La primera vez que bajé la Rambla de Sabadell, me pregunté dónde estaba el mar. Sí, yo era muy (y muy) joven y había salido muy poco del cascarón, pero me parecía inconcebible acabar una Rambla sin un festín de agua salada, estatua de Colón con leones, carabela, golondrinas y astilleros. Mi imaginario era totalmente barcelonacéntrico, como puede comprobarse, y no tenía ni idea de qué podía significar un área o región metropolitana. Ahora, en cambio, todo el mundo se ha hecho regionalista: nadie duda en decir que hay que hablar del Área Metropolitana como un todo, que cuando se concibe la ciudad es necesario pensar en toda su área socioeconómica, que si la gente que viene en coche y se queda atrapada o la gente que viene en cercanías y se queda aún más atrapada, etcétera. Nadie sabe decir cuál es la fórmula. Ya hace años que nadie sabe ofrecer un proyecto global ni una fórmula de gobierno coordinada a nivel metropolitano. Y muchos de los que se presentan a las elecciones de mayo, y sus equipos, piensan secretamente que, “total, la gente de Sabadell no va a votarnos”.
El problema de hablar de áreas o regiones metropolitanas se encuentra en el límite, tanto para el imaginario (mi mar al final de la Rambla) como para la realidad: llamamos “Disneyland París” a un parque de atracciones que se encuentra en Magny-le-Hongre, y se pretende bautizar el nuevo proyecto de Salou como “Hard Rock Barcelona”, así como se quería bautizar con el nombre de Barcelona a los inefables e “imprescindibles” Juegos de Invierno del Pirineo. Todos somos también conscientes de que el Aeropuerto de El Prat es el Aeropuerto de Barcelona (tanto si tiene un nombre digno, como si tiene el nombre que le han puesto ahora). Son muchos los que piensan que las Tres Xemenies de Endesa (futuro “Hub Audiovisual”) están en Barcelona, o que ignoran que el puerto de la ciudad no es exactamente de Barcelona, sino que comparte un considerable terreno colindante con L’Hospitalet y con El Prat. Y a menudo pensamos que Sarrià-Sant Gervasi se acaba en la Ronda de Dalt, cuando se acaba en Les Planes. Quiero decir que no queda definido dónde acaba un área metropolitana, ni siquiera en términos de servicios compartidos, como debió de haber un momento en que los vecinos de la villa de Gràcia o de Sarrià tuvieron que asumir que eran más Barcelona de lo que quisieran. Se resistieron, claro: pero ya daba igual lo que sintieran o quisieran, porque la realidad (y cierta prisa en hacer decretos, todo hay que decirlo) les había superado.
A finales del siglo XIX y con el derribo de las murallas, el gran parque de Barcelona se convirtió en la Ciutadella. Sobre todo a raíz de la Exposición Universal de 1888, que era un verdadero “ensanche espiritual” de la Ciudad: murallas derribadas, Cerdà impulsando su cuadrícula, eliminación de los vestigios de las guerras del siglo anterior, apertura de la Via Laietana (la que ahora quieren cerrar limitándola a un solo carril, y sólo de bajada), agregación de Gràcia (Sarrià aún tardaría dos décadas más)… El Eixample era algo más que una cuadrícula bien pensada, era una vocación de expansión para convertirse en una capital metropolitana (según el concepto de entonces) y no una ciudad encerrada en su pasado. Después, con la Exposición Universal de 1929, el nuevo gran parque de la ciudad se convirtió en la ya urbanizada montaña de Montjuïc, aunque después este espacio impagable ha continuado incomprensiblemente girado a la ciudad.
Por tanto, ahora, que nuestras dimensiones son diferentes, cabe preguntarse si nuestros verdaderos parques son Collserola o el macizo del Garraf o la cordillera de Marina. Es decir, si de Mataró hasta Gavà y desde Martorell a Granollers conformamos una unidad consolidada, una realidad por asumir, un imaginario en construcción. Sobre todo ahora que, impulsados por los precios de los alquileres y la excelente sensibilidad social del Ayuntamiento, muchos barceloneses han decidido marcharse de la ciudad. Eso sí: siempre que puedan mantener los mismos servicios muy cerca. Vamos al pueblo, pero queremos seguir formando parte de la ciudad. En esto estoy con Clapés, o una cosa u otra.
A vista de pájaro, somos una región económica sin lugar a dudas. La pregunta no es ésta, la pregunta es sobre el límite: de la región económica hace tiempo que hablamos, sobre todo refiriéndonos al Arco (o “corredor”) Mediterráneo que va desde Alicante hasta Génova. ¿Es ésta la gran región económica que debe dar sentido a unas grandes áreas metropolitanas confirmadas por los núcleos de Barcelona, Valencia, Marsella, Palma, etcétera? ¿O bien hablamos de una región económica que piense más hacia dentro de la Península que hacia el Mediterráneo, como propone la “capitalidad cultural” del gobierno actual? Yo creo que el área metropolitana de Barcelona debe configurarse como una de las cuatro o cinco grandes áreas metropolitanas de un Arco Mediterráneo, y no como una segunda capital de España, pero todo son gustos. Barcelona como una puerta del sur de Europa coordinada con otras tres o cuatro ciudades, y no como una sucursal de una gran megápolis peninsular. Todo el mundo es periferia de algo, y Barcelona debe escoger de quién quiere ser periferia. La apuesta por retroalimentar la meseta central de Las Vegas española no supondrá nunca un nuevo ensanchamiento, sino una conocida y secular figura de comparsa que nos quitará interlocución directa con el mundo. Quizá sea Madrid quien debe hacer, en el futuro y junto con otras ciudades, de periferia de Barcelona. ¿Por qué no? El futuro debería pasar por periferias múltiples y regiones económicas que, ayudándose mutuamente o incluso compitiendo, no intenten fagocitarse.
Barcelona como una puerta del sur de Europa coordinada con otras tres o cuatro ciudades, y no como una sucursal de una gran megápolis peninsular. Todo el mundo es periferia de algo, y Barcelona debe escoger de quién quiere ser periferia
La cuestión ya no sólo tiene que ver con la disputa identitaria, sino con la eficiencia, la subsidiariedad, la cooperación y la forja de un papel fuerte entre las capitales del mundo. Creamos el concepto “Catalunya ciutat”, pero, ¿esta ciudad hasta dónde llega? ¿Dónde marcamos nuestro nuevo Eixample? ¿En la provincia? ¿En la veguería? ¿En la adscripción libre de los municipios que lo deseen? ¿Cuántas murallas más (artificiales o naturales) queremos que caigan, más allá de las mentales? ¿Y qué tipo de consorcio o fórmula administrativa debería gestionar estos nuevos límites?
En cualquier caso, el debate para Barcelona nunca ha sido sobre sus límites, que son inexistentes: sino sobre dónde exactamente quiere detenerse.