Simetrías del mundo, simetrías del alma: llega a mis manos Días de coronavirus (Hypermedia), de Jorge Ferrer. La primera reacción es defensiva. Sobran en mi opinión en el mundo toneladas de diarios del coronavirus, del confinamiento, etc, que aportan poco o nada si no eres primo segundo del que los ha escrito. Y a veces ni así.
De todos modos, tenga o no tenga primo, tenga o no tenga abuela, Jorge Ferrer es mucho Jorge Ferrer. Es un cubano muy culto que lleva largo tiempo instalado en Barcelona, donde pelea por subsistir de la escritura. Es el traductor de ruso de cabecera de unas cuantas editoriales muy serias. Entre ellas, Galaxia Gutenberg, la niña de los ojos de Joan Tarrida. Tarrida pasó de dirigir el Círculo de Lectores a pilotar un bellísimo avión de caza que, cada vez que despega, cobra piezas de primera magnitud para los lectores en español de todo el mundo. Acaba de caer Stalingrado, de Vasili Grossman. Una obra mayor se mire por donde se mire. Pero si encima se mira a través de una titánica tarea de recuperación y reconstrucción de los muchísimos fragmentos de la obra mutilados por la censura soviética —que en este caso se quedó a pocos milímetros de la ablación de clítoris literario, con perdón—, la cosa ya sin duda se magnifica.
Resulta que a Ferrer, a Jorge Ferrer, precisamente, al cubano Ferrer que lleva años de apasionado exilio en Barcelona —ciudad que él parece haber aprendido a gestionar íntimamente como una isla—, bueno, pues justo a este hombre le tocó traducir, no el Stalingrado en peso, sino todos y cada uno de los cachitos que a mordiscos los censores de la vieja URSS le habían ido arrancando. Él ha traducido, recolocado y visibilizado en el texto todo lo que faltaba. Descensurando como quien revive a un muerto. Levántate y anda.
Este trabajo de chinos, más aún que de rusos, quiso Dios que le cayera entre pecho y espalda a Jorge Ferrer en plena primera ola del coronavirus, durante los cuarenta primeros días de confinamiento cerril. El tiempo, su tiempo, se partió como un coco en dos mitades: por la mañana, Ferrer se batía en el frente de Stalingrado. Por la tarde, escribía un diario sobre el coronavirus, una serie de reflexiones que en principio se publicaron en la revista mexicana El Estornudo (lo cual ya es…) y han acabado cobrando cuerpo pues eso, en el volumen recién editado por Hypermedia.
Yo creo que a mí esta historia me habría llamado poderosamente la atención en cualquier caso. Pero si encima venía empujada a presión por una inquietante simetría…a saber. Resulta que yo también me pasé aquellos primeros cuarenta días de encierro amarrada al duro banco de la traducción de un libro con nombre de ciudad, asociada a su vez a un hecho de armas repleto de heroísmo y de desastre. En mi caso, más modesto pero no menos sentido, se trataba de Gerona, el Episodio Nacional de Benito Pérez Galdós íntegramente dedicado al espeluznante sitio de Girona durante siete largos meses de 1809 por la Grande Armée de Napoleón. Aunque yo no traducía del ruso, sino del español al catalán, y no tenía que romper nudo tras nudo de censura, sino de algo más ambiguo y más turbio. Algo más relacionado con un triste, deliberado ahínco en el olvido.
Yo no llevé un diario paralelo, como Jorge Ferrer. Pero sí entreveré mi traducción de “entreactos” o notas vivenciales, con voluntad de conectar la tragedia del pasado con el drama de ahora.
Dicen que cuando haces algo con amor, por doquier te estallan alegrías. Una de las últimas, todo lo agridulce que se quiera, pero alegría al fin, ha sido esta insospechada, furtiva hermandad, entre Jorge Ferrer traduciendo Stalingrado encerrado en Barcelona y servidora traduciendo Girona encerrada en Madrid. Cada uno en su sitio, los dos sitiados, quiero decir. Tocándonos con las puntas de los dedos de todas nuestras ciudades del alma como en el techo de la Sixtina.
Por cierto que Ferrer, en sus diarios, no se priva de mencionar una novela que a mí me impresiona mucho, Anna Karenina. Por la novela en sí y por su traductor más famoso al catalán: Andreu Nin. ¿Se acuerdan de él? Una vez coincidió en Moscú con Josep Pla, a quien invitó a una especie de paella soviética en una dacha… Pla dejaría de ello constancia escrita, tan desternillante como inmisericorde…
Vivamos bien mientras se pueda. Y si nos vuelven a encerrar, que sea con buenos libros. Y con la inmensa gente que los escribió.