A los trece años, Fernando Campillo compró sus primeros discos, “el primero de Led Zeppelin y uno de Ted Nugent”. Aquello fue el arranque. “Soy un músico frustrado, me hubiese encantado tocar en una banda de las que sacaban discos alucinantes”, bromea a pie de barra, degustando un Dry Martini vespertino mientras deja que sea el paisanaje del Bar el que acompase, cual banda sonora espontánea, natural e irrepetible, la conversación.
Lo que pasa es que, de alguna manera, este agitador cosecha del 61 sí pudo vivir aquel sueño, aunque desde otra posición: la de fan que, con su trabajo, su persistencia y su esfuerzo, hace que pasen cosas hermosas y que los artistas que se suben sobre el escenario, o que se meten en un estudio de grabación, brillen con todavía más fulgor. “Todo esto se lo debo a Los Negativos”, afirma a propósito de la banda que supuso un categórico punto y aparte en el pop barcelonés de los 80, gracias sobre todo a sus álbumes Picnic caleidoscópico y 18º sábado amarillo. “Ellos me abrieron las puertas desde el principio y con ellos he viajado, vivido grabaciones, infinidad de conciertos, editado fanzines y conocido gente maravillosa de todos los sitios”. En suma, hacer realidad esa ilusión de vivir en un mundo musical vibrante, aportando color desde la sombra, “sin estar en el centro, pero es que no me gusta salir en la foto, soy demasiado vergonzoso”.
La trayectoria del parroquiano está, en este sentido, íntimamente ligada a Los Negativos de la que ahora, tras diez arduos años de trabajo, por fin logra estrenar el documental Graduados en underground, dirigido por Víctor Carrey y producido e impulsado por Fernando y miembros de la banda. La idea arrancó con la muerte del bajista, Alfredo Calonge, en 2014. “Ahí empezamos”, y se cierra ahora, pocos meses después de la desaparición del baterista, Valentín Morató. “Fue un palo tremendo, porque él estaba muy involucrado en el proyecto y le hubiese encantado ver el resultado final”. Éste se estrena este viernes 25 en el Mooby Aribau, en el marco del Festival In-Edit.
En paralelo, ya está trabajando “en un recopilatorio que recorrerá la trayectoria del grupo desde sus orígenes y que llevará por título Cóctel violeta, y en el guion para otro documental dedicado a Ringo Julián, para reivindicar la trascendencia que tuvo este artista total en el underground de nuestra ciudad”.
El mejor nombre de fanzine del mundo
La adolescencia de Fernando orbitó entre las Juventudes Libertarias de la CNT —“le di dos besos a Federica Montseny”, se enorgullece— y el R&R. “Con unos colegas tuvimos una banda de música, Valium, con los que hacíamos versiones de los Stooges, MC5 o Amboy Dukes. Pero la verdad es que aparte de meternos en líos, gamberrear y emular Miedo y asco en Las Vegas de Hunter S. Thompson, no hicimos gran cosa”, ríe.
Pocas semanas antes de marchar a la mili conoció a Isabel. “Enseguida supe que quería pasar el resto de mi vida con aquella chica. Y aquí seguimos, más de cuatro décadas después”. Se convirtieron en pareja, pero también en amigos, cómplices, y ella no ha dejado de estar a su lado en todo lo que Fernando ha ido construyendo. “Hemos tenido a compañeros inmejorables en este viaje: Javier Anta Tutti, Josep Lluís Navarro, Víctor López, Ringo Julián y, por supuesto, Los Negativos”.
En 1987, impulsó Ansia de Color, un fanzine que, además de tener el mejor nombre de publicación underground del mundo (“nos lo sugirió Quim, del grupo Orgullo de España”), fue el catalizador, durante sus dos décadas de historia, de una escena musical ecléctica, donde cabía el punk rock más crudo, la psicodelia más barroca, el R&R más visceral y el pop más cristalino. Una actividad editorial que el parroquiano acompañó con el lanzamiento de discos de bandas contemporáneas, gracias a los contactos que desde principios de los 80 mantiene con artistas y agitadores de todo el mundo. “Gerry Mohr, Greg Prevost, Rudi Protrudi” y un extenso etcétera de amigos para siempre.
Ciudadano del mundo y de Barcelona
Curtido en una Barcelona explosiva, aunque no siempre en el buen sentido de la palabra, Fernando vivió una urbe llena de ideas y voces, “con editoriales como Star Books o revistas como Popular1”, pero también de violencia y malas calles. Se abrió paso en aquella jungla pintada de rojo sangre quinqui, de colorido contracultural y de gris tardo-franquista “hablando con todo el mundo, buscando la manera de entenderme”. Con los años y la persistencia, se ha convertido en un rostro indispensable, por mucho que él se empeñe en restarse méritos, para entender el underground musical de esta ciudad de la que, paradójicamente, asegura sentirse actualmente excluido.
“La posmodernidad que poco a poco, desde los años 90, se ha ido adueñando de Barcelona, está matando su personalidad. La ciudad está masificada y los barrios han perdido su carácter combativo, su personalidad”, lamenta. Y liquida el último trago de su Dry Martini, antes de concluir: “Yo, que no creo en banderas, que no tengo patria, ni Dios ni rey, siempre me he considerado ciudadano del mundo… ¡y barcelonés!”.
— Patria, Dios y rey tal vez no, pero seguro que tras este Dry Martini lo que tienes es hambre, por si te apetece cenar alguna cosa…
Fernando Campillo estalla en una carcajada.
“¡Eso sí tengo!”, replica con alegría, al tiempo que pide echar un vistazo a la carta, a ver qué hay hoy de bueno.