Elemental, querido Mosso

No todas las ciudades ni territorios pueden presumir de una policía vernácula, inmediatamente reconocible y con una historia tan excitante y tan amena como la de los Mossos d’Esquadra. Me extraña que nadie haya ido todavía a Netflix o a Movistar con el cuento y con la idea. Muchos Antidisturbios, mucho bobby de hierática cabezota archipeluda en The Crown, pero para cuándo una miniserie sobre el mayor Trapero o un Juego de Tronos que se remonte a la fundación del cuerpo en tiempos de Felipe V (para perseguir miquelets antiborbónicos, tiene gracia la cosa), que recorra unas cuantas idas y venidas de la legalidad republicana a la ilegalidad franquista y vuelta a empezar.

Cuando en 1983 el Parlament refundó los Mossos ya en democracia, Manuel Fraga sin ir más lejos estaba verde de envidia, compuesto y sin policía propia allá en su Galicia natal. Sin embargo nadie diría que el arranque de la última reencarnación de la policía catalana fue precisamente fácil. Al principio parecían una policía florero. A nadie se le ocurría irles a denunciar nada y no tenían ni un duro. Una garganta profunda que en tiempos tuve yo allí se me quejaba con mucho desconsuelo de que, en las reuniones para preparar el dispositivo de seguridad de la Barcelona olímpica, les deprimía mucho ver a los representantes del ministerio del Interior nadar en la abundancia de los fondos reservados “mientras yo, para pagar a un confidente, he de falsificar una factura de la tintorería”.

Yo les cogí mucho cariño porque una vez me prestaron tres chalecos antibalas para irme con dos colegas a Yugoslavia en plena guerra. Lo genial fue que no se los tuve que pedir. Con lo pánfila que soy, jamás se me habría ocurrido. Qué va, salió de ellos. Mejor dicho de él, de mi garganta profunda. Fue comentarle mi plan de viaje, llevarse las manos a la cabeza y ponerme los tres chalecos encima de la mesa. Me conmovió el toque paternal, esa cosa de familia tan tierna y tan nostrada: criatures, no feu el boig i no prengueu mal. 

Hay que decir que aquellos flamantes chalecos antibalas los acarreamos en la mochila todo el viaje pero puestos, lo que se dice puestos, no los llegamos a llevar jamás. Pesaban como escafandras y daban un calor de mil demonios. Quiero creer que la tecnología del tema habrá evolucionado desde entonces y que también habrá evolucionado el presupuesto de los Mossos para podérsela pagar. Se me rompe el alma sólo de pensar que sigan teniendo que entrar en acción cargando sobre su cuerpo con el equivalente de la armadura del Cid marchando al destierro con doce de los suyos…

Mis relaciones con el cuerpo se enfriaron algo con el tiempo. Con el tiempo y con la transferencia de las competencias del control del tráfico. Hablo de la etapa pre-AVE, de cuando para ir y venir de Barcelona a Madrid había que agarrarse con uñas y dientes al puente aéreo. Se me ve a mí cogiendo un taxi a El Prat en agonía. Es decir, a toda leche. Tampoco en plan La huida de Sam Peckimpah pero ya nos entendemos. Ya se veían las terminales del aeropuerto en lontananza, ya lo estábamos consiguiendo, cuando de repente un coche de los Mossos nos hace luces y nos da el alto. Se baja un agente, le echa la bronca al taxista, quien, viendo que yo estoy a punto de desmayarme de los nervios, de miedo a perder el último avión, se arranca heroico: pide tiempo muerto para llevarme a mi destino y luego volver y enfrentarse él al suyo, es decir, al previsible multazo por exceso de velocidad. El otro se lo piensa y se rasca la cabeza con lo que a mí se me antoja una insufrible parsimonia…hasta que al final, medio magnánimo, medio macarra, nos deja ir.

Hace una semana viví una especie de déjà vu de esta situación que me hizo poner en perspectiva todo lo vivido y aprendido. Y hasta lo sobreentendido. Dos de la madrugada del sábado 14 de noviembre al domingo 15. Yo salgo en taxi de las instalaciones de TV3, donde llevo varias horas metida, participando en el programa FAQS. No veo el momento de llegar al hotel, primero porque estoy agotada, segundo porque a medio programa se me ha muerto la batería del móvil, lo cual en la práctica me deja desconectada del mundo.

Ni yo misma me doy cuenta de lo desconectada que estoy hasta que de nuevo y de la nada surge un coche de los Mossos que nos hace luces, nos da el alto y nos hace parar en el arcén. ¿Y usted quién es? Yo le explico que soy yo. Ah, vale. ¿Y de dónde viene y a dónde va? Pues de TV3 y al hotel… Entonces tendrá un papel que lo acredite, ¿no? ¿Un salvoconducto?

Maldición. Lo tenía, en efecto. Me lo habían mandado los del programa, y yo lo había primorosamente impreso, para después dejármelo como una idiota en el hotel. Total si no te lo piden nunca. Total si ya lo llevas en el móvil.

Total para nada, comprendo en una ráfaga de pánico. Ya me veo pasando la noche en un calabozo como no me dejen enchufar el móvil. Nervios. Muchos nervios. El taxista, otro pedazo de caballero, le enseña al señor Mosso la aplicación donde pone mi nombre, que efectivamente acaba de recogerme en TV3, etc, etc. El Mosso cabecea, más educado que convencido. “¡Vengo del FAQS, del FAQS!”, repito histérica. Me arranco la mascarilla rezando para que me reconozca de haberme visto por la tele alguna vez. No tiene pinta. O sí, pero no le impresiona. Sic transit gloria TV3. En un arrebato de desesperación de esos que cuando luego lo piensas se te ponen los pelos de punta de la que podías haber liado, rompo a chillar: “¡Oiga, el salvoconducto lo tengo en el hotel, si quiere se viene conmigo, se lo enseño y ya está! ¡Yo más no puedo hacer!”. Mentira, sí puedo hacer algo más: pegarme directamente un tiro en el pie.

De repente, me doy cuenta de que el Mosso, que lleva cierto ratito observándome del derecho y del revés sin que evidentemente mi cara le suene de nada, se relaja y sonríe. De oreja a oreja. “No se preocupe, señorita: si usted dice que viene del FAQS, yo la creo…Yo me creo que viene del FAQS”. Hay en su tono y en su expresión algo muy divertido (para él) que a mí se me escapa. No pillo donde está el chiste. Pero los dos dedos de frente que conservo despiertos a esas alturas me reprimen de tratar de forzar su ironía y mi suerte. ¿No dice que nos deja ir así, sin más? Pues tira. ¡Tira!

Sólo cuando el susto ha pasado se me ocurre mirar ligeramente a mi izquierda, hacia el punto donde me pareció que el Mosso tenía puestos sus ojos cuando empezó a sonreír. Casi casi a reírse. ¿De mí? Y en estas soy yo la que prorrumpo en una carcajada de alivio. Resulta que todo ese tiempo he tenido a mi lado, aferrada nerviosamente con los dedos…¡una taza del FAQS, con las letras del programa bien visibles en rojo sobre fondo blanco! Muchas veces les pedí que me regalaran una y mira, ha tenido que ser hoy. Pues menos mal porque me ha servido de máquina de la verdad de andar por casa. De improvisado salvoconducto.

Supongo que el agente vio la taza, sacó sus conclusiones y además se debe estar todavía partiendo de risa a mi costa. De mi absoluto espanto y radical  incomprensión de por qué por las buenas me dejaba ir. Elemental, querido Mosso. Definitivamente la policía no es tonta…y menos mal.