Julià Guillamon (Barcelona, 1962) empieza diciendo que siempre ha sido como Dr. Jekyll y Mr. Hyde. Sin connotaciones macabras, el escritor y periodista encaja su dualidad en una residencia compartida entre su ciudad natal y Arbúcies. “Mi familia era del Poblenou y mi abuelo era camarero profesional y de Viladrau. Lo cogieron en una fonda, el Hostal Castell, a finales de los 50. Yo tenía una doble vida. En invierno, estaba en el Poblenou y, en Semana Santa, me pasaba tres semanas allí arriba porque la fonda abría para empezar a coger clientes. Después, abríamos en junio y nos estábamos hasta octubre. A partir de esta relación, siempre he ido”, concreta. Desde hace dos años, ha vuelto a Arbúcies para quedarse a vivir, aunque, cuando habla, parece que lleve toda la vida, sin intermitencias.
En la fonda donde trabajó su familia, Guillamon encontró la afición por narrar. “Había un ambiente agradable. La gente se pasaba dos meses, comían y cenaban, iban a dar una vuelta, hablaban entre ellos por la tarde… Cuando era jovencito, me sirvió de observación porque veías a muchas personas y cada una tenía su historia. Ahí aprendí muchas cosas que después he escrito, de observar cómo cada uno se movía, qué hacía… En aquel momento, yo no era consciente. Más tarde, lo he ido recordando, era bastante mágico. Me sirvió para empezar a ver a la gente, las diferencias entre unos y otros”.
Entre los clientes, había el que explicaba que había inventado la grabadora, pero también estaban las historias de la gente del servicio, “venían de casas de pagès“, un mundo que también le pareció completamente diferente y fascinante. “Como vivíamos juntos durante meses, acababas sabiendo muchas cosas. Cuando llegaba septiembre, bajaba el trabajo y te llevaban al bosque, ibas a cazar setas, te decían donde estaban los lugares buenos”, recuerda, “la señora que lavaba platos en el hostal fue una de las primeras personas con quien fui al bosque y vi que lo conocía. Decía: “Ahora pasaremos por aquí y habrá unos avellanos donde crecen rossinyols“. Ibas por ahí, un lugar inhóspito, encontrabas los avellanos y había unos rossinyols estupendos. Entendías que lo sabía porque se había criado a pagès“.
Aquel mundo de pagès que lo cautivó de joven queda reflejado en su último libro, Les hores noves (Anagrama), que continúa Travessar la riera (Comanegra) y Les Cuques (Anagrama) con un retrato de la cotidianidad natural y humana en Arbúcies, recogiendo los cambios que se producen durante un año. Lo hace actualizando el universo rural con referentes como Twin Peaks, Desperate Housewives o Sunset Boulevard, haciéndolo más fácil de entender con bromas o anécdotas, dándole inmediatez con Whatsapps o apps que te dicen el nombre de las plantas.
“Siempre había querido hacer este libro. Cuando tienes mucha familiaridad con el bosque, vas viendo los pequeños cambios que se producen. Pensaba que esto no se había hecho y tenía ganas de hacerlo”, sostiene. Tuvo la suerte de que fue un año de lluvia, pudiendo reflejar la evolución de colores y texturas que se van produciendo mientras van pasando los días. “Lo pillé perfecto. Si hubiera sido un año seco, habría sido un libro menos pletórico, más torturado”, razona.
Leyendo Les hores noves se descubre un mundo vegetal tan rico que cuesta creer que esté tan cerca y resulte tan ajeno. Consciente de esto, Guillamon se acompaña de descripciones limpias, sin dar nada por sobreentendido, además de añadir fotografías de las setas y las plantas que podrían sonar marciano a aquellos que leyesen su nombre por primera vez. Y sin construcciones sofisticadas y teorías demasiadas elevadas sobre la naturaleza, limitándose a describir un conocimiento popular que se acostumbra a infravalorar y se va perdiendo, como el que ha permitido recuperar más de cincuenta variedades de manzanas en Arbúcies. “Quería hacer una cosa que fuera seria, densa, tuviera calidad humana y pensamiento, pero que, al mismo tiempo, la pudiera leer todo el mundo y gustara”, reflexiona. Conocido ahora en Arbúcies como “el escritor del pueblo”, hay vecinos que se le acercan para decirle que aquello que escribe es también suyo: “Tenso la sensación que conectas con algo que aún está vivo”.
Pero no solo hay polipodios, salamanquesas, topinamburs, huevos de rey, falsos níscalos, carámbanos o brezos, también hay la mirada de la gente que vive en Arbúcies, mezclada con la experiencia personal del escritor y sus reflexiones constantes sobre todo aquello que ve, toca, pisa y recuerda, a medio camino entre el narrador, el periodista, el observador, el excursionista e, incluso, o sobre todo, el antropólogo.
Julià Guillamon se posiciona a medio camino entre el narrador, el periodista, el observador, el excursionista e, incluso, o sobre todo, el antropólogo
“Intento que la naturaleza no sea el centro, lo es la experiencia humana, es lo que me emociona más. Si no sabes que hay una seta que se llama carlet, no pasa nada. La cosa es crear una música con estas palabras y que la gente vaya entrando. Si haces un libro solo de ir pensando cómo son las flores y las vas describiendo, hay un momento en que ya no sabes qué decir. Y, además, yo no tengo esa capacidad. La gracia era que las flores fueran un pretexto para hablar de otras cosas como la memoria, el paso del tiempo, los cambios de costumbres y las diversas maneras de relacionarse con el mundo natural”, expone. Como su referente, Les hores de Josep Pla, a quien cita recurrentemente mientras describe y dignifica, sin nostalgia, un punto de vista rural que ha quedado desconectado y es consciente de que hace tiempo que se está apagando.
La nueva cara de la escritura de la naturaleza, reforzado en esta posición por sus vecinos, está de vacaciones narrativas. “Hacía tiempo que no me pasaba”, reconoce. Hace poco ha acabado un nuevo libro, donde también aparece el hostal de Arbúcies, pero se aleja de la vida reposada de la montaña y se centra en la Barcelona de los años 80. Lo había empezado a escribir hace unos años, pero lo dejo de lado cuando su mujer se puso enferma. Este verano ha vuelto a encontrar el hilo para retratar “aquel mundo posmoderno, feliz, que salía de la crisis económica del 79, hasta que se proclamaron los Juegos Olímpicos y se cagó todo”. A la espera de que se publique, disfruta de “la sensación agradable de no tener que hacer nada”.