— Dice un tango que “veinte años no es nada”, pero es mentira. ¿Qué te viene a la cabeza, cuando miras atrás?
— Mi sensación es que todo ha pasado muy rápido, que ni lo he notado. En todo este tiempo no ha habido ningún momento que haya contado: cinco, diez, quince… Me he encontrado con los veinte años, ¡pam! De golpe. Y es un poco angustiante, porque no ha habido ningún grupo que me gustara que haya durado más de cinco años… Por otro lado, desde que empezamos con Mishima teníamos claro que queríamos hacer obra, que nuestra misión era hacer discos, y por tanto no nos podemos quejar.
— Hay un momento significativo en la historia del grupo en 2005, cuando pasáis del inglés al catalán como lengua principal. ¿Cómo fue el proceso?
— No fue fruto de una decisión estratégica, sino que más bien nace de la vocación de componer canciones. Al principio haces temas como una forma de juego, adoptando las fórmulas de bandas que te gustan. Yo empecé a cantar acabando la carrera en Francia, y las bandas de mis amigos franceses también cantaban en inglés. El juego prosiguió en Barcelona: en el primer disco canto una canción en catalán, en el segundo ya son tres, y en el tercero casi todas. Es la confirmación de esta vocación, de darme cuenta de que las canciones eran importantes para mí, y que componer no era un ejercicio consistente en disfrazarse u ocultarse, sino a la inversa, en revelarse.
“Llenar la sala Apolo y hacer un buen concierto, notar la comunión con el público, fue un momento muy importante para nosotros”.
— El otro punto de inflexión es Ordre i aventura, con un concierto extraordinario en la Sala Apolo el 2010 y, unos meses después, otro en el Palau de la Música.
— Con Ordre i aventura recogimos cosas que habíamos plantado durante los cinco años anteriores. Fue la primera gira que hicimos con nuestro mánager actual, la primera vez que hicimos una promoción con ambición profesional, y también el momento en que dejé el trabajo que tenía entonces, para dedicarme a la música como actividad principal. En aquel punto, el grueso del público que habíamos conseguido ya me permitía pensar que podría ser músico. Llenar la sala Apolo y hacer un buen concierto, notar la comunión con el público, fue un momento muy importante para nosotros.
— Y este octubre pasaréis por el Liceu… ¿Te lo habías imaginado alguna vez?
— Hace unos años algo así era inimaginable. Impresiona mucho, mucho. Es de los pocos escenarios que nos faltaban para tocar en Barcelona, y es una maravilla de escenario.
— A lo largo de este camino también ha habido un cambio de formación. Oscar de Aniello y Dani Acedo participaron en la grabación de Ordre i aventura, pero durante la gira ya no formaban parte del grupo. Todo ello fue amistoso, pero ¿también doloroso?
— Sí, está claro. Trabajar en el mundo de la música te condena a vivir siempre en precario. Es una materia sensible al cambio y, de hecho, lo promueve mucho. Un grupo es un juego de vocaciones, de sueños, de fantasías, y todos los que forman parte son sensibles a esta lógica. En aquel momento Oscar tenía el proyecto de Facto Delafé, que le estaba yendo mejor a nivel de reconocimiento que Mishima. Es verdad que su marcha supuso la rotura de una pequeña certidumbre, pero yo creo que a la larga fue para bien. Se incorporaron al grupo Alfons Serra y Xavi Caparrós quienes, diez años después, continúan en el grupo.
“Cuando aquella primera idea que tienes puede convertirse en todas las canciones del mundo, te sientes todopoderoso, como si estuvieras en contacto directo con los dioses”.
— ¿Cómo es el trabajo de componer canciones a solas en casa?
— Componer es un placer, la parte más maravillosa de hacer música. Cuando aquella primera idea que tienes puede convertirse en todas las canciones del mundo, te sientes todopoderoso, como si estuvieras en contacto directo con los dioses. Vas tomando decisiones, cerrando las posibilidades de la canción que finalmente será… Este proceso es bonito, pero también tiene una parte frustrante. Cuando llega el momento de grabar aquellas primeras notas es cuando te pones nervioso. Imagínate que tu psicología sea tan frágil como para que tú, solo en casa y sin nadie que te fiscalice, te pongas nervioso cuando pulsas la tecla de grabar. Y ahora traslada esta situación a un estudio profesional, con un técnico, un productor, tus músicos: ¡allí sí que te pones súper nervioso!
— Las canciones las escribes tú, pero en la banda sois cinco. ¿Cómo va cambiando un tema cuando lo trabajáis juntos?
— Yo hago la melodía y la letra, pero después puede cambiar incluso el propósito inicial de la canción. Yo puedo pensar que un tema va hacia aquí, y un arreglo la hace ir hacia allá. Y tenemos que ser fieles a esto, ser fieles a la virtud que comporta que una canción vaya hacia una dirección determinada. Creo que el aprendizaje de un grupo consiste precisamente en saber ponernos todos al servicio de los temas.
— Siempre se ha dicho que la fórmula Mishima está a caballo entre pop-rock y la canción de autor. ¿Te parece una buena manera de definirlo?
— Sí, y creo que es una tensión que se refleja en la producción de nuestros álbumes.
— ¿Crees que esta es precisamente vuestra gran fuerza?
— Resolver esta tensión tendría que serlo. Haberla sabido resolver, o haber encontrado un sonido que diera respuesta a estas dos pulsiones. La letra es importante, pero no queremos sacrificar la parte física del rock, la parte más contundente. Lo ideal es que una canción te pueda conmover de una forma más tangible, más física, y que a través de esta primera emoción te entren ideas o imágenes que tengan un sentido. Esta es la ambición.
“Al artista le toca jugar con formas establecidas y descubrir sus posibilidades”
— Tengo entendido que la obra de en Joan Vinyoli te gusta especialmente…
— Sí, es uno de esos poetas que me ha ido acompañando a lo largo de los años.
— ¿Podríamos encontrar en Vinyoli una influencia o un referente, aunque sea indirecto, de tu trabajo?
— No lo sé… Tampoco me he impuesto conocerlo de una manera rigurosa. Acudo a él a menudo, igual que con Auden, pero no es para resolver nada, ni para buscar inspiración. Es por puro placer estético, igual que con los discos. Pero es probable que los poetas, y sobre todo los que escriben en catalán, hayan tenido una incidencia en mi manera de entender lo que es cantable y lo que no es cantable. Vinyoli siempre me produce la sensación que todo el universo está contenido en cada poema: su vocación de ser poeta, la muerte, la vida, sus tensiones morales… todo está allí. ¡Esto es profundidad! Tener esta relación con aquello que haces puede ser molesto a veces, te puede llevar a una gravedad algo excesiva. Por eso pienso que de vez en cuando también es bueno escribir como si fuera un juego, y no solo decir cosas importantes.
— Insistes mucho, en esto del juego…
— Sí, porque creo que es fundamental. El Homo ludens de Johan Huizinga, que es una maravilla, explica que todos los rituales de los seres humanos son juegos, y pienso que el poema también lo es. En un poema tienes unas formas establecidas, que son las palabras, y empiezas a poner una junto a la otra hasta que te das cuenta de que, según cómo las pones, adquieren un sentido u otro. Y en este juego encuentras verdades. Es el juego de la vida, prácticamente. Al artista le toca jugar con estas formas establecidas y descubrir sus posibilidades.