Una huelga general con encanto

En este país se habla mucho de huelgas generales pero lo que se dice generales, generales de verdad, yo en mi ya no tan corta existencia sólo he visto una: la del 14 de diciembre de 1988. Se cumplen estos días 32 añitos justos.

No se asusten, no les voy a aburrir con un análisis ni sesudo, ni contundente, ni siquiera político de aquello. Quién se quiera enterar de quién convocó aquella huelga, contra quién, por qué y para qué, tiene a su disposición oceános de hemeroteca. Y de Wikipedia.

Yo sólo les quería hablar hoy de cómo para una muchachita de provincias una huelga general se puede convertir en una jornada mágica. Y además en un recuerdo de una dulzura casi lacerante.

Yo vivía entonces en Sabadell con mis padres, y para mí no había metrópoli más interesante y tentadora en el mundo que Barcelona. Me moría por ir a vivir allí. Pero todavía me quedaban por delante algunos años de ferrocatas arriba, ferrocatas abajo. Años de entrar y salir de Barcelona no como Pedro por su casa, sino como Alicia entra y sale del espejo.

Además de vivir entonces en Sabadell con mis padres, y de morirme por ir a vivir a Barcelona, yo entonces fumaba. Y cómo. Recuerdo que esa fue la primera vez que apunté maneras de analista: olfateando en el ambiente que la huelga iba a ser un éxito, que de verdad iba a ser general y total, tomé la precaución de pertrecharme bien de tabaco el día antes. No todo el mundo fue tan precavido y se vieron algunas escenas dignas de la niña de El exorcista.

Además de vivir entonces en Sabadell con mis padres, de morirme por ir a vivir a Barcelona y de fumar, yo aquel día había quedado con el cantautor Albert Pla, que no sé por qué cada vez a más gente le parece increíble que seamos amigos. El caso es que lo somos. Surrealista como ha sido siempre y desde el principio nuestra amistad, pues eso, se nos había ocurrido quedar el 14-D, nada menos. Ya no recuerdo si para entrevistarle o para simplemente charlar (solíamos mezclar mucho lo uno y lo otro), pero el caso es que habíamos quedado ese día.

Cuando en la mañana del 14-D Albert Pla me llamó a casa, al teléfono fijo de mis padres, yo, que siempre he sido la más sensata de los dos (no hay más que verme), di por hecho que era para cancelar dada la dificultad endiablada para hacer nada ese día. Qué va. El bendito de Albert ni se había enterado de que hubiera huelga. Lo que me proponía era vernos no en Sabadell sino en Barcelona, donde había quedado a su vez con otro cantautor, con el gran Jaume Sisa. ¿Me apuntaba yo a ir a Barna con Sisa y con él? Eso es lo que yo llamo una oferta imposible de rechazar, no lo de El Padrino.

Temerosa de romper el hechizo, recuerdo que apenas susurré: “Pero Albert, tú…tú sabes que hay huelga, ¿verdad?”. A él esto no llegó ni a entrarle por una oreja y a salirle por la otra, porque ya había colgado el teléfono.

No recuerdo cómo llegamos a Barcelona (¿en su coche?), porque lo que sí que os juro es que no funcionaba nada de nada de nada. Tanto es así que, al efectivamente juntarnos con Sisa en el lobby de su hotel —el Hotel Oriente de las Ramblas—, donde conferenciamos emocionados y tétricos como figuras del para nada lejano Museo de Cera, bueno, pues se impuso la evidencia de la imposibilidad de cenar ni allí, ni en ningún otro establecimiento. Estábamos peor que confinados. Estábamos en una fascinante ciudad fantasma.

“Pero a mí me ha invitado a cenar en su casa Pepe Rubianes, si queréis os podéis venir”, soltó Sisa inopinadamente. Y para allá que nos fuimos, yo reventando de alborozo. De repente me vi en uno de esos grandes pisos antiguos de la Barcelona venerable y a la vez canalla, sentada a una gran mesa concurrida por gente encantadora, con un Pepe Rubianes todavía joven, lejos de enfermar y de amargarse, resplandeciendo en el centro como una especie de parlanchín Rey Sol. No paraba de rajar, y todo lo que decía era cautivador y graciosísimo. Y nadie sentía envidia de esto, ni frustración por aquello, ni odio por lo otro. No recuerdo que nadie perdiera ni un minuto hablando de política.

Yo estaba tan en el séptimo cielo que cuando alguien me ofreció un porro de hachís me lo fumé, incumpliendo mi sabia máxima de nunca probar sustancias desconocidas, o conocidas apenas, en entornos que no sean de máxima seguridad. Resultado: me mareé y a continuación desmayé aparatosamente, vamos, como una princesa del guisante. Cuando volví en mí ahí estaba Jaume Sisa velándome y cuidándome con una ternura inefable. Y enteramente platónica, aclaro.

Me quedé a dormir ni sé dónde (mis padres se tuvieron que aguantar, pues era verdad que no circulaban los trenes) y al día siguiente quedé para desayunar con Sisa en el bar Cosmo, una especie de Submarino Amarillo coquetonamente atravesado en las Ramblas.

Y me volví a Sabadell tan pichi, convencida de que esa Barcelona no podía desaparecer jamás, que nada ni nadie la podría arrancar nunca de mi horizonte. Que la tenia a tocar.