Pasamos una media de tres horas y cuarenta minutos diarios en el teléfono. ©Marco Verch

¿Eres adicto al teléfono móvil?

Somos adictos al teléfono móvil: lo certifica que no creemos serlo y perpetramos actos realmente absurdos para evitar la dependencia de la vida online

La inmensa mayoría de adictos comparten la creencia de que no lo son o que, en cualquier caso, su psicosis profesional tiene excusas racionales. El apartado “Tiempo de uso” de mi iPhone cuenta que, durante el último mes, he empleado este trasto durante tres horas al día. Tengo amigos que, de la misma forma que el borracho se propone ignorar por sistema los litros de alcohol ingeridos a diario, evitan comprobar el tiempo de uso de su teléfono por miedo a ver el resultado. En mi caso, consulto el aparato más tiempo de lo que paseo o incluso hablo, y mi dependencia de la pantalla rivaliza peligrosamente con el tiempo de lectura o la conversación conyugal. Me apresuro a proponer objeciones: necesito el teléfono para trabajar, la pantalla también forma parte de mi relación con los textos y, al fin y al cabo, el teléfono móvil ocupa el espacio que antes monopolizaba el ordenador. Sé que son disculpas de baratillo. 

Consciente de la culpa religiosa que genera nuestra adicción, el propio Mr. Apple ha diseñado mecanismos de expiación suficientemente inteligentes como el “tiempo de inactividad” o el control de los minutos que dedicamos a las aplicaciones más populares. Esta inclusión de la metadona en el iPhone permite a las compañías escaquearse de publicar la media de horas con las que nos tienen enganchados. Sabemos, gracias a estudios de consultorías digitales, que en lo que llevamos de 2023 los ciudadanos españoles se han pasado una media de tres horas y cuarenta minutos diarios en el teléfono (entre los menores de dieciocho años, la cifra ya supera las cuatro horas). Pero más allá del tiempo que vivimos online, la irrupción de los móviles en nuestra vida resulta mucho más trascendente por su carácter de dispositivo de interrupción. Seamos honestos: ya no sabemos leer, hablar o incluso mirar una peli sin atender a la segunda pantalla.

Aceptada la enfermedad, intentamos ponerle parches. De la misma forma que el fumador activo evita las reuniones sociales para salvar la trampa del cigarrillo, evitamos la tentación de la pantalla apagando el móvil de noche o forzándolo a hibernar durante una parte del día. Desde hace semanas, por ejemplo, servidor apaga el teléfono durante tres horas tras comer, coincidiendo con el horario de lectura. Acabada la heroicidad, abro de nuevo el teléfono con la angustia de un yonqui y pronto vuelvo a experimentar al placer inigualado de la esnifada cuando veo los trescientos cincuenta whatsapps que debo responder sí o sí y las mil notificaciones que me he perdido durante el apagón general. Sudando de placer, respondo a todo dios y me excuso por la temeridad de haber vivido ilocalizable durante ciento ochenta minutos (existir fuera de cobertura durante tanto tiempo implica haber sufrido un secuestro, un accidente mortal.. o ser un grosero).

 Respiro tranquilo. He estado unas horas fuera del mundo y el ejercicio me ha permitido volver a saber qué significa leer un párrafo sin consultar Twitter. Soy un campeón del espartanismo, un titán de la contracultura (tengo el impulso de tuitear dicho pensamiento) y ahora ya puedo afirmar que mi dependencia resulta menor. Sólo tomo vino cenando con amigos, fumo de vez en cuando y puedo dejarlo cuando quiera… etc. Pero ninguna terapia es completa si no tiene un sentido grupal. Con la ansiedad redentora de un antropólogo, propongo a mi pareja un paseo sin teléfonos, en busca de un bocadillo. Sabiéndonos protagonistas de un experimento social fuera de serie, salimos de casa con infantil alegría. Pero la realidad es muy hija de puta y, bajando las escaleras, notamos la existencia de una gaviota herida en la galería de casa. Hay que fotografiarla y avisar a los vecinos de su presencia… a través del grupo de whatsapp.

¡Collons, el teléfono! ¿Y ahora qué hacemos? ¿Llamamos a todo dios por el interfono? ¿Optamos por aquello tan boomer de pegar un grito en la galería para que todo cristo esté en guardia ante el animalito en cuestión? Cobardes y drogadictos como somos, ignoramos el problema y decidimos pasar de todo. Debemos vencer la dependencia y optamos por salir de casa, indefensos sin iPhone. Acto seguido, catxislamar, descubrimos que es domingo y no sabemos si la bocatería que hemos elegido para saciarnos el hambre estará abierta. Volvemos a dirigir instintivamente la mano hacia el bolsillo, instintivamente. Bien, a tomar pol saco. Vamos al lugar en cuestión y, si está cerrado, improvisaremos. Por fortuna, conocemos la ruta y no necesitamos la ayuda de Google Maps.  ¡Qué fucking héroes somos! Caminamos sin guía y, en un recorrido de poco más de diez minutos, divisamos la luz del local. Afortunadamente, guardo unos euros en cash y tampoco necesito el móvil para pagar con la aplicación de Visa. ¡Exitazo!

Con la ansiedad redentora de un antropólogo, propongo a mi pareja un paseo sin teléfonos, en busca de un bocadillo. Sabiéndonos protagonistas de un experimento social fuera de serie, salimos de casa con infantil alegría

Ingerimos el bocadillo conscientes de nuestro hito contracultural (de jamón y berenjena; en el Oi’Ma, junto a la Plaça George Orwell). Mientras hinco dentadura en el bocata, me pregunto en qué momento este carismático lugar del Gòtic empezó a llamarse “la Plaça del Tripi”. Mierda, no tengo Google; no pasa nada, ya lo buscaré cuando volvamos a casa. Los dueños del establecimiento, by the way, son unos napolitanos la mar de simpáticos, tifosi del Nápoles y encantados con la perspectiva casi segura de ganar la liga de futbol italiana. Mientras hablo con ellos, me pregunto cuánto hace que el Nápoles no consigue el Scudetto. ¿Más de veinte años? ¿Treinta? Jodert, mira que me iría bien consultarlo para hacerme el simpático. Tampoco hay patanto: ellos mismos me aclaran que desde dios Maradona. Bien, a tomar viento los años y el Nápoles. Qué local más simpático y qué bocadillo más estupendo. Ahora sólo falta rematarlo en Instagram. Ay… 

Volvemos a casa exhaustos, incapaces de compartir la experiencia metadónica y avergonzados de nuestra tara mental. Somos el peor tipo de adictos, en definitiva; a saber, aquellos que inventan cualquier tipo absurdo de performance para olvidar su condición. ¿Pero, qué podemos hacer para remediarlo? ¡Nos es imposible desaparecer del mundo, dejar whatsapp y Gmail! ¿Debemos convertirnos en eremitas? Quizás sólo nos quede admitir la impotencia y nuestra adicción. Y compartir La Puñalada de hoy en las redes, faltaría más. Clicad, os lo ruego.