Este fin de semana ha sido la fiesta mayor de Barcelona. Si Merche es el último exceso del verano, la borrachera, el artificio con fuegos igualmente artificiales y con orquestas maravilla, la de Lali es una festividad que parece montada para precisamente aguar la fiesta. Contenida, comedida, virginal. El cartel de este año desprende una desidia infumable, todo lo contrario de la gran expectación creada por las innovaciones plásticas (cada vez más exitosas) de la falsa patrona. Si fuera una fiesta que debiera esconderse, o semiclandestina, el Ayuntamiento la organizaría de la misma manera. Y aún así aquí la tenemos, Bien Hablada (se ve que mostró unas notables dotes de oratoria ante el gobernador Daciano), dispuesta a sufrir todos los desprecios y arrinconamientos, como la niña de trece años que soportó trece torturas y que, sin embargo, todavía amenaza con lluvias lacrimales cada septiembre cuando la pretendiente a patrona empieza a lucir el escote.
Mercè nos viene a decir que ella también tiene cabezudos, y castellers y misas contadas, pero que además nos ofrece gratis un concierto de Bad Gyal. También nos dice que no es tan recién llegada, que los barceloneses la invocaron en 1687 para acabar con una plaga de langostas, y que el orden de los mercedarios se remonta a Jaime I… pero el caso es que tuvo que intervenir todo uno Papa (y el alcalde Rius i Taulet) para que aquí la gente se fijara de verdad en alguien más que en Eulàlia. E incluso así ahí están las conocidas lapidaciones populares contra las celebraciones de la intrusa (no nos gusta demasiado, oiga, que nos digan lo que debemos celebrar). De hecho, Merche aún no sería nada en Barcelona de no haber sido por el concejal Francesc Cambó, que la quiso desvincular del hecho religioso (“Merced” no deja de ser un concepto abstracto, una advocación, un genérico acto de caridad) y unirla a la cultura popular. Una cultura popular que entonces no era Bad Gyal sino las sardanas, los bestiarios, los bailes de bastones, castells, diablos, gigantes y etcétera… Es decir, todo lo que hoy ofrece Santa Eulàlia. Es normal, pues, que muchos la sintamos más nuestra. Quizá tenga que ver, también, con que Franco prefirió la del Piromusical y que los militares, por lo visto, todavía hoy también. No sé. Me aventuro.
Pero Santa Eulàlia tiene unas fiestas que, cuando las ves de cerca, son de todo salvo amodorradas. El espectáculo Eulàlia, a cargo del Esbart Ciutat Comtal, es una maravilla breve y delicada que ya hace diez años que dura, desde que ganó el Premio Ciudad de Barcelona 2013, y se celebra cada año entre las columnas centrales de la Catedral (de Santa Eulàlia, por cierto). Es dentro de la cripta central que reposan los restos de la santa, y de donde surgirá en carne y hueso, nada más empezar la obra, para iniciar un bello espectáculo de danza e interpretación. Media hora que lo expresa todo con una gran fuerza estética y musical, que se inicia y acaba con el canto de los goigs (los populares versos de “vetlllau pels barcelonins”) y que encuentra, en los brazos de los soldados/danzantes, todas las referencias a la cruz en forma de equis donde clavaron la joven (en las salas sadomasoquistas la llaman más bien Cruz de Sant Andrés). Coherencia, belleza, sublimación. A pesar de los minutos de latigazos, de clavos y de llamas (proyectadas en luz hacia el cuerpo), el espectáculo es para todos los públicos y con esto quiero decir no sólo niños sino sobre todo agnósticos, ateos y otros herejes. No se lo pierdan, el año que viene. Termina, por cierto, con una mágica caída de nieve en la iglesia. Esa nieve que hemos estado a punto de ver caer en Barcelona este año pero que ha vuelto a pasar de largo, seguramente, de nuevo, por el constante menosprecio que tenemos hacia la santa.
Mercè aún no sería nada en Barcelona de no haber sido por el concejal Francesc Cambó, que la quiso desvincular del hecho religioso
A la salida, la muchedumbre de gente bailando sardanas vuelve a desmentir que se trate de una danza para gente mayor (de verdad, nada más lejos), como también lo hace el paseo de gigantes y cabezudos por Ciutat Vella, que recorre varias calles hasta llegar a la Plaza Sant Jaume, donde estalla el Ball de Santa Eulàlia. Es difícil no sentirse llamado, incluido, parte de la familia. Dijéramos que son las fiestas para los nuestros, para los de aquí, los que hemos crecido entre estas calles. En la actualidad todo el mundo sabe que folk significa pueblo, pero resulta que la raíz de la palabra pop también es la del pueblo. Pues bien, Santa Eulàlia es la reina del pop porque algo folclórico es, etimológicamente hablando, algo popular. Nada menos. De hecho a mí me gusta decir que la lengua que hablamos es un latín popular, en lugar de esa monstruosidad de llamarlo latín vulgar. Y quizá por eso hay una santa llamada Ben Parlada, por mucho que hablara al gobernador de Barcino en latín. Y sin duda por eso hay fiestas que son populares y otras que, pensándose otra cosa, no pueden escapar de su visible vulgaridad. Podemos celebrar ambas, pero confundirlas, jamás de los jamases.