Por qué los diamantes alimentan más que un croissant

He leído con fruición, una vez más aquí en The New Barcelona Post, el notición de que Tiffany’s, la mítica joyería de la Quinta Avenida de Nueva York, la de la icónica imagen de Audrey Hepburn desayunando “con” los diamantes de su escaparate, va a abrir una flagship, es decir, no cualquier tienda, sino una tienda insignia, en el Passeig de Gràcia de Barcelona. Sin duda el Passeig de Gràcia está que se sale. No sólo porque allí está la redacción de esta santa casa —entre Bulgari y Dior, mismamente—, sino porque, en momentos de pandemia, tribulación y cierre en cascada de negocios, a la gran milla de oro barcelonesa no paran de salirle novios…de lujo.

A los que hemos nacido y moriremos pobres a veces nos cuesta entender estas cosas y hay que explicárnoslas despacio. A ver. ¿Qué lógica tiene que, en lo peorcito de la peor crisis económica desde la guerra civil, una marca relativamente low cost como Desigual cierre su local en el Passeig de Gràcia, y el hueco sea rápida y vorazmente ocupado, nada menos, que por Armani? Bueno, está claro que en una crisis de estas características, el sector del lujo resiste más y mejor que gamas más bajas de productos atractivos pero no esenciales para muchas economías personales y familiares abocadas al triaje más brutal. El consumo premium es más estable o menos volátil, como se quiera ver.

No es sólo una cuestión de poder adquisitivo. Lo caro puede ser infinitamente hortera o puede tener un infinito encanto. A Desayuno con diamantes me remito. Yo, que viví seis años en Nueva York, recuerdo perfectamente el magnetismo que Tiffany’s ejercía sobre miles, millones de turistas, que entraban en el ascensor de la joyería con tanto entusiasmo como en el del Empire State Building.

La mítica tienda de la marca de joyería en Nueva York.

En Tiffany’s eran astutamente conscientes de ello. Y lo explotaban la mar de bien. Ejemplo: nada más entrar allí, te dabas de bruces no con los diamantes sino con la plata. Con un montón de pequeñas y relativamente asequibles joyitas de plata, objeto de la maravillada rapiña de turistas que las veían a medio camino entre el trofeo y el souvenir.

Paralelamente, casi todo lo demás en Tiffany’s salía bastante más caro de lo que habría salido en cualquier joyería o tienda de diamantes “de mala muerte” (ejem…) a la vuelta de la esquina, mayormente en la calle 53, donde se apelotonaban establecimientos judíos tan precisos, fiables y cabales como carentes de todo glamour. Una vez visité uno acompañada de Jordi Évole. Participé en un reportaje que él estaba grabando en Nueva York, hicimos cosas divertidas como perseguirnos en taxi por la Quinta Avenida, preguntar por la calle a la gente si sabían dónde estaba Marbella —en aquellos días, destino vacacional de Michelle Obama— y sí, meternos en una joyería judía. No sé cómo convencimos al dueño de que me dejara probar un collar de diamantes que costaba unos dos millones de dólares, o eso nos dijo. Yo me sentía tan en tensión como si tuviera una serpiente enroscada al cuello. Poco faltó para que el resultado fuera el mismo cuando, al dar un paso en falso, el joyero temió que echara a correr hacia la calle…pero en fin, esto ya lo acabo de contar otro día.

El caso es que yo estaba muy pendiente de los precios de todo en aquella tienda porque en mi mente los estaba cruzando con los de Tiffany’s. ¿Y por qué? Bueno, resulta que estaba a punto de recibir en Nueva York la visita de mi mejor amiga y de su prometido. Y pensaba sorprenderles regalándoles los anillos de boda…

Tenía claro, por supuesto, que de diamantes, nada: serían dos alianzas de oro puro, amarillo o blanco, que eso estaba por ver, sencillas y elegantes. Previsora, me pasé por Tiffany’s, miré de arriba abajo el catálogo, comparé, hice números, y cerré una preselección de tres modelos distintos de alianza compatibles con mi presupuesto. El plan era llevar a los novios por sorpresa a la joyería más famosa del mundo, sacar el cajón con mis tres pares de anillos finalistas, y dar el golpe: elegid y que os tomen las medidas, hala.

Toda la operación estuvo a punto de peligrar por culpa de Jordi Évole y nuestra incursión en las joyerías hasídicas. La diferencia de precio era garrafal. Digamos que, por el mismo anillo, en Tiffany’s te cobraban el doble o el triple…

Admito que le estuve dando vueltas, que me lo pensé. Y eso que entonces no arreciaba una crisis como la de ahora. Pero en el último momento comprendí que el abismo de tarifas quedaba ampliamente compensado por un incomparable plus de magia, de encanto y de leyenda. Esa luz del mejor Hollywood restallando en las cristaleras y en los mostradores. Ese maravilloso color azul, el azul Tiffany’s (que ya es casualidad que coincida milagrosa y milimétricamente con mi color favorito…) de la primorosa bolsita que te dan, así sólo te compres un llavero de plata. No digamos si son unas alianzas nupciales de oro…

Tiffany
El maravilloso color azul Tiffany’s.

Nunca olvidaré la cara de mi amiga y de su prometido cuando, sin previo aviso, les llevé allí y les di la gran sorpresa. Con todo mi amor. Fue como ver a dos niños pequeños abrir los regalos la mañana de Reyes…

Ese es el verdadero lujo. Por eso lo único que nos puede sacar de este pozo,  de este túnel aparentemente sin fin, es lo que no tiene precio. Benvinguda al Passeig de Gràcia, Audrey.