Ceremonia de inauguración del Mundial de Qatar. ©FIFA World Cup Qatar

Qatar y Barcelona

La súbita preocupación de los jugadores de fútbol europeos para con los derechos humanos en el Mundial de Qatar sorprende en comparación con su silencio sepulcral cuando toca reivindicarlos en los clubs que los tienen en nómina

Érase una vez un club de fútbol (perdonad, un més-que-un-club de fútbol) que en 2010 firmó un acuerdo con la empresa Qatar Sports Investments para estampar el nombre de este minúsculo país de Oriente Medio en la camiseta de su primer equipo. La ganga implicaba un lustro de patrocinio –a saber, unos 150 millones de pepinos– y fue celebrado por su Junta Directiva (de infausta memoria) por el simple hecho de que mejoraba la millonada obtenida por la camiseta rivalísima (y blanca) en un caso de sponsorship bastante similar. Por aquellas cosis de la vida, este més-que-un-club publicitó anteriormente a la agencia internacional de mayor importancia planetaria para el desarrollo humanitario de los niños, llamada UNICEF, entidad que (tras una compensación económica) acabó estampada en el brazo de los jugadores y encantada de la vida de compartir tejido con Qatar.

Dispensad la retórica (y el exceso de paréntesis); todo el mundo recuerda que el equipo en cuestión es el Barça. También que parte del universo periodístico ya criticó que la entidad culera entrara en el juego del sportwashing luciendo en el pecho de los jugadores el nombre de un país en el que no sólo se acogía todo un Mundial de fútbol sin que la región tuviera ningún tipo de patrimonio, tradición o masa de aficionados del deporte en cuestión, sino que suspendía en el capítulo de derechos humanos, especialmente en lo tocante a la sectorial de mujeres, homosexuales y obreros. Todo esto se discutió a mansalva, pero el alboroto se enterró cuando los socios del Barça aprobaron la decisión de la Junta y Qatar empezó a frecuentar como marca financiera en muchos clubes europeos. En todo aquel proceso relativo al Barça, y en la compra de equipos por el capital qatarí, no escuchamos a un solo, y cuando escribo un solo quiero decir ni quisque, jugador de fútbol cuestionando la falta ética de esta nueva normalidad. 

Sorprende, por tanto, que a la mayoría de jugadores del planeta les haya pillado una repentina obsesión por los derechos humanos en este controvertido Mundial de Qatar. Resulta, al menos, sospechoso que ninguna estrella española, inglesa o alemana haya considerado oportuno reivindicar los derechos de los homosexuales durante un City-United o los de los explotadísimos obreros qataríes en cualquier match del PSG. A mí un régimen iliberal como el de Qatar me despierta una simpatía equivalente a una descarga eléctrica en el escroto, pero resulta todavía más espantoso el papelón de unos jugadores que siempre han tocado de perfil las cuestiones políticas y humanitarias cuando les iba el sueldo, mientras ahora simulan trabajar de embajadores de lo femenino. Con la mayoría de vestuarios de Occidente rebosantes de homosexuales que todavía ni sueñan con salir del armario diría que nos queda mucho trabajo en casa como para regalar lecciones allende.

A mí un régimen iliberal como el de Qatar me despierta una simpatía equivalente a una descarga eléctrica en el escroto, pero resulta todavía más espantoso el papelón de unos jugadores que siempre han tocado de perfil las cuestiones políticas y humanitarias cuando les iba el sueldo 

Yo puedo entender que los jugadores de fútbol no sean responsables del pasado colonial de sus respectivos países y, en este sentido, todavía me es posible aguantar la pamema de ver a franceses, alemanes o estrellas del Reino Unido repartiendo lecciones de moral. Pero de un entorno homófobo como el de los jugadores de fútbol, ​​que han pasado olímpicamente de la sectorial femenina de sus respectivos equipos hasta hace tres días y que todavía mantienen el tabú de la homosexualidad como un asunto inconfesable, no acepto ni una salmodia. Cuando vea a uno de estos héroes enfrentarse a Nasser bin Ghanim Al-Khelali o al Roman Abramovich de turno, empezaremos a hablar de ética. Hasta entonces, que jueguen a fútbol y nos ahorren posturitas de falsa solidaridad. La responsabilidad de los acuerdos entre un club como el Barça o Qatar no es de los jugadores, sólo faltaría; pero su silencio ancestral les inhabilita para exportar lecciones a los demás.

Qatar ha comprado un Mundial a través de una FIFA corrupta para acelerar la pertenencia de Doha y de su país a la economía global. Esto no lo discute nadie; pero ésta es una operación que comienza hace tiempo, en relaciones comerciales como la mencionada entre Barcelona y Qatar, y en este camino conjunto la mayoría de responsables deportivos del planeta, jugadores incluidos, han participado de alguna u otra forma. Y si existe algún ciudadano español que tenga apetito por la libertad de expresión, bastaría con recordarle cómo, aún en la actualidad, en los estadios se requisan banderas y pancartas donde los ciudadanos tienen esa curiosa manía de expresar su pensamiento político. Que nadie regale lecciones; tengamos todos juntos un poquito de vergüenza por la parte que nos toca.