No sé de ópera. Sé de Liceu, toco un poco de oído en música y tengo mis opiniones y preferencias. No busquen aquí una crítica operística, es imposible, ni puedo ni quiero hacerla. Esto es la crónica de lo que un servidor observó en el estreno de Lady Macbeth de Mtsensk, como obra inaugural de la temporada del Liceu. Una obra de 3 horas y 20 minutos, en cuatro actos, cantada en ruso y no en alemán ni en italiano, Shostakovich, años treinta. No busquen florituras ni dulces arias para llevarse a la almohada de la cama con pajaritos en la barriga, esperen crudeza y crueldad e ir al grano. Todo esto después de una alfombra roja, un photocall y una recepción lo suficientemente larga como para que sufriera con fuerza la legendaria puntualidad del Liceu.
Había un poco todo el mundo: el presidente Illa, el presidente Pujol en plena rehabilitación pública, el alcalde Collboni, consellers diversos, un grupito de exconsellers republicanos, los concejales de la oposición en el Ayuntamiento agrupados en el flanco sur, famosos como la cantante Julieta, la periodista Núria Marín o la cocinera Maria Nicolau, el actor Pere Arquillué que me hace arrodillar cada vez que se me planta delante, Mateu Hernández y Miquel Molina y Agnès Marquès y Miquel Roca, muchos directores de instituciones culturales y un largo etcétera que pueden imaginarse: Salvador Alemany, Valentí Oviedo y Víctor García de Gomar saben hacer de buenos anfitriones y saben programar bien. En este caso, la última ópera de Shostakovich que, al denunciar las condiciones de los obreros y sobre todo de la mujer en la Rusia presoviética, tras su gran acogida mereció la censura de Stalin y la retirada del escenario. Ya se sabe, cuando se trata de sociedades que veneran demasiado el orden de toda la vida.
Josep Pons dirigiendo la música, Àlex Ollé (ya sin la marca de la Fura) haciendo de director teatral con una excelencia más que constatable: yo nunca había visto a unos cantantes convertidos en tan buenos actores. Violentan varias escenas de sexo explícito o directamente de violaciones, como no puede ser de otra manera, por mucho que las pieles más finas remuevan el culo en la silla. Y sobre todo la lámina de agua, a los pies del escenario, remojando zapatos y faldas y medias, pero también reflejando ondas de movimiento en los techos de butacas perejáumicas del Liceu. Se ve que son aguas reutilizadas, por lo que nadie debe descandalizarse por la sequía: que valga para encender de una vez las fuentes de la plaza Catalunya y del Paseo de Gracia, o las mágicas, también plenamente reutilizables y reutilizadas. Y dejarse de hipocresías inútiles, o hacer excepciones sólo para la ópera.
Un aplauso a la escenografía de Alfons Flores, artífice de esta idea acuífera (onanista, surrealista, de pesadilla) pero también del delicioso descenso de camas de matrimonio (y de adulterio) en el tercer acto como si fuera el descenso de todas las tentaciones y también de todas las necesidades de ternura. A Katerina (Sara Jakubiak, gran soprano y mejor actriz o viceversa) le falta una ternura y un amor verdadero en medio de un sofocante ambiente de opresión y de machismo, vigilada de cerca por su suegro y comerciante Zinovi (para mí el mejor de la noche, Ilyra Slivanov) que la tiene encerrada hasta que abra el milagro de engendrar descendencia con su hijo Boris (Alexei Botarcuic), visiblemente gay en esta interpretación, lo que parece una obra imposible porque Katerina ni es feliz ni se puede deshacerse del atractivo del cuarto en discordia, el tarambana Serguei (Pavel Cernoch).
Este argumento desarrollado por el libretista Nikolai Leskov impactó en la época y todavía impacta, universal como es el argumento, pero ultralocal como fue la deriva en la deportación siberiana de los protagonistas y la misma censura y posterior evolución de la pieza. Bueno, y llena de sangre y de desesperación como ya apunta el título de la obra. El mensaje: la libertad individual, el amor libre, y especialmente la mujer. Rusia, por mucho que ofendiera a Stalin, es más un actor secundario: hay mucha mentalidad autoritaria todavía presente entre nosotros, no sólo entre los palcos.
El argumento de Lady Macbeth de Mtsensk impactó en la época y todavía impacta, universal como es el argumento
Fueron tres horas y pico que pasaron perfectamente, que mantuvieron la atención y la tensión sin margen alguno al aburrimiento o a la redundancia, que incluso ante la música abstracta de Shostakovich fluyeron como perfectos diálogos teatrales, incluso con un coro del Liceu que actuaba sin sobreactuar y que brillaba verosimilitud a la acción. Cantar, actuar y denunciar al mismo tiempo, bajo efectos visuales de gran efecto poético.
No sé de ópera, pero sé lo que he visto y lo que he escuchado, y esta temporada que algunos decían que “empieza con droga dura”, o con “una obra espesa”, en verdad empieza con un refrescante salpicadura de belleza. Sí, ya sé que es una historia muy dura. Pero incluso la crueldad, la injusticia, la sangre, pueden clavarte maravillado en la butaca.