En 1991, la socióloga Saskia Sassen publicó el libro The Global City: New York, London, Tokyo, donde condensaba los frutos de una década de investigación en torno al concepto de ciudad global, que desde entonces ha ido indiscutiblemente asociado a esta autora.
Sassen argumentaba cómo el modelo de globalización asociado a la nueva etapa neoliberal del capitalismo comportaba la concentración de funciones económicas y financieras clave en determinadas ciudades, entre ellas, y de manera notoria, las enunciadas en el título de su libro. Estas ciudades se habrían convertido, en consecuencia, en nodos esenciales de dicha globalización, esto es, en centros de servicios avanzados a gran escala, desempeñando un papel fundamental en la gestión y coordinación de las redes económicas mundiales. A ello habría que añadir su papel como lugares para la innovación y la toma de decisiones de alto nivel.
Es a partir del reconocimiento de esta importancia de las metrópolis en el contexto global que se pone en marcha una dura competencia entre ciudades de todo el mundo por formar parte de este selecto club. Barcelona, un año después de la publicación del libro, vio su oportunidad gracias a la celebración de los Juegos Olímpicos y supo aprovecharla en gran medida para asomar la cabeza en los niveles superiores de la jerarquía urbana global en determinados aspectos como la creatividad o la calidad de vida.
Otra derivada de este revalorizado rol de lo urbano es la percepción, todavía poco plasmada en la evidencia, de la disminución de la relevancia de los estados en el panorama geopolítico global en favor de las ciudades. Es cierto que éstas se están organizando cada vez más a escala internacional para influir en las decisiones que les afectan, que en cualquier caso siguen siendo tomadas por los estados o por organismos supranacionales donde la representación la ostentan los estados. Hasta el punto de llegar a actuar en ocasiones en sentido contrario al que hubieran adoptado las ciudades (caso del Brexit, por ejemplo).
Durante las últimas tres décadas, en cualquier caso, la idea de ciudad global ha ocupado el imaginario del desarrollo urbano y ha condicionado las estrategias, la gestión y los proyectos de ciudades de todo tipo en cualquier lugar del globo.
Pero la geopolítica importa, y es evidente que el escenario global en este sentido ha cambiado notablemente desde que Sassen publicara su obra. Es precisamente otro libro, The Belt and Road City: Geopolitics, Urbanization, and China’s Search for a New International Order, de Ian Klaus y Simon Curtis, el que llama la atención sobre un incipiente cambio de tendencia. Los autores lo vinculan al proyecto de urbanización a gran escala que acompaña al ambicioso plan internacional de inversiones en infraestructuras por parte de China, la iniciativa Belt and Road conocida popularmente como la nueva ruta de la seda.
Durante las últimas tres décadas, la idea de ciudad global ha ocupado el imaginario del desarrollo urbano
La iniciativa cuenta con tres grandes ejes de infraestructuras físicas que buscan la expansión de la influencia política y económica de China hacia el oeste. Así, en el principal eje terrestre se configuran corredores urbanos hacia el interior de Asia a lo largo de nuevas líneas viarias y ferroviarias que en gran medida recuperan el trazado y los nodos de la Ruta de la Seda original, llegando hasta el corazón mismo de Europa. Existe también un eje marítimo, articulado a través de puertos que están siendo remodelados y ampliados con capital y empresas chinas, desde el sudeste asiático hasta el Mediterráneo. El tercer eje, mucho menor en recorrido, pero igualmente estratégico para los intereses chinos, es el que proporciona una salida rápida al mar desde el centro de Asia a través de Pakistán.
Klaus y Curtis consideran que este gran despliegue inversor del gobierno chino puede conducir a un relevo en el modelo de ciudad global, debido a tres factores fundamentales.
Las emergentes ciudades orientales se expanden siguiendo principios urbanísticos del siglo XXI
En primer lugar, el propio declive del modelo vigente, cuyos síntomas de agotamiento, acentuados por los shocks de 2008 y 2020, se manifiestan de múltiples maneras: disrupciones en el mercado de la vivienda, costes de adaptación a la crisis climática, creciente desigualdad acompañada de segregación espacial, etc. Todo ello aderezado por la incertidumbre en el devenir de la globalización a partir del momento en el que Donald Trump ha vuelto al poder en Estados Unidos con una clara intención de imponer restricciones al comercio internacional.
En segundo lugar, el enorme y rapidísimo crecimiento en términos de población que experimentan ciudades asiáticas y africanas, principalmente, en contraste con el estancamiento demográfico en Europa y Norteamérica, será otro factor que potencialmente relegue a las tradicionales metrópolis a puestos menos destacados en la jerarquía urbana mundial, al menos en términos demográficos. Algo que resultará de gran relevancia si en algún momento las ciudades consiguen convertirse efectivamente en actores con mucha mayor influencia en la escena global.
