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l soberbio disco que el joven Víkingur Ólafsson ha dedicado recientemente a Johann Sebastian Bach nos anima a descubrir en directo sus artes interpretativas. Usamos la primera persona del plural porque somos unos cuantos los movilizados. La sala de cámara del Palau de la Música Catalana está completamente llena, se ha quedado pequeña, ya sea como resultado de aquella su generosa y atrevida lectura del compositor barroco -una versión despreocupadamente atemporal, alejada de instrumentos y modas de época- o por el aliciente que supone asistir al primero de la serie de los eventos centrados en la figura de Philip Glass, uno de los compositores más importantes del siglo XX, que culminará el 21 de mayo con su presencia e implicación directa en un concierto con piezas para piano y coro, también en el Palau.
En la entrada de la sala, antes de caminar escaleras abajo hacia la platea, se organiza un pequeño debate -si acaso un intercambio de pareceres entre críticos y melómanos- espontáneamente dinamizado por Joan Oller, a propósito de aquella disyuntiva. Los que tendemos a justificar la asistencia para conocer el directo del intérprete islandés -que este mes, concretamente el día 29, se estrena asimismo en un escenario tan imponente como la Philarmonie de Berlín– enseguida, una vez comienza su interpretación, caemos en la cuenta de que tampoco el Philip Glass al que estamos acostumbrados será el que se reproduzca y sí, en cambio, una versión absolutamente personal, filtrada por el tacto exquisito del pianista. Él mismo lo confesará, tras la interpretación de la sosegada y trascendental entrada en materia (la pieza “Opening”, de Glassworks) y los dos primeros Estudios programados.
Micrófono en mano, un Víkingur Ólafsson clarividente explica cómo las antológicas repeticiones de Philip Glass son siempre más de lo que parecen ser. Sus palabras ratifican, de hecho, lo escuchado minutos antes: las piezas de Glass ofrecen cambios de perspectivas -“nuevos sonidos, nuevas texturas”- sobre una misma realidad. La realidad espacial que suscita la música es tan real -prosigue- como los lugares en que ya hemos estado. Se abren ex novo para cada oyente mediante una especie de reverberación cromática que genera sorpresa, afectos contrastados. Y, con todo, la sencillez melódica, la presencia de temas que han sido comparados con el pop -de hecho, empleó Glass uno de David Bowie en su Heroes Symphony– es una diana fácil para las críticas, con las que el compositor hubo de combatir antes de consagrarse como una de las referencias fundamentales del llamado “minimalismo”.
Víkingur Ólafsson, que se reconoce en principio ajeno a esa tradición -siendo, en cambio, mucho más cercano a la clásica, a Bach y a Beethoven- manifiesta con brillo en los ojos haberse entendido a la perfección con Philip Glass, a lo largo de sus colaboraciones. Un creador sorprendentemente vital, comprometido a diario con la tarea de composición (5 horas) a sus casi 82 años, y muy abierto a las múltiples lecturas que de sus piezas pudieran hacerse, en términos de tempi o dinámicas. Así, en el curso de la interpretación de los Estudios por Ólafsson encontramos lo opuesto a un discurso maquinal, previsible y exento de matices. El pianista reflota y sumerge las diferentes capas que conforman un entramado melódico realmente complejo y sutil, en efecto compuesto de líneas sencillas pero inagotable en sus interacciones. Cuando más se acerca al mecanicismo la música de Glass, logra Ólafsson dotarla de un lirismo barroco, de una suerte de aura espiritual -bajo la forma de la meditación, precisa el pianista en una de sus intervenciones- que desarma hasta al más crítico.
La metáfora del caleidoscopio es inevitable: prismas de colores aparecen y desaparecen para reencontrarse en conformaciones nuevas siendo aún los mismos, aun cuando ocupan y liberan otros espacios.
Víkingur Ólafsson no se arruga ante la posibilidad de interpretar piezas barrocas mediante una lógica afín a su sensibilidad, ni celebrar la originalidad de Philip Glass como compositor barroco, cuya circularidad desentraña desacomplejadamente, con un fraseo pulcro, comparable al de aquella grabación bachiana. Incluso el reflujo potencialmente redundante en la aplicación de la música de Glass a imágenes en movimiento -pensamos, por ejemplo, en la oscarizada The Hours (2002)- lo transmuta Ólafsson en una milagrosa proliferación de tonalidades, irisaciones que se revelan rítmicamente y también en feliz alianza con los silencios. La metáfora del caleidoscopio se antoja inevitable, en perfecta adequatio con el apellido del compositor norteamericano: prismas de colores aparecen y desaparecen para reencontrarse en conformaciones nuevas siendo aún los mismos, aun cuando ocupan y liberan otros espacios.
Por la frescura y autenticidad que evidencian las versiones de Víkingur Ólafsson algún crítico no ha tardado en compararlo a Glenn Gould. Curiosa manía, la de vincular al genio canadiense a todo aquel que se aparta de la calzada real y ofrece algún tipo de novedad inclasificable por mucho que entre sí las respectivas peculiaridades apenas se asemejen (recordemos que también a James Rhodes se le etiquetó con la paradójica consideración de ser “un nuevo Glenn Gould”). Ciertamente en las lecturas de Ólafsson se aprecia una libertad, una pasión musical y una inteligencia imponderables -también una postura por momentos cerrada sobre sí, como queriendo entrar en el mecanismo del piano, o acaso devenir él mismo instrumento- pero también encontramos sustanciales diferencias con relación a Gould. No hay rastro de excentricidad ni de desafío técnico, por muy prodigioso que sea también el islandés y por mucho que, como aquél, rehúya los epítetos más clásicos.
Que los grandes compositores del siglo XX se programen e incluso accedan a intervenir en conciertos habla de la buena salud de la escena musical, que repercute en los más jóvenes. Transformaciones de energía que vivifican.
Proliferan las buenas noticias con una hornada de intérpretes que no sólo descuellan por la técnica, sino que poseen ese plus inherente a la verdadera personalidad de artista, a la búsqueda de una verdad propia y sin embargo de gran repercusión en los otros. Algo que tendemos a asociar a mitos del pasado y que difícilmente se aprende o entrena. Ya en nuestras latitudes, hemos hecho referencia en otras ocasiones al director Pablo Heras-Casado, al organista Juan de la Rubia, o a un conjunto de cámara como el Cuarteto Casals. En el capítulo de compositores, podemos recordar a Héctor Parra o Joan Magrané. Siguen la estela de un Josep M. Guix, invitado por el Palau en la presente temporada, como el propio Phillip Glass. Que los grandes del siglo XX se programen e incluso accedan a intervenir en conciertos organizados en las salas barcelonesas habla de la buena salud de la escena musical, que repercute en los más jóvenes. Transformaciones de energía que vivifican.