Las tradiciones, dicen los cursis, son capas de hábitos ancestrales que van transformándose a lo largo del tiempo, a menudo con añadiduras delirantes normalizadas por el paso de los años. Así ocurre con el alumbrado navideño —al que se ha sumado la polémica sobre la secularización de sus motivos y también el rifirrafe anual sobre pesebres, estrellas inmersivas y la mare que els va matricular—, un uso estético al que ahora se ha sumado la costumbre de aprovechar los semáforos del Paseo de Gràcia para correr velozmente a hacerse una selfie. La nueva tradición, nauseabundamente perpetrada por extranjeros e indígenas barceloneses, no sólo se inscribe en lo que los críticos culturales mojabragas llaman el narcisismo de la hípervisualización de la experiencia turística, sino también en captar un instante de felicidad asociada al peligro (más que probable) de ser atropellado por un automóvil.
El ser humano es un producto fascinante; al turista contemporáneo no le basta con retratarse impostando morritos frente al espantoso decorado lumínico navideño de una de las calles ancestrales del Eixample. También disfruta, como si la ciudad fuera un parque de atracciones, con el posterior ruido de cláxones de los sufridos conductores barceloneses que (todavía) tienen la pretensión de circular por la ciudad sin aniquilar manadas de surcoreanos. En todo esto ayudaron nuestras inteligentísimas autoridades municipales quienes, para avisarnos del futuro de colisiones que nos espera, organizaron aquella mandanga llamada road show de la F1 en el mismo Paseo de Gràcia; lejos de celebrar un evento deportivo, aquella exhibición de coches-misiles corriendo a toda leche por el centro de Barcelona era una advertencia del futuro de la ciudad-circuito. Nuestras calles, mireusté, serán sólo una zona de peligro controlada.
Como ocurre cada año, y ante la multitud de cretinos que se reúnen en medio del Paseo de Gràcia, el Ayuntamiento ha reclamado a la Guardia Urbana que tome cartas en el asunto, y es así como nuestros gallardos agentes han procedido a precintar los laterales de mayor afluencia y a sembrar de efectivos las esquinas, a fin de que la gente tenga la delicadeza de no morir en el intento. Todo ello resulta una metáfora óptima de la Barcelona experience, un pack de vivencias que, a la fotografía de rigor, puede sumar el escalofrío de un coche automovilístico o la advertencia medio airada de un policía que está orando para que se le acabe el turno y pueda volver a casa sin tener que levantar un cadáver. Puestos a vender estampas del peligro posmoderno, yo complementaría lo de las selfies con alguna experiencia más, como un puenting que cuelgue de Casa Batlló o un recorrido de barranquismo que incluya poder zambullirse en nuestras fuentes.
Como toda vivencia delirante, el capitalismo ya ha tenido la gracia de transformar la estulticia humana en un negocio tan divertido como macabro. En el universo de Mr. Youtube, se puede encontrar manta vídeos y fotografías titulados Selfies taken before death que muestran una serie de individuos-turistas en posición fotográfica (generalmente, abriendo los brazos y sonriendo, para complementar la grandeza de un acantilado o de una cascada) justo antes de precipitarse por sus escollos y perder la vida. Mi espíritu macabro disfruta con estos reportajes donde la sonrisa de los protagonistas se teñirá inmediatamente de sangre. De la misma forma con que grandes ciudades como Nueva York y San Francisco han transformado sus maravillosos puentes en el espacio ideal para el turismo suicida, diría que el Ayuntamiento debería promocionar el Eixample como lugar ideal para regalarse una muerte asistida y rápida.
Que nadie se turbe; las tradiciones suelen tener casi siempre una relación con el hecho de vivir, pero también deben ligarse a nuestro carácter caduco. En este sentido, Barcelona tiene la obligación de convertir este uso de los selfies mortales en un producto atractivo de cara al turismo funerario. Los tiempos de crisis necesitan de la innovación y, en esto de la escatología económica, los catalanes somos auténticos genios.