Finalmente, en tercer lugar y como foco de la argumentación del mencionado libro, la propia naturaleza de la iniciativa Belt and Road lleva implícitos varios elementos fundamentales en la forja de nuevas ciudades o el desarrollo de otras ya existentes.
Un factor importante es la aplicación generalizada del diseño urbano incorporando criterios medioambientales. Mientras las ciudades maduras occidentales deben afrontar la difícil y costosa tarea de remodelar tejidos urbanos, rehabilitar edificios y adecuar infraestructuras a las exigencias del cambio climático, sus emergentes contrapartes orientales se expanden siguiendo principios urbanísticos acordes a las circunstancias del siglo XXI. Un ejemplo en este sentido son las ciudades esponja, como Jinhua, diseñadas o remodeladas para absorber el agua en caso de grandes inundaciones a partir de soluciones urbanísticas basadas en la naturaleza.
No siempre es así, por supuesto, ni el crecimiento urbano, incluso con dichos principios, está exento de costes ambientales ni de resultados inciertos, como el de algunas nuevas ciudades chinas (Ordos, Kangbashi o Zhengzhou, por ejemplo) que han sido catalogadas como ciudades fantasmas al no conseguir atraer los volúmenes de población esperados. Algunas voces expertas, no obstante, consideran que es solo una cuestión de tiempo.
Del mismo modo, las inversiones en tecnología que acompañan a las urbanísticas conllevan ventajas competitivas para estas ciudades. En qué medida esta tecnología urbana se expanda y compita con la procedente de Occidente puede abonar el terreno para el sorpasso de las ciudades de Oriente. Una tecnología, por cierto, que sigue los estándares chinos y de sus corporaciones, constituyendo un factor más de influencia política y económica sobre los territorios donde se despliega la iniciativa.
Finalmente, la omnipresencia de la tecnología engarza con otro elemento clave que subyace a todos los anteriores y es plenamente coherente con el modelo político y social de la China actual: el control total sobre la población. Una suerte de Gran Hermano urbano soportado por los sistemas de videovigilancia y reconocimiento facial, la restricción de actividades e incluso de movimientos (exacerbada a raíz de la pandemia de covid-19) y los métodos de crédito social. Kashgar, situada cerca de la frontera de China con Kirguistán y con una importante comunidad uigur, de religión musulmana, se acerca bastante a una imagen distópica de lo que puede significar la tecnología aplicada con fines poco democráticos.
Más que esperar a comprobar qué modelo de ciudad global se impone, urge plantear un modelo propio
En este sentido, el caso de Hong Kong puede resultar ilustrativo del potencial cambio de paradigma urbano en términos globales. Miembro incipiente en los años noventa del selecto grupo de las ciudades globales, hoy en día, y tras su devolución a China en 1997, se ha desconectado progresivamente de las redes financieras en las que destacaba antaño y presenta ya todos los elementos característicos del modelo urbano que la iniciativa Belt and Road expande a gran escala y de manera veloz.
Un modelo, hay que advertirlo, que no podemos descartar que acabe por seducir a un cierto número de metrópolis occidentales, habida cuenta de la admiración que se viene profesando desde determinados foros hacia el desarrollo urbano chino o hacia ciudades como Singapur o Dubai, de dudoso currículum democrático, considerando además el crecimiento de las opciones políticas europeas y norteamericanas que simpatizan con el autoritarismo.
Así pues, ciudades prácticamente desconocidas hoy en día, como Xiong’an (a mil kilómetros hacia el interior de China desde Shanghái), un experimento de nueva ciudad verde a gran escala; Horgos (en la frontera entre China y Kazajistán), un enorme puerto seco y centro logístico en pleno corazón del continente asiático; Astaná (capital de Kazajistán), que emerge como el gran centro financiero de la región o Gwadar (costa de Pakistán), el puerto clave para la conexión entre la ruta terrestre y la ruta marítima, podrían ser las nuevas acaparadoras de rankings globales en un futuro próximo, junto con las grandes metrópolis chinas que ya vienen destacando en el siglo XXI (Beijing, Shanghái, Guangzhou, Wuhan, etc.).
Una vez más, Europa se encuentra en la encrucijada entre dos mundos o, si se prefiere, entre dos grandes potencias hegemónicas, cada una de las cuales irradia unas señales particulares hacia el desarrollo urbano. De la capacidad de renovar las infraestructuras y tejidos urbanos del continente y apostar por un modelo propio, a la vez que se consigue conectar, en una relación de igual a igual, con las redes de infraestructuras que nos vinculan con el resto del mundo dependerá el futuro urbano europeo.
En definitiva, más que esperar a comprobar cuál de los modelos de ciudad global se impone, urge plantear ese modelo propio que, por ejemplo, rechace tanto los usos perversos de la tecnología (sean por parte de los estados como por parte de las grandes corporaciones) como la falta de control sobre los operadores financieros globales que contemplan las ciudades en tanto que mero objeto de especulación. Porque incluso la ciudad global carece de sentido si no pone por delante la salvaguarda de lo local, empezando por las personas que viven en ella.