El Ayuntamiento de Barcelona está a punto de poner en marcha una prueba piloto para ensayar el uso de drones en las playas de la ciudad. El objetivo de disponer de moscas robóticas sobrevolando las cabecitas de la ciudadanía (y la turistada) parece razonable; las autoridades querrían calcular el aforo de las playas en tiempo real para así evitar su masificación, permitiendo también que el ciudadano consulte el aforo en tiempo real (los bichos mecánicos, dicen los tecnólogos, también podrán ayudar a la administración en causas nobles como ahora detectar mejor los vertidos, poder estudiar el impacto de los temporales en el litoral y optimizar (ecs) la limpieza de nuestra costa. La playa barcelonesa será una prueba piloto para la normalización de los drones, que pronto formarán parte de la filmación y monitorización de espectáculos musicales y actividades de ocio, siempre y cuando impliquen a una manada de peña. Hasta aquí las noticias.
Consciente de la problemática moral de grabar imágenes de la propia ciudadanía (cuando presenta una iniciativa que puede ser cuestionada a nivel ético, el Ayuntamiento tiene el hábito de insistir en que la ha impulsado mediante un convenio que, como ocurre en este caso, siempre se hace con sectoriales de la propia administración; el Instituto Municipal de Informática y BIT Habitat), la burocracia municipal, en hermandad con la Autoridad Catalana de Protección de Datos, ha asegurado que el procesamiento de imágenes no incluirá ningún reconocimiento de individuos y que el propio sistema las eliminará una vez sumado el aforo total del lugar. He revisado la mayoría de crónicas de los colegas que han escrito sobre el tema en los medios de comunicación y, sintomáticamente, las plumas expertas en la ciudad se han limitado a copiar las notas de prensa de la administración sin mayor esfuerzo.
Servidor no es un tecnófobo y creo, sinceramente, que la administración no colocará drones en nuestras playas con la secreta intención de que varios de sus burócratas puedan excitarse con nuestra chicha y tetilla. A su vez, la hipervisualización del mundo (y de nuestros cuerpos) es un fenómeno que está y estará presente en la vida humana por el simple hecho de que nosotros mismos hemos aprendido a traficar con la propia imagen en los mass media. Sin embargo, los filósofos somos una gente tremendamente pesada e insistente en nuestras enmiendas (la nuestra, de hecho, es una profesión que tiene como objetivo básico llevar la contraria). Por mucho que la captación de imágenes ya sea un fenómeno indiscutido, la cuestión ética permanece: ¿la administración tiene derecho a grabarnos cuando realizamos actividades de ocio? Dicho de otro modo: por mucho que permanezca anónimo, ¿mi seguridad en la playa exige que el Ayuntamiento tenga una cámara sobre mi testa?
Por mucho que la captación de imágenes ya sea un fenómeno indiscutido, la cuestión ética permanece: ¿la administración tiene derecho a grabarnos cuando realizamos actividades de ocio?
De forma notoria, la mayoría de administraciones del mundo han respondido a esta pregunta recalcando el buen uso que se hace de las imágenes. Pero el problema moral no es sólo el del anonimato. Como sabemos por la propia experiencia internauta, nuestra actitud varía cuando tenemos una cámara delante; no somos los mismos seres humanos, en definitiva, cuando nos sabemos objeto de una reproducción hecha imagen, por muy banal o impersonal que sea. A nivel individual, aceptamos cosificarnos (realizando posturitas en Instagram y urdiendo un álbum de felicidad impostada). Por mucha alienación que tenga este book de imágenes sobre la propia vida, la decisión la tomamos nosotros mismos y nosotros mismos decidimos compartirla con un mundo saturado de fotografía. Normalizando los drones en los espacios ciudadanos, este pacto de voluntad queda roto: es el poder quien decide grabarnos y también hacernos anónimos.
En este sentido, la administración sigue sin demasiada discusión la inercia de aeropuertos, tiendas y estadios en los que la grabación de nuestro cuerpo es ya un fenómeno natural. Si la parsimonia de periodistas y ciudadanos sigue intacta, el Ayuntamiento conseguirá su hito sin demasiados problemas, y los refunfuñones que cuestionamos el gesto devendremos pronto una antigualla. A riesgo de ser pesado, insisto; la cosa pública tiene la obligación de explicar por qué violenta mi estado de ánimo cuando estoy en la playa, caminando por Ciutat Vella o cascándome una siesta en la terraza. Justamente porque la administración no es una empresa ni un particular, es necesario que ésta ponga especial énfasis en las restricciones de nuestro albedrío. Por mucho que el uso de cámaras esté normalizada, su presencia altera nuestra disposición en el mundo. Y que nadie lo vea como un problema lo hace todavía mucho más problemático.
Disculpen las molestias.