque, además, era más ligera y “más sana”, o eso afirmaban los anuncios de la tele con denuedo.
Al fin quedaba panza arriba el gran misterio, al fin se hacía justicia a mi instinto gourmet infantil, a mi absoluta certidumbre de que lo que decían que era “lo mismo”, pues no, pues no tenía nada que ver. Sería incluso más recomendable desde determinado punto de vista. Pero de ser lo mismo, ni de coña. Hasta el clero andaluz lo tenía claro.
Pasaron unos añitos más, tampoco muchos, y me acordé de esta historia cuando mis queridos padres se sumaron a la intrépida caravana de matrimonios catalanes que cualquier fin de semana dejaban a la niña (yo) con la abuela para escaparse a Perpignan a ver El último tango en París. Este aclamado film de Bertolucci no se estrenaría en Barcelona hasta 1978, pero se había estrenado seis años antes en Francia. Recuerdo perfectamente que mi madre hizo ese viaje embarazada de mi hermana pequeña. Y yo, de nuevo en el colmo de la inocencia, sin ni imaginarme el motivo real de la excursión, sólo era capaz de protestar porque mi hermanita había estado en Francia (así fuese en fase fetal, prenatal)…, antes que yo, que era la mayor. No paré de protestar por semejante injusticia hasta que, creo recordar que en 1980, mis padres dejaron entonces a la hermanita con la abuela y me llevaron a mí a cruzar los Pirineos, no a Perpignan ni al cine esta vez, sino a una población muy emotivamente para nosotros llamada Le Grau du Roi, que por cierto andado el tiempo descubrí que es el escenario de una perturbadora novela de Ernest Hemingway…
Juraría que fue después de ver El último tango… cuando mi madre dio al fin su brazo a torcer y admitió que la mantequilla y la margarina no eran exactamente lo mismo. Pero me puedo equivocar.
Ay, qué tiempos inocentes, con tanto por descubrir…