“Como todo el mundo, soy muchas personas a la vez. Y una de esas personas es un narrador quien, a su vez, se divide en múltiples narradores que guardan con el hecho de escribir un romance complicado, en el que siempre acaba llegando ese momento en que te interrogas sobre tu encaje en esa relación y en cómo mantenerla viva sin dejar de ser tú mismo”. El ritmo contagioso de Universo em desencanto, de Tim Maia, arranca mientras, acodado a la barra del Bar, el escritor Jordi Amor se toma una Voll Damm pensándose si cenar unas tapas o, “en un arrebato de nostalgia”, optar por un plato combinado, “a pesar del esfuerzo digestivo que conlleva”.
Dicen que ser lector o escritor es vivir varias vidas en una sola, y Jordi puede presumir de eso más allá de haber llenado varios centenares de hojas en blanco. Ha sido guía turístico, camarero, traductor para la UEFA, bibliotecario y profesor de catalán en Argentina, donde vivió siete años. “He viajado, he caminado, he hablado con mucha gente diferente, he visto y escuchado, he leído y he comido”. Y también ha escrito. En 2016, debutaba con El forat, que le valía el premio Documenta, y ahora acaba de publicar su siguiente novela, Enfosquiment (La Magrana), que habla de relaciones interpersonales, de relaciones laborales, de relaciones con nuestro entorno; de lo que vemos, de lo que creemos, de certezas y engaños. De caídas y de ilusiones que se viven y se rompen en un mundo inasible, hostil y adictivo.
“Yo vivo los libros como objetos mágicos, como lámparas que, según cómo las frotes, ocurren unas u otras cosas. En esa dinámica, cabe preguntarse qué papel juega el autor, quién es”, reflexiona. Sorbe un trago y prosigue. “El acto de creación literaria se me hace cada vez más indescriptible donde la única realidad absoluta, el único asidero, es el lenguaje. El caso es que cada vez sé menos quién es el autor. Quién soy yo”. Mientras reflexiona sobre estos asuntos se decide por unas tapas.
—Oído cocina.
En constante transformación
La sensación, al hablar con el parroquiano, es que está constantemente transformándose, dando nueva forma a las ideas, evolucionando los conceptos, interrogándose sobre los aspectos clave de la vida para dar, cada vez, respuestas distintas, enfocadas desde otros ángulos, matizadas, desde las distintas densidades del meollo.
“Busco la manera de inventar recursos que me estimulen vitalmente y me permitan seguir creciendo como persona”, razona el autor, satisfecho de su capacidad de supervivencia literaria. “De poder existir en este plano que es, sobre todo, cuestión de disciplina y entusiasmo”. Un rigor y una vitalidad que dan lugar a mundos que se multiplican en las múltiples interacciones que se establecen entre autor, texto y lectores, una relación simbiótica, volátil y explosiva que nunca es la misma. Que siempre se transforma.
“Otro aspecto que me ha ayudado en este proceso de transición constante es la vida en pareja, con todos sus altibajos, sus buenos y malos momentos”, añade Jordi a propósito de la presencia de María, su pareja, con la que empezaron en Buenos Aires, compañera de incontables momentos, diversos estados de ánimo, hermosos viajes y todas las mutaciones que de ello se derivan.
Una ciudad difícil de matar
“La próxima vez que escuche la monserga esa según la cual antes, en Barcelona, todo era mejor, juro que agarro una mesa del bar y la estampo contra la pared”, bromea el parroquiano quien confiesa que, pese a que su relación con la ciudad nunca fue fácil y que hay un buen número de rincones que ya no reconoce como suyos, es consciente de que “lo que pasa aquí pasa en todas las urbes del mundo. La marabunta turística y la despersonalización afectan a todas por igual, y créeme que yo lo sufro, que vivo en Sagrada Familia”, puntualiza.
Y, se toma unos segundos para terminar de comer, tras los cuales remata: “Tengo la sensación de que esta ciudad va a saber perder el control, pese a la institucionalización. Es muy heterogénea. Barcelona cuesta mucho de matar”.
—Lo que no debe morir es esta conversación, así que tómate algo para bajar la cena, estás invitado.
La mirada azul de Jordi Amor refulge y agradece el ofrecimiento.
—¿Y bien?
“Es que ahora no sé si tomarme un buen whisky japonés o, en homenaje a mis días en Buenos Aires, un Fernet Cola”, replica sonriente.