Fuego.
Los Ángeles es víctima del peor incendio de su historia. © Pixabay
LA PUNYALADA

Los Ángeles arde

El incendio de Los Ángeles es una muestra más de la vulnerabilidad de ciudades que se creían impenetrables

Una de las cosas que más me complace de Barcelona es su limitación geográfica natural; dos ríos, montaña y mar son los regalos que la providencia nos ofreció con tal de evitar que nuestra capital se convirtiera en una megalópolis inalcanzable de crecimiento delirante. Lo contrario de este hecho glorioso es lo que más me inquieta cuando me he obligado a visitar ciudades espantosas como Los Ángeles, ahora víctima del peor incendio de su historia, que va quemando los suburbios de sus montañas con una voracidad de la cual no se pueden salvar ni los superhéroes de Hollywood. Debo confesar que soy un pirómano en potencia y las imágenes de la ciudad sitiada por una línea curva de fuego que avanza como un bajo continuo belcantista me han parecido de una belleza aterradora. Las llamas no son lo peor; lo más terrible es que la propia urbe no haya desarrollado ningún límite como para contener la voracidad del fuego.

El fuego es aterrador, en definitiva, porque la ciudad ha cometido el pecado de emular la infinitud del paisaje

La ciudad es justamente el artificio que busca abandonar y chotearse de la naturaleza; debido a esta gracia de la técnica moderna, resulta un lugar que nunca debería verse asediado por el fuego. El imaginario yanqui está lleno de historias sobre barrios y ciudades que han terminado en llamas debido al estrés industrial y a la voracidad del capitalismo, es cierto (y les encanta a mis adorados estadounidenses, pues el incendio deviene excusa perfecta para reedificar de nuevo la ciudad con más tochos y escribir novelas sobre la capacidad de superación de los hombres libres), pero las llamas sólo son tolerables si proceden de alguna desmesura interna, de la hubris de sus propios habitantes. Pero ese fuego de Los Ángeles, justamente por la falta de cualquier frontera que enmarque la urbe, parece venir de lejos para consumirla y bajarle la autoestima como si fuera un simple arbusto, sus casas, cerillas, y sus automóviles, piedras.

El fuego es aterrador, en definitiva, porque la ciudad ha cometido el pecado de emular la infinitud del paisaje. La gente se las pira a toda prisa, pero no sabe a dónde ir, puesto que la próxima habitación de hotel podía ser sólo una parada más donde el fuego se gustase entreteniéndose con los mortales. Los americanos, que son la cima de la eficiencia en cualquier asunto, acabarán apagando las llamas, y los cineastas volverán a sus palacios como si no hubiera pasado gran cosa, pues por algo tienen un montón de pasta embutida dentro de los orificios auriculares; todo lo material resulta perfectamente sustituible y no habrá mucho problema para volver a comprar esas acuarelas espantosas con las que llenan sus horripilantes comedores. Pero del miedo no se librarán fácilmente, porque cuando el fuego no ciudadano se apodera de la capacidad del Prometeo urbano, cualquiera se acuesta, por mucho que tenga un hogar rebosante de camas de oro. El miedo, cierto, está cambiando de bandos.

De vez en cuando, va bien celebrar que somos minúsculos, absolutamente abastables y poco inclinados al espectáculo

Las ciudades, vaya por Dios, ya no cumplen el sueño de ser parajes impenetrables. A ojos de la mayoría de la población mundial, hechos como los de Los Ángeles despiertan una aparente solidaridad. Yo prefiero ser más honesto y recordar que, ante tales catástrofes, la mayoría de humanos somos como el soldado que reza para que la bala le toque a su compañero de escuadra. En este caso, viendo como de Los Ángeles se aglomeran huyendo cientos de miles de ciudadanos como si fueran refugiados de guerra, el egoísmo todavía me brota más del alma. Por suerte, insisto, nosotros vivimos en un pequeño pueblo enmarcado por el mar y cuatro altiplanos que tienen ni la suficiente fuerza como para quemarse. De vez en cuando, va bien celebrar que somos minúsculos, absolutamente abastables y poco inclinados al espectáculo. Exceptuando algún incidente aislado, como una cocina humeante, aquí los bomberos son sólo carne de calendario.