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El Gran Teatre del LIceu de Barcelona. © Paco Amate

De concierto con un bebé

Asistir a un concierto de música culta con un bebé resulta una metáfora perfecta del cretinismo contemporáneo

Hará cosa de diez días, la sección Pel forat del pany de La Vanguardia (más conocida por su título ancestral; La Mirilla) informaba de un espectáculo acaecido en el Liceu y que no tiene ningún tipo de relación con una velada operística o con un concierto especialmente memorable. Según rezaba el texto de la noticia, una pareja decidió asistir a la representación de la Novena Sinfonía de Beethoven acompañada con su bebé. Alarmados por los (¡previsibles!) bramidos del recién nacido, los acomodadores del teatro pidieron a los dos cretinos en cuestión si podían abandonar la sala, pero, acogiéndose al derecho de haber pagado sus respectivas entradas, los responsables del Liceu sólo consiguieron que los tortolitos se dirigiesen a un palco donde los sonidos emitidos por el chiquilín quedaban algo más amortiguados, para que el resto del público siguiera con la temeridad de escuchar un concierto de música sin la previsible espontaneidad (sic) de un nene.

La cosa tiene muchos bemoles por varios motivos. Primero, La Vanguardia demostraba el escasísimo rigor e importancia que los medios de nuestra ciudad aplican a la información sobre la mal llamada música clásica, puesto que en el susodicho concierto no se representaba la celebérrima Novena de Beethoven, sino la también archiconocida (y extraprogramada) Quinta de Mahler. Detalles de rigor periodístico aparte, desde que la Generalitat aprobó el Decreto 112/2010 (sobre el reglamento de espectáculos púbicos y actividades recreativas), en su artículo 53 se estipula que “las personas menores de 16 años tienen prohibida la entrada a las discotecas, salas de fiesta, salas de baile, bares musicales, salas de concierto, cafés concierto y cafés teatro, excepto cuando se realicen actuaciones en directo y vayan acompañadas de progenitores o tutores”. La pareja, por tanto, se acogía a un derecho totalmente vigente.

Pero como todos sabemos, por el Estado donde nos ha tocado vivir, la ley no siempre va de la mano con la educación ni los mínimos criterios de cordura. ¿Los niños deben poder asistir a un concierto de música culta? ¡Faltaría más! Muchísima gente ha iniciado el camino de la melomanía en temprana edad y, seguramente, la mayoría de la peña que nos hemos dedicado a estudiar música podemos citar aquel concierto singular que nos iluminó por primera vez y para siempre (en mi caso, un recital del guitarrista escocés-balear David Russell en el Casal del Metge, hace tantos años que ni me atrevo a escribir el número). Pero todos convendremos que una cosa es permitir –¡o incluso promover!– que un preadolescente acuda a un concierto y la otra es ser tan zoquete como para llevar ahí a un pobre bebé, quien no sólo no podrá retener ningún recuerdo de esta experiencia musical, sino que, con toda previsión, acabará destrozando la del resto del público.

De hecho, el incidente denota dos signos de nuestro tiempo. Primero, la zafiedad de quien se otorga el derecho de hacer lo que le plazca –incluido molestar a la alteridad– por el simple hecho de haber desembolsado un poco de pasta. En segundo término, la barbaridad de ir a concierto con un bebé implica un desconocimiento absoluto de la gracia de un evento musical como éste. De hecho, los melómanos de la ciudad ya estamos suficientemente acostumbrados a la oceánica grosería de los espectadores barceloneses, que tienen el récord mundial de toses por minuto y que son auténticos especialistas a la hora de abrir el envoltorio de un caramelito justo cuando la orquestra apiana, por no citar otro intruso habitual que nunca falta en toda velada orquestal; el teléfono móvil, sempiterno invitado de piedra de nuestras salas y autor de destrozos sonoros que deberían enviarse directamente al Tribunal Europeo de Derechos Humanos.

La barbaridad de ir a concierto con un bebé implica un desconocimiento absoluto de la gracia de un evento musical como éste

Pero llevar a un bebé a escuchar la Quinta de Mahler, por mucho que sus padres hayan pagado una entrada de más de cien pepinos a tal efecto, o aunque sea porque les hace gracia escuchar de nuevo el Adagietto con su primogénito, resulta digno de colleja. De hecho, los acomodadores del Liceu no deberían haber enviado a estos dos cum laude hacia un palco alternativo, sino haber procedido directamente a su detención (¡para obligarles a volver al cole!) y derivar a este pobre vástago a los servicios sociales para que puedan salvarlo, pobrecito mío o pobrecita mía, de una educación ciertamente limitada.