Distancia social

Cuando la gente me pregunta, y tú qué echas más de menos de Barcelona, yo no digo ni el mar, ni las Ramblas, ni siquiera los chocolates de Escribà… Yo digo siempre: los horarios. La distancia personal, laboral y social.

El periodismo es un oficio perro si no te gusta trasnochar y, sobre todo, si no te gusta trasnochar con la misma gente con la que ya llevas bregando todo el día en el trabajo. Aún así, yo recuerdo mis años de periodista en Barcelona como una burbuja relativamente plácida. No era como en Nueva York, que, salvo caída de Lehman Brothers o captura de Bin Laden, a las cinco de la tarde ya están todas las redacciones vacías. Pero en Barcelona, así sea a las diez o a las once de la noche, es posible apagar el ordenador y salir pitando para casa, a ver a tu familia, a tu pareja o a tu gato sin tomarte una caña ni un vino con nadie que tú no quieras.

En otras ciudades de España no es que te obliguen poniéndote el sacacorchos al cuello, pero ya nos entendemos: o estás en todas, o no estás en todas, y si no estás en todas, bueno, pues eso se paga. Ventajas: con simpatía, don de gentes y, sobre todo, con un buen hígado, puedes llegar bastante más lejos de lo que cabría esperar o suponer en contextos más rígidos. Desventajas: caer bien puede llegar a ser mucho más importante que trabajar bien, no digamos que tener razón…

Yo siempre he pensado que, digan lo que digan, el teletrabajo es difícil que prospere de manera masiva y sostenida en España, porque para eso habría que darle la vuelta a toda una cultura, a toda una ética laboral, basada en tomarse cafés, en hacer pasillos, en conspirar… Mucho más que en hacer cada cual lo que tiene que hacer, lo mejor posible.

Sinceramente creo que todo este trauma del confinamiento ha puesto a prueba nuestra cultura sociolaboral. También nuestra picaresca. Por ejemplo: ¿qué excusa hay para que en el AVE haya desaparecido, no ya el vagón cafetería y por supuesto los carritos que ofrecían algo de comer y de beber, los periódicos y hasta los auriculares para escuchar música y películas, que, por cierto, siempre se han despachado en bolsitas selladas perfectamente individuales? ¿No será que con la excusa del virus se recortan costes, por cierto, sin abaratar lo más mínimo el precio del billete?

En la estación de Sants, en nombre del Covid han cerrado el servicio de consigna. Se me escapa la lógica a no ser que empecemos a entrar en el proceloso mundo de las subcontratas de las subcontratas, donde ya se sabe que nadie conoce a nadie…

No hace mucho me encontré yo misma en esta penosa situación. Llegué a Sants alrededor de mediodía, después de pasar la noche en Castelldefels. Tenía una reunión y una comida en Barcelona y un tren de vuelta a Madrid por la tarde. Obviamente no me planteaba arrastrar la maleta Passeig de Gràcia arriba y Diagonal abajo, sino dejarlo en consigna. Cuál no sería mi sorpresa –y mi espanto…– cuando me dijeron: no hay.

Mi mente viajó terroríficamente atrás en el tiempo. Concretamente, hasta una mañana del año 2005 en Madrid. Yo tenía que hacer una gestión en la embajada de Estados Unidos, en la calle Serrano, y allí que me fui con una mochila al hombro que, después de hacer hora y media de cola para ganar la puerta, me dijeron con todo el desparpajo: aquí con la mochila no entra, la mochila aquí no puede entrar. Ni detector de esto, ni de lo otro, ni taquilla para dejarla ni nada… No hacía tanto de los atentados del 11-S…ni de los del 11-M, ya puestos.

¿Qué haces en medio del barrio de Salamanca de Madrid si no te dejan entrar al sitio donde ibas porque llevas una mochila (con todos tus efectos personales dentro), pero tampoco te quieren guardar esa mochila en ninguna parte? ¿La tiras a una alcantarilla? Desesperada pregunté en varios bares y tiendas de la zona, en vano abría la mochila y me ofrecía a destripar ante quien fuera su contenido. Mucha sonrisita de circunstancias y mucho búscate la vida, pero absolutamente nadie me ayudó…

Con semejante trauma a la espalda, nunca mejor dicho, se imaginarán mi desolación al verme en medio de la estación de Sants con maleta y sin consigna. ¿Y ahora qué?

Miré al cielo buscando inspiración, como en la canción de Serrat… Y me acordé del hotel Barceló Sants, justo encima de la estación, donde pernocto a veces cuando me quedo en la ciudad. No era el caso ese día… Pero allá que me fui, con mi mejor sonrisa por fuera y con la procesión por dentro. Después de todo, qué es la histeria y la desconfianza civil tras un atentado terrorista, comparada con todo lo que ha desatado el Covid…

A ver. No diré que fue fácil. De entrada el señor de la recepción del hotel, muy correcta y educadamente, me advirtió de que lo que yo le pedía era imposible. Que ni pagando. Que no podían coger equipaje de nadie que no fuese huésped. Que si esto, que si lo otro… Cuando yo porfié y supliqué, haciendo valer mi condición de cliente recurrente del hotel, leí en sus ojos que no estaba autorizado a hacer una excepción ni siquiera en ese caso.

…. Pero también leí que, no me preguntes por qué, la iba a hacer. Le vi consultar el registro, comprobar mi última entrada, y en todo momento fui muy aguda y muy agradecidamente consciente de que todo aquello era una comedia, un paripé, que aquel buen señor hacía, no tanto ante las reglas del hotel, como ante sí mismo.

A veces se agradece infinito encontrar menos buen rollo, más distancia social… Y mayor afán de hacer las cosas bien. Sin necesidad de caerse simpáticos ni de conocerse de nada.

Porque sí. Porque la decencia existe.