Resulta lógico que la plaga de regresión político-social que encarcela a Catalunya derive, entre otras muchas regurgitaciones forzosas del pasado, en retornar a las bullangas del Liceu en ocasión de la interpretación teatral contemporánea de una ópera tan sacrosanta como es Tosca. Nos guste o no, la ópera es uno de los pocos espectáculos paridos por Occidente que mantiene su pulsión estética comunitaria (dicho más claramente, una ensalada de arte total donde el espectador cree que lo que acontece en escena le representa de alguna forma íntima), y es incluso enternecedor contemplar algunos espectadores liceístas reclamando “¿dónde está Puccini?”, como si el compositor de Lucca hubiera urdido el pentagrama pensando en la estrechez de su gusto. El fenómeno es particularmente cretino, y más aún si lo aplicamos a una producción como la de Rafael R. Villalobos, tan interesante como conservadora.
Amparándose en una lectura algo tópica del legado pasoliniano, Villalobos ata la singularidad existencial del genio boloñés en la lucha estética y política de Cavaradossi y Tosca. De hecho, la caracterización del artista como una voz singular (contestataria y chinchona por naturaleza) que acaba fatalmente engullida a manos de un presente político sombríamente dictatorial es una idea sugestiva pero netamente romántica. Lo pone de manifiesto un final que evita el suicidio de Floria cambiándolo por un orgulloso paseo de la protagonista hacia la luz de la salvación gracias a la trascendencia estética. En paralelo, contemplamos una sabia caracterización de Scarpia como aquel mandatario sádico para quien el poder se vehicula a través de la vejación carnal (el malvado no quiere que Tosca lo ame sino que lo desprecie: su motivo último de seducción no está en despertar admiración, sino en que ella se sienta asquerosa).
Curiosamente, Villalobos sirve esta segunda columna vertebral del espectáculo (mucho más emparentada con un presente como el nuestro, rebosante de Putins y Trumps por todas partes) de una forma demasiado tímida. Creo que el regista haría bien en repensar un espectáculo que a menudo peca de excesivas referencias para decir demasiadas cosas en poco tiempo (Pasolini encaja ahí perfectamente, pero su sombra dejaría más huella con escenas de insinuación que con invenciones innecesarias como el inicio hablado del segundo acto) para así profundizar mucho más en el aspecto sádico-político de su propuesta. En cualquier caso, el director de escena ha cumplido con su deber; a saber, tomarse en serio la ópera que debía releer y defender su elección con total convicción. Si alguien no está de acuerdo y quiere silbarlo, cosa totalmente legítima, que haga el favor de ser mínimamente educado y perpetrarlo cuando decaiga el telón.
Todo ello muestra que, pese a quien pese, el Liceu es todavía un teatro con un público de profunda incultura teatral y obsesivamente vocista. En este apartado, y tras un vodevil de cancelaciones y sustituciones en el último minuto, debemos lamentar que el teatro presente un primer cast simplemente correcto. Lo mejor de la función, y la cosa no es buena noticia, se lo lleva Michael Fabiano; el instrumento no es muy bello, a menudo adolece de excesivo vibrato y, aunque el tenor yanqui intentara algún apianamiento con buenas intenciones, su Cavaradossi presenta más testosterona que arte. Maria Agresta posee un timbre notoriamente más bonito, pero no es una voz para hacer Tosca (aguanta como puede la teca del segundo acto, pero acaba gritando al tercero como una gallina). Željko Lučić crea un Scarpia sin ninguna onza de sutilidad, disparado a golpes de estómago y glotis. Que el Liceu ofrezca un reparto así debería provocar silbidos. Eso sí.
Entiendo que parte del público también mostrara escasa simpatía por una dirección musical poco operística. Pero hay que decir que Henrik Nánási intentó algunos recursos de gran interés: el primer acto fue muy esperanzador, con los tempi más pausados y la búsqueda de unos silencios muy elocuentes que la mayoría de maestros puccinianos se ventilan con banal rapidez (también dejando relucir algunas frases que suelen despacharse con poca ciencia, buscando un legato muy meditado). Pero Puccini exige más carnaza y, a medida que la ópera avanzaba, el maestro húngaro no acabó de encontrar el temple narrativo que exigía, a menudo tapando unas voces que iban demasiado a su rollo (sospecho que el director no tuvo tiempo y ensayos suficientes) para terminar de inculcarles su lectura musical). Finalmente, una de fría y otra de caliente: el coro del Liceu cada día suena peor y la orquesta cada día mejor.
En resumidas cuentas, y tras un Trittico descomunal a todos los niveles, parece que el Liceu haya regresado al espacio (poco deseable) de una cierta tibieza parsimoniosa de propuestas que, en el caso presente, sólo ha acabado trascendiendo por un escándalo de público y un griterío que muchos groseros ya llevaban preparado de casa. Son tiempos de regurgitaciones del pasado, decíamos al principio, y se podría pensar que volvemos a aquella espléndida etapa del Liceo con la que Joan Matabosch nos alimentó el espíritu renovando las producciones del teatro con una ambición que ahora echamos de menos como el aire que respiramos (y haciendo frente a una oposición igualmente estúpida). Nada más lejos de la realidad, porque desgraciadamente este Liceo se encuentra a años luz de esa excelencia artística que ahora se puede disfrutar en el Teatro Real de la capital enemiga. El hecho debería hacer meditar a sus altísimos responsables.
PS.- Hablando de la escena polémica del segundo acto: pido de rodillas (puesto que, algo excepcional, alguien se dedica a hablar en catalán desde el escenario del Liceu) que en la medida de lo posible no destroce nuestra lengua. Fijaros si llego a ser de naïve que llegué a pensar que el público protestaba debido al enésimo asesinato de nuestro querido Pompeu Fabra.