La ciudad es el espacio natural de la discusión pública: aparte de la calidad del aire, de la frondosidad de parques y bosques, del número de jardines de infancia y becas comedor por metro cuadrado y etcétera, la salud de una capital se determina sobre todo por la altura de sus debates. Uno vetusto y recurrente, confieso que también uno de mis predilectos, es el del alumbrado navideño. Cuentan que este año el Ayuntamiento ha decidido reducir el horario de las luces de Navidad (se encenderán un total de 217 horas, 42 menos que en 2021; concretamente, el clic inicial se dará a las cinco y media de la tarde hasta las diez de la noche entre el domingo y el jueves y hasta las once los viernes y sábados), una medida consensuada con comerciantes, restauradores y otros capataces del consumo. La inversión presupuestada es de dos millones trescientos mil euros, con un aumento de unos cuatro kilómetros de luces en el centro de la ciudad que estimularán las tarjetas de crédito del 24 de noviembre hasta la noche de reyes.
El hecho de que una ciudad como Barcelona trate de ser competitiva sin renunciar a mitigar el despilfarro energético no me parece nada menor, y más aún cuando el Ayuntamiento cubre el 75% del pastizal que dedicaremos a pesebres y el total de su instalación. Me conforta honestamente que la concejala de Comercio, Mercados y Consumo, Montserrat Ballarín, nos regale una decoración lumínica con tecnología led y que el Ayuntamiento no haya caído en la megalomanía delirante de otras ciudades españolas. Sin embargo, servidora se mira esta discusión desde la más absoluta condición marginal del ateísmo y de la estética: hace tiempo que he abandonado la pretensión militante según la cual una sociedad mínimamente racional no debería ceder el calendario (y, por tanto, la vida cívica) al arbitrio de las religiones. También he renunciado a que la conciudadanía se guíe por el buen gusto y acepto resignadamente que todo cristo vea con naturalidad las calles embadurnadas de tantos homenajes al mal gusto.
El alumbrado de Navidad, pese a quien pese, es chabacano y espantoso. Su existencia nada tiene que ver con el consumo, pues los seres humanos no necesitamos ninguna lucecita que nos empuje a las tiendas como si fuéramos un rebaño. De hecho, si algo necesitarían las tiendas de Barcelona es una urgente reducción de su brillo lumínico: a la mayoría de insufribles hilos musicales de los centros comerciales (emitidos con el volumen propio de una discoteca y una selección de canciones vomitiva), últimamente se ha sumado un nivel de blancura lumínica absolutamente cegador. Desde aquí compadezco y me dirijo a las dependientas de la mayoría de tiendas de ropa que, en breve y si la providencia no lo evita, sufrirán una mixtura fatal de ceguera y roturas de tímpano. Pedir a los ciudadanos que tengan velas en casa mientras seguimos iluminando las calles de una forma pornográfica y con un sentido estético horripilante me parece incomprensible, incluso conociendo la naturaleza contradictoria de los humanos.
El alumbrado de Navidad, pese a quien pese, es chabacano y espantoso. Su existencia nada tiene que ver con el consumo, pues los seres humanos no necesitamos ninguna lucecita que nos empuje a las tiendas como si fuéramos un rebaño.
Dice la presidenta de la república independiente de Madrit que una ciudad a oscuras es poco alegre y resulta muy pobre. Por el contrario, el mundo civilizado vive con parsimonia la llegada de la oscuridad y aprovecha la luz del sol haciendo uso del civilizadísimo y gratuito hábito de levantarse temprano. Incluso si se defiende la mística de la iconografía navideña, el efecto espiritual de una pequeña estrella iluminada en un modestísimo campanario resulta mucho más trascendente, bello y rico que una avenida colmada con este tutti frutti de luces insufrible que emparenta lugares bellísimos como el Paseo de Gràcia a un prostíbulo de carretera. Todos los que hemos nacido con la gracia de tener los ojos azules sufrimos dolorosamente el efecto del alumbrado. A mi naturaleza nórdica y albina, sumo el vivir en Ciutat Vella, con lo que ya puedo disponerme a afrontar uno de los doce meses del año bajo la tiranía de un mar de luces adocenadas. Agradezco a la administración que me ahorre 42 horas de fealdad.
Resulta sintomático que la reducción de luces de Navidad provenga de un imperativo medioambiental, mientras la sola pretensión de eliminarlas aduciendo al buen gusto y a los valores de un mundo con menor influencia de las divinidades y la supervivencia de nuestros ojos sea vista como una manía de quisquilloso. Y todavía dicen que nos gobierna la progresía. Qué cruz.