Mi abuela materna, Lluïsa, acaba de cumplir los noventa. Nació en Barcelona y lo primero que recuerda es la Guerra Civil. De hecho, tiene una pequeña herida de guerra. Cuando corría hacia un refugio antiaéreo del barrio de Sants para protegerse de las bombas, tropezó con una piedra y se hizo una herida. Desde entonces, toda la vida ha tenido una pequeña deformación en la uña de un dedo del pie.
Entre el 16 y el 18 de marzo de 1938, Barcelona sufrió los bombardeos más terribles de toda la Guerra Civil. He repasado unas cuantas fotos de aquellos días e impresiona ver cómo hace ochenta y cuatro años justos una lluvia de bombas sembró la destrucción y la muerte en nuestra ciudad.
En esos bombardeos murió una parte de Barcelona que se perdió para siempre. Me refiero, en primer lugar, a todas las personas que perecieron en los ataques, pero también a las heridas que su muerte provocó en familias, amigos, vecinos o compañeros de trabajo. La ciudad también perdió docenas de edificios. Por tanto, muchos barceloneses se quedaron sin casa o trabajo. La guerra también se llevó por delante sueños, ilusiones, proyectos de vida, carreras profesionales…
Es curioso como tantos años después todavía son bien visibles algunas de las heridas de aquella guerra. Si nos fijamos un poco en las personas y los lugares, también descubriremos que hay heridas que nunca han acabado cicatrizando por completo. Seguramente porque es imposible.
Si nos fijamos un poco en las personas y los lugares, también descubriremos que hay heridas que nunca han acabado cicatrizando por completo
Podemos seguir la guerra en las marcas de metralla que todavía hay en la fachada de Sant Felip Neri donde, el 30 de enero del 38, una bomba particularmente odiosa lanzada por la aviación italiana mató a treinta niños que se refugiaban en el convento. De vez en cuando, también aparece alguna bomba sin detonar y a quienes han convivido con ella sin saberlo durante años se les hiela la sangre. Pero donde la guerra está más viva es en el relato de los niños que la vivieron. De los pocos que todavía quedan vivos porque, pronto, ya nadie podrá explicarnos la guerra en primera persona.
La guerra de Ucrania me hace pensar mucho en nuestra guerra. Pienso que la generación de nuestros abuelos sufrió un horror prácticamente idéntico al que viven ahora los ucranianos. Un día tienes una vida normal, con unas preocupaciones normales y al día siguiente todo se te hunde. Nos pasó a nosotros en los años treinta y ahora les ha pasado a ellos. Claro que también podríamos hablar de los sirios, iraquíes, bosnios o de tantas otras víctimas de guerras olvidadas por todos menos por quienes las padecen.
Un día los combates terminarán en Ucrania, como se acabaron aquí y también allí empezará un lento proceso de reconstrucción, de cicatrización. Se repararán las casas, las fábricas, los cafés y los teatros. Se retirarán toneladas de chatarra. Los niños volverán a jugar en las calles y ya no será necesario que nadie duerma en las estaciones del metro por miedo a las bombas. Se enterrarán los muertos, así como los recuerdos más dolorosos. Pasarán los años y nacerán niños que no habrán sufrido la guerra, pero quizá heredarán sus heridas porque las heridas de la guerra, pequeñas o grandes, son persistentes.