El espíritu consumista se apodera de las calles de Barcelona. ©ACN

¡Comprad!

Incluso el cultureta barcelonés acaba devorado por el fantasma del 'Black Friday'

Como todos los culturetas barceloneses, me había propuesto no comprar nada en ocasión del Black Friday. De hecho, siguiendo la pauta moral de esta entrañable secta, me había imaginado paseando por el centro de Barcelona con aires de superioridad moral, admirando cómo la mayoría de población alienada se agolpaba, olvidando la paciencia y la dignidad, en las tiendas del Paseo de Gràcia. Incluso había ensayado, pobrecito de mí, algunas frases de cursilería insufrible como: “los mediterráneos somos una raza superior, una tribu que celebra conceptos tan importantes como los cambios de tiempo y la muerte de Jesucristo; para nosotros resulta un acto de resistencia escarnecer la calendarización (ecs) de nuestra vida según los dictados del consumo”. Hasta había pensado entretener al lector con una disquisición metafísica de tres el cuarto sobre el paso histórico del “Barcelona, ​​posa’t guapa” al paradigma “Barcelona; la mejor tienda del mundo”.

Ya se sabe, no hay posibilidad de ética sin alguna forma de pecado. Miradme ahora mismo, visión espantosa, tecleando ante el ordenador esta Punyalada tras haberme traicionado por culpa de los cabritos de Mr. Hackett y mi querido Paul Smith (30% y 20% de rebajas, respectivamente). No es sólo la pulsión por ahorrarme cuatro duros al comprar trapitos. La tragedia es aún peor: la marca de ropa británica, que se ajusta a mis hombros como la boca de un niño al pezón, me hace sentir la ilusión de caminar  como un Londoner por Barcelona y me regala los aires de un señor que cobra los artículos con un cero más de lo real. Y qué debo decir de esos pullovers tan cuquis del estimable Smith, igualmente británico, pero con esa alegría neoyorquina que te permite entrar en una de nuestras coctelerías e imaginar que podrás acabar hablando con alguien con un mínimo interés.

Soy una persona espantosa, y no sólo por impostar una moral anticonsumo que invoco a menudo (recordando que el 70% de armarios occidentales están llenos de ropa que nunca utilizaremos) sino —hecho aún más horripilante— cuando utilizo al señor Fred Perry o al adorable Évelyne Chetrite para convencerme de que vivo en otra ciudad con más glamour. ¡Qué impostura más esperpéntica, qué aborto de ser humano! Ahora sólo falta que, pronto y con ocasión de la fiesta cristiana, mitigue mi espíritu consumista regalando un libro a todos mis familiares, con aquella excusa absurda según la cual “al menos, ya que compramos, que sea un producto cultural”. Vaya gilipollada, ¡como si la literatura y en el fondo las humanidades vivieran en un paradigma muy alejado que el de los calzoncillos y las tacitas de té! Afortunadamente, todavía tengo la gracia de poder chotearme de mi moral.

De hecho, esto de poner la ética entre paréntesis es otra de las grandes victorias (y ventajas) del capitalismo. Comprad como locos, haced el favor, que no es bueno para la salud, pero la dopamina del gasto le revive a uno de maravilla.