Preguntado sobre cuál es el papel del público en un concierto de música culta, el director rumano Sergiu Celibidache acostumbraba a responder que ninguno o, como mucho, el de molestar a los intérpretes. La idea es ampliamente compartida por los espectadores: en efecto, el concertgoer prototípico de la clásica es una especie de quisquilloso profesional que mataría por escuchar a sus ídolos lejos del ruido de las toses y de los teléfonos móviles, solo como un náufrago dentro del mar de butacas de un auditorio. La idea es algo hiperbólica porque, aunque pase en escasísimas ocasiones, notar cómo un millar de personas respiran al unísono durante una sinfonía o ver cómo el vecino de butaca llora amargamente por obra y gracia de Puccini también tiene su coña. En cualquier caso, desde tiempos de Wagner, al público se le deja a oscuras y –respecto a lo que sucede en el escenario– se le exige que haga el favor de callar hasta los aplausos o abucheos.
Más allá de la distorsión y de los cambios estéticos en la música, la sonoridad moderna se diferencia de la clásica por la intervención directa del público en las partituras. Mi extraordinaria interpretación de Dio! Mi potevi scagliar de Otello en la ducha poco tiene que ver con la tradición operística verdiana, pero hay una relación consustancial entre tejido musical de I want to break free y el griterío coral de los asistentes al mítico concierto de Queen en Wembley. Por otro lado, la tradición manda que la experiencia de un concierto implique el silencio que se ejercita durante el devenir de la música, pero también cuando ésta termina; es así como la parte más importante de un recital deviene justo cuando se extingue la música y la memoria debe digerir con mucha paciencia todo lo que se acaba de escuchar (por este motivo, en muchos países civilizadísimos del próspero norte se prohíben taxativamente los aplausos tras una interpretación).
Criado en dicha escuela, siempre me ha llamado la atención el auge de los festivales. Su fenómeno de peregrinación de masas no es nuevo; la gente viaja a los escenarios del Primavera con el mismo frenesí que los cursis hacían cola de rodillas en Bayreuth. Pero, a diferencia de la escucha propia del patrimonio musical de Occidente, los festivales contemporáneos han tenido la gracia (o la temeridad) de embotellar la omnipresencia de la música en nuestras vidas, conformando un sistema de audición tremendamente estresante. Festivales como el Primavera muestran la pretensión inequívoca de eliminar el silencio entre conciertos y se urden con la voluntad explícita de exprimir el tiempo equiparándolo a la música. Aquí no existe el compás de espera, el final de un concierto se superpone milimétricamente al principio de otro y, como mucho, el oyente puede experimentar un brevísimo reset mientras acude a comprar una birra.
En el fondo, el formato festival lleva hasta sus últimas consecuencias la presencia de un hilo musical perpetuo en nuestras vidas. Evidentemente, la excelente música de los Blur, Depeche Mode o Rosalía nada tiene que ver con la matraca sonora que experimentamos al entrar en una tienda, cuando viajamos en un taxi o nos aislamos del ruido del mundo con el Shuffle de Spotify. Pero la actitud del festivalero es la de alguien que quiere equiparar su tiempo de ocio al tiempo musical y que, lejos de querer rememorar la escucha, vive sediento de un input perpetuo en forma de estímulo sonoro. No es nada extraño que los seguidores más fieles de la vida festivalera necesiten una dosis extra de doping con tal de aguantar este maratón de emociones y que, al terminar las tres jornadas de un evento como el Primavera, haya mucha peña que se vea obligada a pedirse unas vacaciones porque ha acabado auténticamente destrozada de tanta felicidad musical.
La actitud del festivalero es la de alguien que quiere equiparar su tiempo de ocio al tiempo musical y que, lejos de querer rememorar la escucha, vive sediento de un input perpetuo en forma de estímulo sonoro
Mirando el cartel de este nuevo Primavera en su web, uno puede comprobar fácilmente cómo el diseño de cada jornada (con los grupos de los nombres apilados de mayor a menor tamaño, dependiendo de su hipotética relevancia) es una imagen acumulativa embutida de letras tan grande que parece pensada para que no pueda leerse sin fatiga ocular. Lo mismo ocurre con un nivel de música que resulta imposible de escuchar con la misma intensidad durante un montón de horas, desafiando los límites de nuestra capacidad sensorial. En este sentido, los ideólogos de este tipo de eventos han visto claramente que la acumulación, la dispersión y el continuo de estímulos son los factores clave de la cultura contemporánea. Quien busque silencio durante una interpretación musical o quiera meditar después de un cuarteto de Beethoven, ay, tendrá que quedarse en casa y acabar hablando a solas con su reproductor musical.
Es bonito comprobar cómo, a día de que pasa, te conviertes lentamente en una antigualla nostálgica. Disfrutad del Primavera. Sin pausa, claro.