Manhattan nos visita

Entrevisté (que no es lo mismo que decir: conocí…) a Woody Allen en Nueva York, creo recordar que para la promo de Whatever Works (Si la cosa funciona), película estrenada en el año 2009. Para entonces el escándalo personal y familiar del director ya se había aquietado bastante (a lo tonto a lo tonto, hablamos de hechos que se remontan a 1993…) pero aún faltaba para el estallido propiamente dicho del movimiento #MeToo. Aviso de que no voy a hablar aquí ni de lo uno, ni de lo otro. Saco a relucir el calendario sólo para llamar la atención sobre el hecho de que, cuando yo le entrevisté, Woody Allen estaba haciendo las últimas películas que le dejarían producir y estrenar en los Estados Unidos. Todavía no habíamos llegado al punto de que una excepción como Vicky Cristina Barcelona (2008) se tornara norma. De que Woody Allen se convirtiera en una especie de cómico de la legua. De cineasta ambulante.

Aquella entrevista fue muy bien porque Woody Allen es una máquina de fabricar titulares, especialmente con los periodistas europeos. Nos sabe llevar y tratar. Le faltó tiempo para arrepentirse por archienésima vez de no haberse quedado a vivir en París de joven y nos hizo sonreír, y hasta ahuecarnos como gallinas, cuando expresó sus quejas sobre lo duro que es vivir en Nueva York. No en la ciudad sino en el estado, el número 11 de la Unión, más conocido como Empire State (yes, de ahí el Building…).  New York City está al extremo meridional del tal estado y ciertamente no tiene nada que ver con el resto. Ni con el resto del país.

 “A mí me encantaría que la ciudad de Nueva York se independizara del resto del estado, que fuera por libre”, afirmó Woody Allen con desparpajo. Podía parecer una boutade más pero, dándole vueltas, llegué a la conclusión de que no, de que lo decía de buena fe y con toda su alma. Y a esa conclusión siguió una sospecha tan fulminante como excitante: ¿Y si Woody Allen fuese un pueblerino? ¿Un paletillo de Manhattan?

Me explico antes de que me intenten calzar una camisa de fuerza: yo viví seis años en la ciudad de Nueva York. Son menos de los que, en distintas épocas de mi vida, he pasado en Barcelona y en Madrid, urbes supuestamente menores en todos los sentidos. Bueno, pues ahí va: yo cuando paseo por Barcelona o por Madrid, es muy raro, pero raro rarísimo, que me encuentre por la calle a alguien si no me lo quiero encontrar. Si no me estoy haciendo la encontradiza, vamos. En Nueva York, juro que no paraba de darme de bruces con este y con el otro y con aquel, de toparme con conocidos por todos los rincones. El índice de “anda, y cómo tú por aquí…” era sólo comparable al que he experimentado en el pueblo de mi abuela, la inmortal villa de Arbúcies, que en sus momentos de máxima euforia demográfica se ha llegado a plantar en los 6.000 habitantes…

En Nueva York, juro que no paraba de darme de bruces con este y con el otro y con aquel, de toparme con conocidos por todos los rincones

Poco a poco me di cuenta que la Nueva York de Woody Allen, esa que sale en todas esas películas suyas que nos gustan tanto (más a nosotros que a los que allí viven, by the way…), esa que todos recorremos sin aliento en cuanto viajamos ahí, es mucho más pequeña de lo que parece. Ocupa medio Ensanche. Es más una urbanización que una metrópolis. Todo lo adorablemente neurótica y universalmente carismática que se quiera, pero te cabe en la palma de la mano y en la planta del pie.

Poco a poco me di cuenta de que Woody Allen había pasado de ser un niño de pueblo en Coney Island, el barrio de Brooklyn donde nació, a ser un niño de pueblo de Park Avenue, a comer, beber y ligar siempre en los mismos sitios, dando vueltas alrededor de Central Park como un hámster gafapasta, ignorando totalmente el resto de la ciudad. El resto de la realidad.

Que tiene todo el derecho a vivir y a hacer películas cómo y dónde le dé la gana (o le dejen), faltaría más… Pero poco a poco fue tomando cuerpo en mi mente una sospecha: a ver si ese misterioso desdén de tantos americanos por las pelis de Woody Allen que causan furor en Europa no tendrá un poco que ver con esto… Con que muchos neoyorquinos simplemente no se reconocen en esa Nueva York de una pieza, siempre la misma, siempre con y para la misma gente.

¿Y si a ellos les pasa como a nosotros con Vicky Cristina Barcelona, que a la mayoría aquí nos dejó perplejamente indiferentes, e incluso con la mosca detrás de la oreja, porque nada tenía que ver con nada de lo que habíamos esperado que a Woody Allen se le ocurriera en nuestra ciudad?, me pregunté. ¿Y si Woody Allen funciona mejor cuando sitúa la acción en un sitio que tú no conoces? ¿Y si el neoyorquino por excelencia es un pueblerino encubierto, que de verdad París le venía grande… y Barcelona también?

¿Y si Woody Allen funciona mejor cuando sitúa la acción en un sitio que tú no conoces?

Todas estas ideas han vuelto a mi cabeza después de visionar Rifkin’s Festival, El festival de Rifkin, la última proeza de Woody Allen, rodada esta vez en Donostia, en San Sebastián. En el marco incomparable del festival de cine. Con vistas maravillosas de la playa de la Concha, del Peine de los Vientos, hasta con un precioso mercadillo popular que luego resulta que se montó ad hoc para la película…

Vaya por delante que a mí esta película me ha gustado. No es mi favorita de Woody Allen, pero, teniendo mis reservas y mis críticas —que no vienen al caso hoy aquí—, me convence bastante. Y el caso es que no dejaba de preguntarme: si yo fuese de San Sebastián, si yo fuese donostiarra, ¿me gustaría más o menos? ¿Me parecería más o menos real o de cartón piedra? Y eso que Donostia, San Sebastián, es una ciudad bellísima pero considerablemente más pequeña y menos compleja que Barcelona. Digamos que es mucho más a escala de “pueblo”…A esa secreta escala de “pueblo” en la que quizá opera el Manhattan de Woody Allen sin que nunca nos diéramos cuenta…

A lo que iba: es para mí una alegría y un orgullo que sea catalana la productora que ahora mismo ayuda a hacer posible que se sigan estrenando películas de Woody Allen en el mundo. Aunque estas empiecen a parecerse un poco a las aventuras de Tintín. Su película sobre Barcelona es de las más flojas que ha hecho, en mi opinión. Lo cual quizá no deja de constituir un paradójico homenaje. Un tácito reconocimiento de que Barcelona es mucha Barcelona…sobre todo para los que nunca salen de Manhattan.